Más bananeros que nunca
La situación en la que nos hemos acorralado los argentinos es triste: hay dos candidatos y ninguna es opción, salvo que estemos condicionados tristemente por dos irracionalidades contrincantes.
Hace 40 años, cuando el país recuperaba el sistema democrático, no se hablaba tanto de "populismo" sino de "bananeros" para calificar a los gobiernos chantas y despilfarradores. Generalmente, no hacíamos autocrítica en torno a nuestra condición de tales, aun saliendo de una dictadura que no solo persiguió, mató y desapareció sin juicio previo ni pena de muerte vigente a gente, robó niños para repartirlos entre familias amigas del poder y encubrió y fue cómplice de un sistema de corrupción empresario militar.
Situábamos a los "países bananeros" en recónditos puntos del mapa, allí en donde se les dan las bananas casi como yuyos, en un trato despectivo georeferenciado y puntual.
Nos creímos la Europa que había superado a sus fascismos. Pero aquí esas formas no sucumbieron, sino que se resignificaron políticamente y sobrevivieron tras diversos disfraces.
Los europeístas creyeron que solo con sostener con fuerza las propias convicciones, era suficiente. Sonaba bien la defensa del "Estado de bienestar" y los derechos sociales, pero carecieron de eficacia práctica para sostenerlo en los hechos con buen gobierno y recursos.
Primera conclusión: la impericia de los gobernantes que se plantaron como antipopulistas puede ser el gran invocante de los populismos.
Con el paso del tiempo, el bananerismo político nos llegó. Muchos lo advirtieron sobre el camino, pero se prefirió hacer oídos sordos, como pensando que eso aquí jamás volvería o pasaría. Nos llenamos la boca criticando al resto de Latinoamérica.
Ahora miramos a los vecinos de este costado del mundo desde el fondo del pozo, con los peores indicadores sociales, económicos y educativos. Tras votar convencidos de que "mientras peor, mejor", algoritmizados por la revolución hormonal que afecta a los mismos que en su momento endiosaron al kirchnerismo a la misma edad, hipnotizados por "el deber ser", subsumidos por una hipnosis autoinfrigida, condicionados por necedades confluyentes, o motivados por lo que fuere, bueno o malo, nos ubicamos exactamente en situación bananera de inmejorable manera que nunca.
Las opciones que dejamos vigentes para un balotaje presidencial son:
- votar por el que te consigue la droga sin solucionar el indefectiblemente mortal problema de adicciones y, por lo tanto, se le admite que transe con quien tenga que hacerlo para mantenerte duro y sumiso en el camino hacia morir o en el mejor de los casos, ser un zombie incontrolable;
- o hacerlo en defensa de aquello por alguien que se presenta como un mago capaz de hacer aparecer y desaparecer cosas alegres y tristes, respectivamente, y en quien te ves obligado a creer descartando de plano a los que te dicen que "no, ojo que es un truco y la magia no existe".
Para frenar al uno solo tenemos al otro. Y nada más.
Cuando muchos advertimos en torno a la "venezuelización" del país no se hablaba solamente en torno de la imposición de un chavismo reivindicador del modelo autoritario y de libreta de racionamiento de Cuba. Eso se impidió. Fue la gente la que no permitió que se rebasaran determinados límites.
Sí había otra posibilidad de interpretación y es lo que pasa ahora: no hay salida ante opciones extremas y malas. Bajo estos mismos argumentos, desde los dos lados de la polarización se dice que hay que votar al uno para impedirle el paso al otro, y que quien se mantenga neutral será cómplice de quien gane.
Esto último ya pasó en Venezuela y posiblemente sea una de las verdades disponibles.
En esta columna no vamos a resolver qué hacer con la neutralidad, ni con la aberración de las dos opciones obligadas. Pero sí podemos pensar en torno a por qué llegamos a esto, a quiénes les dimos bolilla al seguir tales o cuales paradigmas, o al revés: por qué no escuchamos las alertas que se dieron claramente.
Sería cruel que la única opción que quede sea la de que se vayan del país los que queden disconformes. En Venezuela nada podrá cambiar no solo si no hay elecciones libres, sino que si las hubiera, hay millones de posibles votantes que no lo pueden hacer: se tuvieron que ir de su país, de su historia, de sus familias.
Esto último se ha producido en Argentina, aunque se lo niegue. En los últimos años, la polarización extrema e irresponsable de las tensiones políticas que alimentan a esos dos extremos, y nada más, llevó a que ya sea por "Macri Gato" o por "La Yegua" se hayan ido al exterior más personas que en el 2001 del golpe todavía no blanqueado del todo. Son refugiados económicos, políticos y sociales. Son los que descubrieron la inédita sensación de vivir sin sobresaltos, algo que en Argentina no se conoce y que -muy lamentablemente- se ha olvidado y hasta normalizado lo contrario, como esa droga que mantiene vivos por un ratito más, aunque en condiciones deplorables.
La Argentina en estos días previos al balotaje, si se mira en el espejo de la historia se verá más bananera que nunca.
Mientras los que intentamos racionalizar este momento único debatimos, buscamos ideas y palabras con las cuáles explicar mejor, posiblemente un puñado de empresarios estén disfrutando y calculando cuánto de igual les da que gane Massa o Milei, qué tan fácil o rápido será conseguir a uno o al otro para conseguir lo que quieren.
En los partidos políticos y en las expresiones fanatizadas, la hipnosis persiste y es posible que no vean que detrás de esto hay muy pocos ganadores y casi 50 millones de perdedores, atomizados, peleados, enfrentándose hasta en la mesa familiar, si es que queda, si es que aun hay qué servir en ella.