Los niños y la agresividad: ¿cómo y por qué?
ElProf. José Jorge Chade explica en este texto otro de los aspectos vinculados con la educación.
Nuestros cerebros son distintos. La manera en que desarrollamos nuestras habilidades, la forma en que aprendemos o procesamos la información es individual. El mejor modo de evitar conductas agresivas es enseñarles mejores maneras de conseguir lo que quieren.
El comportamiento agresivo no se hereda, se aprende. Los niños y niñas toman ejemplo de cómo son tratados desde etapas bien tempranas e imitando los comportamientos de quienes son sus modelos: padres, madres, maestros, maestras, hermanos, hermanas, personajes de juegos o televisión. Suelen recurrir a la agresividad si descubren que teniendo actitudes violentas consiguen lo que quieren o visualizan que es una práctica repetida en sus entornos inmediatos.
Niños que muerden, pegan, arañan a otros o a sí mismos, niños que lanzan objetos o amenazan con romperlos. Escenas que a los ojos de los adultos pueden parecer desgarradoras, fuera de lugar.
La agresividad asusta porque incluye acciones que nunca querríamos experimentar, y mucho menos observar en nuestro(s) hijo(s) y/o educandos. Un niño o una niña con un comportamiento aparentemente violento será identificado muy fácilmente con la etiqueta de «el que pega». Entre otras cosas, esto también podría significar aislar al afectado del grupo precisamente porque su comportamiento no es socialmente aceptable.
Lo que es importante razonar como adultos es que, en primer lugar, los niños no son agresivos ni violentos por naturaleza. Por debajo de los 7 años, es prácticamente imposible que un niño o una niña se mueva para hacer daño a otra persona. La naturaleza humana no funciona así. Detrás de todo comportamiento agresivo hay una motivación distinta del «deseo de hacer daño». Esto siempre es así.
La gran diferencia entre agresión y violencia es la intención; para que una acción se considere violenta debe contener la voluntad de provocar un mal y, como ya se ha mencionado, el cerebro humano infantil no está predispuesto a este tipo de razonamiento.
Socialmente, se considera que un niño que se comporta de forma agresiva entre los 12-24 meses de edad está en consonancia con la siología del desarrollo, mientras que, superada la etapa de autodeterminación (lo que comúnmente se etiqueta como los «terribles dos»), morder, pellizcar o abofetear se prohíben al instante y, en algunos casos, incluso se consideran indicativos de malestar conductual.
Pero, ¿por qué un niño (aunque también podríamos añadir un adulto) lucha con el autocontrol?
Mantener la calma depende esencialmente de dos factores:
1. 1. El desarrollo del cerebro;
2. La comprensión de las normas sociales.
Anatómicamente, existen zonas en nuestro cerebro dedicadas al control y la regulación emocional. La corteza cerebral prefrontal sustenta la actividad cognitiva, el comportamiento y las respuestas emocionales del sujeto; la amígdala (La amígdala es un conjunto de neuronas que forman parte del sistema límbico y se localizan en la profundidad de los lóbulos temporales), por su parte, es una formación anatómica que ejerce un control sobre el comportamiento instintivo y se ocupa de preservar los recuerdos emocionales, al tiempo que evalúa la intensidad de las situaciones. Estas dos zonas trabajan en sinergia gestionando nuestras emociones y modulando nuestras reacciones ante lo que ocurre.
Dentro del sistema nervioso también encontramos circuitos inhibitorios que tienen la tarea de controlar y detener nuestros impulsos. Y es a través de ellos como podemos ejercitar y entrenar nuestra capacidad de regulación instintiva.
Aunque nuestro organismo está predispuesto a poder actuar de forma controlada, tranquila y segura, esta capacidad no es innata y, además de necesitar mucho ejercicio, también requiere una madurez de las estructuras internas que ciertamente está ausente en los primeros años de vida. Pensemos que el desarrollo de la corteza cerebral termina entre los 20 y los 25 años.
Por tanto, no debe sorprendernos que a los niños les resulte realmente dificultoso restringir todo comportamiento que esté bajo la guía del instinto y el impulso.
Mantener la calma también depende de la comprensión de las reglas sociales y muy pocos niños menores de 5/6 años tienen una comprensión clara de lo que está bien y mal hacer en contextos sociales. Sobre todo cuando los niños están muy excitados (por ejemplo, cuando viven situaciones con compañeros o se encuentran en entornos que experimentan poco, o se enfrentan a algo nuevo, etc.), les cuesta tener una comprensión clara de cuál es el «contenedor de la acción», es decir, cuáles son todos esos límites que denen lo que está bien y lo que está mal hacer.
Un niño «agresivo» es un niño enojado. El enojo no es en absoluto una emoción que deba reprimirse. Cuando un niño se enoja porque no puede tener algo, su emoción le permite recuperar el equilibrio, sin el cual no es posible entrar en la fase de aceptación de la frustración.
El enojo tiene una función defensiva (del yo, del propio espacio, de las propias cosas) y da fuerza para defenderse, para decir no. Lo contrario de esta emoción suele ser sentirse víctima e impotente.
Si pensamos en los primeros momentos en los que un ser humano siente ira, comprendemos inmediatamente lo importante que es esta emoción: un niño recién nacido que siente dolor de estómago, que tiene hambre, que desearía tener un adulto a su lado, experimenta su primera ira y esto le permite desencadenar una reacción tal que el adulto comprende que algo va mal.
La ira se transforma, ya de niño, en una comunicación fuerte y clara; es una señal viva y activa de lo que sentimos y con los años, cuando el propio cerebro se vuelve más capaz y está más preparado para manejar la emocionalidad, puede convertirse en una verdadera herramienta, una oportunidad para vivir mejor.
Pegar, morder, empujar, lanzar objetos son comportamientos disfuncionales que siempre tienen una causa profunda (puede que no sea evidente pero está ahí, siempre).
Lo que nos puede ayudar y dar respuestas es la observación; pensar dónde está nuestro hijo, pensar en el entorno en el que se encuentra, si está ordenado o lleno de cosas, lleno de colores y estímulos sensoriales, o es un espacio armonioso y sereno?
¿Hay otros niños presentes? ¿Qué tipo de actividades está realizando?
Justo antes de que se desencadene la reacción emocional, ¿parecía tranquilo o daba señales de malestar?
Y nosotros, como adultos, ¿cómo reaccionamos? ¿mantener la calma?
A veces ocurre que el mayor problema en las reacciones agresivas de los niños somos nosotros, los adultos. Ante emociones fuertes expresadas con convicción, es necesario un enfoque tranquilo y acogedor, de lo contrario nosotros mismos desencadenamos un círculo vicioso por el que ninguno de los dos favorecerá el descenso de la energía, de la propia ira.
El adulto tiene el deber de proporcionar facilitación porque, de los dos, es sin duda el individuo con las habilidades más racionales, capaz de canalizar la emoción hacia una resolución.
Para facilitar la gestión emocional, necesitamos saber qué es lo que agita a nuestros hijos o alumnos, qué favorece la aparición de una reacción agresiva.
Algunos indicios:
- Hambre o sed, cansancio;
- Entorno excesivamente estimulante (hiperestimulación);
- Entorno excesivamente ruidoso;
- Necesidad de proteger sus pertenencias;
- Sentido distorsionado del juego (algunos niños pueden tomar el morder o pellizcar como un modo lúdico de interacción y no entender que es inoportuno para el otro);
- Necesidad de relajación.
Antes hemos mencionado que es absolutamente necesario entrenar el cerebro para mejorar nuestras habilidades emocionales, pero ¿cómo podemos utilizar la corteza cerebral para mantenerla viva y lista para actuar? Examinemos algunas ideas:
- Juegos de roles (dramatizar determinadas situaciones puede ser un verdadero ejercicio para aprender qué es mejor decir/hacer);
- Elecciones y sus consecuencias (a lo largo del día, ¿cuántas veces sustituimos a nuestro(s) hijo(s)o alumnos en sus pequeñas decisiones a tomar y cuánto espacio dejamos para sus ideas?
- ¿Les preguntamos qué piensan?;
- En situaciones difíciles, en lugar de dar la solución, buscamos la manera de remediarlas.
Cuando la ira se apodera de nosotros y las reacciones son desproporcionadas, el adulto se convierte en guía y puede canalizar realmente la energía emocional hacia un proceso constructivo.
Primero respiremos y busquemos nuestra propia quietud, será esencial para gestionar el fuerte impulso presente en la otra persona. Busquemos la conexión con la emocionalidad de nuestro hijo o alumno y mostrémonos comprensivos; sólo cuando hayamos logrado un estado de calma deniremos las causas y consecuencias de lo sucedido y juntos facilitaremos la búsqueda de una solución.
Ser padres o maestros es un reto diario para desarrollar cada vez más habilidades que puedan transmitir mensajes importantes para los adultos del mañana; no podemos pensar en buscar la perfección, sino que es mucho más importante dar ejemplo de una gestión sana del error y en este caso de las reacciones emocionales que no queremos ver en nuestro(s) hijo(s), en nuestros alumnos.