La condena que tranquiliza al sistema (y a nadie más)

La opinión del abogado mendocino Carlos Lombardi, Prof. de Derecho Constitucional de la UNCUYO.

Carlos Lombardi
Profesor de Derecho Constitucional de la UNCUYO

Dicen que la República respira aliviada. Que el sistema funciona. Que la Justicia ha hablado. La condena a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción en la obra pública de Santa Cruz fue, según algunos opinadores profesionales, la prueba definitiva de que en la Argentina nadie está por encima de la ley. Y sin embargo, algo huele raro en este banquete institucional.

Porque si algo enseña el Derecho Constitucional - cuando se lo estudia sin prejuicios ni operaciones mediáticas - es que la república no se defiende con condenas espectaculares, sino con garantías estructurales. Y esas garantías están lejos de ser una costumbre firme en nuestro sistema judicial.

No hablamos aquí de inocencia o culpabilidad. Eso ya lo confirmó la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Hablamos de algo más grave: del uso selectivo y oportuno de la maquinaria penal contra determinados actores políticos, mientras otros - acusados de delitos igual o más graves - siguen impolutos, protegidos por los telones del poder económico, judicial o corporativo.

En este contexto, vale recordar que el Poder Judicial, lejos de ser el más imparcial, es quizás el más político de los tres poderes. Pero lo es de un modo silencioso, opaco, no sometido al voto ni al escrutinio cotidiano. Sus decisiones afectan la vida pública con intensidad, pero sus operadores no rinden cuentas en campañas ni debates. Esa combinación de poder real e invisibilidad institucional lo convierte en un actor decisivo, muchas veces sin control ni equilibrio.

La doctrina republicana que muchos agitan como dogma exige más que sentencias condenatorias. Exige independencia judicial real, no jueces que vacacionan con empresarios imputados o que filtran sus decisiones a través de chats con ministros y operadores. Exige igualdad ante la ley, no estrategias judiciales que se activan sólo cuando el clima político es favorable.

Y, sobre todo, exige un debido proceso sin atajos ni escenografías mediáticas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido clara: la imparcialidad objetiva y subjetiva del juzgador es un componente esencial del derecho a ser juzgado justamente. No basta con ser juez, hay que parecerlo y actuar como tal.

Sin embargo, en Argentina hemos normalizado la idea de que ciertos personajes son culpables por definición. Y que el castigo, cuanto más público y ejemplificador, más republicano resulta. Como si la República fuese una víctima histérica que necesita redimirse con el sacrificio de una figura fuerte. Una especie de rito expiatorio vestido de sentencia.

Claro que la corrupción debe investigarse y sancionarse. Pero si la justicia no puede garantizar imparcialidad ni resistir las presiones del poder, entonces no es justicia, es un dispositivo de disciplinamiento. Y eso, seamos claros, no salva a la República, la arrastra al lodo.

Desde una perspectiva constitucional y convencional, el proceso judicial que culminó en la condena a la ex presidenta ha vulnerado principios esenciales del derecho moderno: la imparcialidad del juzgador, el debido proceso legal, la proporcionalidad de las sanciones impuestas y la finalidad resocializadora de la pena. No se trata solo de una condena penal, sino de un acto institucional que desatiende garantías que la Constitución Nacional y los tratados internacionales imponen como límites al poder punitivo del Estado.

Además, no puede soslayarse que la sanción impuesta restringe uno de los derechos fundamentales de toda democracia constitucional: el derecho a ser elegido. Si bien no se trata de un derecho absoluto, su limitación exige condiciones muy estrictas de legalidad, proporcionalidad y razonabilidad. La imposición de una inhabilitación perpetua, como pena accesoria derivada de un proceso judicial viciado de parcialidad y oportunismo político, no resiste el test de convencionalidad. Lo que debiera ser una excepción cuidadosamente justificada se transforma aquí en un mecanismo definitivo de exclusión política, incompatible con los estándares internacionales sobre derechos civiles y políticos.

Esto es lo que sostuvo la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso "López Mendoza vs. Venezuela" (2011): "Toda restricción al derecho a ser elegido debe ser estrictamente necesaria y proporcional, estar prevista por ley y ser impuesta por un juez penal competente mediante sentencia firme".

Y para quienes recurren, con oportunismo, al dolor de las víctimas de tragedias como Once o a la indignación legítima frente a la corrupción, vale una aclaración ineludible: exigir garantías procesales no es defender culpables, sino sostener el único marco posible en que una condena pueda ser justa. Si para castigar hay que violar principios, entonces no hay justicia, hay venganza. Y la República no se edifica sobre el clamor punitivo o la vindicta pública, sino sobre la firmeza de sus garantías constitucionales.

Lo que está en juego no es solo el futuro político de una ex presidenta - que claramente queda truncado por una inhabilitación perpetua -, sino también la posibilidad misma de creer que el sistema funciona para todos por igual. Si la justicia se usa como herramienta de batalla política, entonces la República no está salvada. Está secuestrada.

No se trata de defender personas, se trata de defender principios. Cuando los principios caen, el resto es escenografía.

Mientras el deterioro institucional avanza, el discurso presidencial no propone reconstrucción, sino demolición. En lugar de fortalecer la república, se la caricaturiza como un obstáculo. En vez de consolidar el Estado, se lo dinamita en nombre de una supuesta libertad. Pero la verdadera libertad no nace del caos, sino de la vigencia efectiva de las instituciones. En una democracia que se respeta, el poder no insulta al sistema, lo mejora.

Pero tranquilos, la república está a salvo. Ya condenamos a alguien (importante).





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