El mensaje de León XIV: salvar la institución, no al creyente

La mirad acrítica de Carlos Lombardi.

Carlos Lombardi
Profesor de Derecho Constitucional de la UNCUYO

La elección de un nuevo papa siempre es presentada como un hecho espiritual, cargado de símbolos, continuidad apostólica y emoción colectiva. Pero además de su dimensión religiosa, el inicio de un pontificado es, esencialmente, un acontecimiento político de alto impacto institucional. Con la designación de León XIV, la Iglesia Católica no sólo busca proyectar una imagen de renovación, sino también reafirmar su estructura de poder transpersonal, esa que se sitúa por encima de los creyentes y de las comunidades de fe, priorizando la autopreservación de la institución por sobre cualquier experiencia religiosa viva.

El primer discurso de León XIV, cuidadosamente elaborado y difundido en tono de "humilde servidor", confirma esta estrategia. Bajo expresiones amables como alegría, herencia, camino común, servicio o escucha, se oculta un mensaje central: lo importante no es la persona concreta, sino la perpetuación del cuerpo doctrinal y jerárquico de la Iglesia. Como si el creyente sólo existiera en la medida en que se subordina a una estructura que lo administra, lo interpreta y lo juzga.

Nos proponemos hacer una lectura crítica del mensaje inaugural del nuevo pontífice teniendo en cuenta que el mismo "no dejó dudas sobre su alineamiento con su predecesor, Francisco, al punto que elogió su primer documento considerando un programa de su pontificado" (Rubín, Sergio, https://www.valoresreligiosos.com.ar/Noticias/leon-xiv-ratifico-su-sintonia-con-francisco-y-hablo-de-los-retos-29206 ).

Un mensaje que, más allá del tono pastoral, reproduce los rasgos centrales del poder clerical: la transpersonalidad institucional como base de autoridad, el discurso del servicio como forma de dominación simbólica, y la esquizofrenia espiritual que se expresa en la contradicción entre humildad declarada y supremacía ejercida. Todo ello en un contexto mundial donde la Iglesia busca reubicarse como guía moral frente a desafíos como la inteligencia artificial, pero sin revisar el núcleo doctrinal que la distancia de las personas reales.

1. El transpersonalismo eclesial: cuando la institución se volvió más importante que las personas

Uno de los aspectos menos cuestionados - y más naturalizados - del poder clerical es su carácter transpersonal. La Iglesia Católica, desde hace siglos, no se define a partir de las biografías concretas de sus fieles, sino como una entidad abstracta, eterna, inmutable, cuya autoridad trasciende a las personas y se impone sobre ellas. Esta lógica, que podría parecer una construcción teológica, tiene en realidad un origen histórico y político preciso: la alianza del cristianismo con el poder imperial a partir del siglo IV.

Fue en ese momento, con la conversión de Constantino y el Concilio de Nicea (325), cuando el cristianismo dejó de ser una comunidad insurgente y se transformó en un aparato institucional al servicio del orden imperial. A partir de allí, la Iglesia adoptó una estructura monárquico-sacerdotal, jerarquizada, centralizada, sexista y dogmática, que reemplazó el rostro del Galileo por el rostro del poder.

Como advirtió Michel Foucault, el cristianismo no sólo construyó un discurso de salvación, sino también un sistema de control - el "poder pastoral" -, que cuida, guía y vigila. Bajo esa forma de dominación suave, el creyente no es el centro de la experiencia religiosa, sino el destinatario pasivo de un plan de salvación definido desde arriba. En su análisis del poder pastoral, señalaba:

"... la pastoral cristiana, o la iglesia cristiana en cuanto desarrollaba una actividad precisa y específicamente pastoral, elaboró la idea - singular, me parece, y del todo ajena a la cultura antigua - de que cada individuo, fueran cuales fueren su edad, su estatus, y ello de un extremo a otro de su vida y hasta en los detalles de sus acciones, debía ser gobernado y debía dejare gobernar - esto es, dejarse dirigir hacia su salvación - por alguien con quien lo ligaba una relación global y al mismo tiempo meticulosa, detallada, de obediencia" (¿Qué es la crítica? seguido de La cultura de sí, 1ra. ed. - Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, p. 47).

En esta lógica, la Iglesia se vuelve más importante que el creyente. El mensaje del evangelio queda subordinado a la conservación del magisterio, de la tradición y del aparato simbólico que garantiza la supremacía institucional.

En su discurso inaugural, León XIV no hace más que reiterar esta tradición transpersonalista. No hay una sola línea dirigida a las experiencias vitales de las personas. Todo gira en torno al legado, a la continuidad, a la misión institucional, a la herencia de Francisco y de León XIII. Es el lenguaje de una institución que se piensa a sí misma como una institución a la que las personas deben plegarse, nunca interpelar.

2. La esquizofrenia espiritual: entre la retórica pastoral y la práctica del poder

Francisco popularizó la expresión "esquizofrenia espiritual" para señalar la contradicción entre quienes predican el evangelio y luego actúan sin misericordia, sin compasión, sin compromiso con el prójimo. Pero esa fractura no es solo individual ni moral, es una manifestación institucional profunda. La Iglesia Católica, en tanto aparato doctrinal, sostiene desde hace siglos una retórica de humildad, pobreza y servicio, mientras ejerce, sin pausa, una praxis de control, exclusión y poder centralizado, dentro de una estructura de extrema riqueza material.

Este desdoblamiento es visible en la cultura y la historia. Un ejemplo elocuente - y pedagógico - se encuentra en El nombre de la rosa, la célebre novela de Umberto Eco. Allí, el inquisidor Bernardo Gui encarna el rostro más duro y represivo de la Iglesia: dogmático, seguro de representar la verdad, dispuesto a aplastar cualquier desviación. Del otro lado, un pequeño grupo de frailes pobres busca recuperar una espiritualidad liberadora, no mediada por estructuras ni por privilegios.

La tensión no es sólo teológica, es política. Bernardo Gui no sólo impone una ortodoxia, sino que defiende el monopolio de la interpretación religiosa, algo que, en términos de Pierre Bourdieu, constituye una de las formas más eficaces de dominación simbólica. La Iglesia no solo "dice" la verdad, se atribuye, dentro de su estructura, el derecho de decidir quién puede hablar, qué se puede pensar, qué se puede vivir como fe legítima.

Ese doble juego - entre un discurso misionero y una práctica excluyente - persiste hoy, más allá de los gestos "pastorales" o del estilo personal del pontífice. León XIV, en su primer mensaje, habla de sinodalidad, diálogo, sensus fidei y escucha. Pero su tono es unilateral, descendente, centrado en la conservación de la herencia doctrinal y no en la apertura al conflicto ni a la pluralidad.

La "esquizofrenia espiritual" se convierte, así, en un dispositivo de legitimación institucional. El papa se muestra como siervo, pero define las condiciones de la servidumbre. Se proclama heredero de la esperanza, pero manipula la voz de los pueblos. En vez de resolver la fractura, la consagra.

3. El servicio como forma de dominación simbólica

Uno de los recursos más refinados del poder clerical es presentarse como servicio. El papa es "siervo de los siervos de Dios"; los obispos, "pastores"; los sacerdotes, "guías espirituales". El discurso de la Iglesia está saturado de gestos de humildad, caridad y entrega. Sin embargo, como advertía Ivan Illich, el cristianismo institucionalizado convirtió el lenguaje del servicio en una forma de control paternalista, donde "cuidar" implica dirigir, "amar" implica corregir, y "servir" implica normar el bien del otro sin su consentimiento (https://comunizar.com.ar/wp-content/uploads/Illich-Iv%C3%A1n-La-sociedad-desescolarizada.pdf?utm_source=chatgpt.com )

En el caso del nuevo pontífice, la retórica del servicio es omnipresente. León XIV se presenta como heredero de una tradición de entrega y sobriedad, como discípulo humilde de Francisco, como instrumento al servicio de la Iglesia y del mundo. Pero detrás de ese registro afectivo y despojado, se reafirma con claridad el lugar de la Iglesia como centro exclusivo de sentido, como portadora de la verdad sobre la dignidad, la justicia, el trabajo y la vida.

Lo que está en juego no es el gesto, sino el dispositivo de poder que lo sostiene. Ya señalamos el pensamiento de Foucault en ese sentido. El cristianismo desarrolló una forma específica de dominación, el poder pastoral, que guía a las almas con cordialidad, pero también con vigilancia y control. No necesita castigo, basta con ofrecer protección para exigir obediencia. Ese "servicio" se convierte en el reverso de una autoridad indiscutida.

En la misma línea, Bourdieu aporta una clave fundamental para entender esta operación simbólica. El servicio eclesial, al presentarse como desinteresado, se convierte en capital simbólico, es decir, en una forma de poder reconocida y legitimada por los propios dominados, precisamente porque se enmascara como virtud. La Iglesia no impone, "convoca" desde su autoridad moral, pero en realidad estructura el campo de lo pensable, de lo justo y de lo verdadero.

Por eso, cuando la Iglesia dice "servir", no está renunciando al poder, lo está refinando. Está sustituyendo la dominación explícita por una hegemonía simbólica, donde el otro -el creyente, el fiel, el "pueblo"- acepta ser guiado como si fuera una gracia. El gesto de servicio es, en realidad, la sofisticación más eficaz de su supremacía doctrinal.

El mensaje inaugural de León XIV no puede entenderse sólo como un acto litúrgico o como una continuidad de estilo. Es, ante todo, una reafirmación del carácter transpersonal del poder eclesiástico; una estructura que se preserva a sí misma por encima de las personas, de los pueblos, y hasta del propio mensaje originario del cristianismo. Bajo el ropaje del servicio, la humildad y la tradición, se actualiza un modelo de autoridad construido sobre la apropiación del sentido y la administración vertical de lo sagrado.

El discurso papal reproduce así los tres pilares de la dominación simbólica clerical: una Iglesia que se presenta como cuerpo eterno más allá de los sujetos que la componen; una retórica que disimula el poder tras el lenguaje pastoral; un servicio que, lejos de liberar, define, guía y normaliza bajo el signo de una verdad incuestionable.

Tal vez el único gesto verdaderamente cristiano hoy sea no obedecer en nombre de la fe.



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