"Posverdad, posmentira: los medios en la era de las redes"

Reproducimos el artículo de Julio Villalonga, periodista, maestro de periodistas y escritor fallecido recientemente a los 63 años. Este artículo fue el eje de la exposición del autor ante la asamblea pública en la que este martes se hizo cargo del sitial Nº 37, "Natalio Botana", de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.

Julio Villalonga

Según la definición oficial del diccionario de la Real Academia Española (DRAE), que la incorporó hace muy poco, "posverdad" remite a cuando "las aseveraciones dejan de basarse en hechos objetivos para apelar a las emociones, creencias o deseos del público".


Un largo "hasta siempre" al escritor y periodista Julio Villalonga

En su libro "Psicopolítica" (Herder, 2014), el filósofo coreano Buyng-Chul Han advierte que la aceleración de la comunicación, una característica de nuestro tiempo, "favorece su emocionalización" porque la racionalidad es "más lenta que la emocionalidad". Este autor es lapidario: ese impulso acelerador "lleva a la dictadura de la emoción".

Estos dos aspectos, posverdad y emocionalización, le dan curso a este trabajo.

La definición del diccionario es bastante exacta pero obliga a explicar un proceso que se inició hace varias décadas y no termina en lo que vemos hoy, una "dictadura de la emoción" de diseño.

La televisión, en los cincuenta, fue el primer fenómeno comunicacional de masas, de mayor amplitud incluso que la radio y el cine, sus antecesores más inmediatos.

La "caja boba" transformó a la industria de la comunicación, primero, y a la de las telecomunicaciones más tarde.

La imagen del hombre en la Luna, en 1969, significó un hito para la Humanidad en varios sentidos. Para los medios, lo fue doblemente: por el salto tecnológico que supuso y porque lanzó a las industrias de las noticias y del entretenimiento hacia un nuevo nivel que determinaría la vida de los seres humanos de un modo sin precedentes. Y aún estamos hablando de la era "pre-digital".

La universalización de la televisión, a su vez, condujo a un cambio de paradigma en la comunicación. La inmediatez y la profusión de la información obligaron a producir nuevos códigos, un nuevo lenguaje, con más llegada pero con menos profundidad.

La TV y su alcance, su rating, arrastraron a los demás medios. La radio comenzó a seguir la agenda televisiva, las revistas ampliaron el eco de esos contenidos y los diarios se "arrevistaron". La imagen comenzaba a ser más importante que el texto. Hace veinte años, cuando ingresé a la redacción de la revista "Noticias" como editor de Economía, me sorprendió el siguiente axioma: la imagen es igual de importante que el texto. Yo venía de muchos años de trabajar en agencias de noticias en las que los datos, las noticias duras, no tenían competidores.

Como decía, las imágenes empezaron a tener al menos la misma importancia que los textos. Competir con la TV, que se metía en el living de la mayoría de las casas, comenzaba a exigir un enorme esfuerzo de mimetización. El marketing, que ya era una herramienta clave para motorizar el consumo, tuvo un rol importante en la reconversión de los medios, el vehículo natural de los productos que se buscaba vencer.

En marketing se conoce como "emotional design" al sistema que modela emociones, que configura modelos emocionales para llevar al extremo el consumismo. Así, hace tiempo que no consumimos cosas, consumimos emociones. Las cosas no se pueden consumir de manera infinita, las emociones sí.

Hasta el management dejó de ser racional para pasar a ser emocional.

A finales de los noventa, una agencia de publicidad con sede en Londres predijo que en quince años las nacientes redes sociales serían el canal por excelencia de las sociedades para informarse. Y los medios tradicionales (TV, radio y medios gráficos, entre otros) retendrían apenas al 5 por ciento de las audiencias. La mira estaba puesta en el 2015 y la proyección se cumplió, en gran medida, pero me parece necesario aclarar algunas cosas.

Informarse o enterarse. El informe de la agencia londinense (JWT) hablaba de informarse en un sentido muy amplio. Se refería a "estar al tanto", lo que claramente no es lo mismo que estar informado. Compartir un estado de ánimo, un chisme del club o el estado del tiempo, además de "selfies", o dar a conocer una opinión sobre casi cualquier cosa, no alcanza la categoría de información.

Para estar informado existen algunas precondiciones: poder comprender lo que se ve, lo que escucha y lo que se lee son las más básicas. Y otra previa, no menor, es la educación. Ya volveré sobre esto.

Decía, JWT se refería a cada una de las maneras de comunicar y a la suma de todas ellas, que da como resultado un nuevo formato, el multimedial, en el que vemos y escuchamos, casi no leemos.

La preeminencia de las imágenes sobre otras formas de comunicación garantiza un alcance masivo que las demás nunca podrían conseguir. No hacen falta textos, no hacen falta alfabetos. Las imágenes son signos universales. Sin embargo, también esto significa una pauperización del acto comunicativo: las imágenes pueden encerrar verdades pero no conceptos. La construcción de una buena historia con imágenes puede afectar nuestros sentidos, confundirnos, emocionarnos. De hecho esto pasa todo el tiempo.

Una rama de la Economía, que ha producido algunos premios Nobel, estudia desde hace algunas décadas el comportamiento humano, las expectativas. Está probado que la mayor parte de las decisiones que tomamos (en particular las económicas) no se basan en argumentos puramente racionales. Las emociones influyen mucho incluso en aquellos que se consideran muy racionales. Afectan nuestras decisiones la historia personal, la cultura en la que nos movemos, factores psicológicos, ambientales, los otros. A esta altura, sería milagroso (hablando de percepciones y creencias) que sucediera lo contrario, que la mayoría de nuestras decisiones fueran racionales. Bien, los medios amplían la resonancia de esas emociones. Un análisis desapasionado, que tienda a la racionalidad, puede encontrarse en pocos sitios, para pocos, para élites intelectuales, económicas o políticas, por lo que la distancia entre "los que pueden razonar" (insisto, aquellos que "a priori" están en mejores condiciones) y los que no, ha ido aumentando en forma exponencial. A esta altura podría decirse que vivimos en un mundo donde la razón no tiene rating.

Como vaticinó hace cuatro décadas el sociólogo estadounidense Alvin Toffler, vivimos en islas de prosperidad rodeados de mares de pobreza. Esta visión de la economía (apocalíptica para unos, descriptiva para otros) puede extenderse a la cultura de masas, que la reproduce. Es la cultura en la que estamos inmersos y en la que vivirán nuestros hijos y nietos.

Los medios, decía, reflejan esta situación y la multiplican hasta el paroxismo. Y crean a su vez otras realidades, como un caleidoscopio. Hace unos años, en el control de un noticiero de TV, a la hora del llamado "prime time", viví una experiencia intransferible. El director miraba, poseso, el llamado "minuto a minuto" (un soft que mide el rating) mientras que en las pantallas una señora humilde lloraba ante un movilero, que estiraba la entrevista todo lo que podía porque, a los gritos, se lo pedían desde el propio canal. La nota era policial, le habían matado a un hijo y medía muy bien, tenía un buen rating. La entrevista duró más de 20 minutos, hasta que el rating comenzó a caer. Recién ahí le dieron paso a las noticias: el acuerdo de entonces con el FMI, la cotización del dólar, un atentado en Bagdad o la inauguración de una ruta.

Hay una discusión que en los medios masivos casi nunca se da: es sobre su rol en la sociedad. O, para plantearlo de un modo más concreto, sobre cuál es la proporción que deberían dar de información y entretenimiento. Este debate se dio en Europa hace algunas décadas y por eso existe un mayor control sobre los contenidos de los medios. E incluso, hay una menor oferta de medios audiovisuales: si el modelo estadounidense garantiza cientos de señales de TV -ahora encima potenciadas por las redes-, el europeo apenas exhibe una decena y, de ellas, por regulación una parte deben ser culturales no comerciales. Este esquema se ha ido desvirtuando con el tiempo, pero las producciones europeas siguen teniendo mucho menos espacio en el resto del mundo que las originadas en Estados Unidos, donde la industria entrega, más allá de sus "tanques" cinematográficos y sus precuelas y secuelas mercadotécnicas, un producto conocido como "infotainment": información + entretenimiento. Las noticias son "stories", cosas que le pasan a seres de carne y hueso (algo muy parecido a la definición de cine: una historia que le pasa a alguien). No hay contexto, no hay un pasado o un porvenir. Importa lo que ocurre ahora. Y cómo nos afecta como seres individuales.

Algunos hablan de intoxicación, pero otro fenómeno de la comunicación de masas es una precondición de éste. Los grupos de medios se han ido consolidando: peces grandes comiéndose a medianos y pequeños para atender a todos los públicos. Esto en cuanto a los contenidos, pero además han avanzado comprando las cadenas de distribución y, más recientemente, comprando o fusionándose con las grandes empresas de telecomunicaciones. Se trata de ofrecer el "summum" del consumo comunicacional, lo que se llama "cuádruple play": un mismo proveedor o consorcio de proveedores da los servicios y contenidos audiovisuales de telefonía fija, banda ancha y televisión, junto con la oferta de servicios de telefonía e internet móviles. Para estar "informado" hay que estar "conectado", no hay opción. Y para lograrlo, los proveedores son cada vez menos y más poderosos.

La pseudodemocratización. Al comienzo de la revolución digital se apoderó de muchos la fantasía de que la globalización de las redes sociales le daría a casi todo el mundo la posibilidad de comunicarse. Incluso Apple o Microsoft basaban sus publicidades en esa ilusión: el primer slogan de la empresa de Steve Jobs era: "Dinos, ¿adónde quieres ir hoy?". Ofrecían una libertad sin límites.

En 1984, Apple convocaba a sus potenciales clientes, en el entretiempo del Super Bowl, a dar por tierra con el "otro" "1984", el de George Orwell, aquel en el que operaba el ministerio de la Verdad.

Debo decir que los medios en la era de las redes sociales se desenvuelven, como pueden, en este nuevo ecosistema comunicacional, atravesado por la más clara confusión.

Volviendo al equívoco original entre "informados" y "enterados", y dejando a un lado la borrasca de las redes (las "shit storms", literalmente "tormentas de mierda", que se producen a diario en ellas), es pertinente introducir aquí una emoción clave que impide tomar contacto con lo que realmente ocurre, que es la indignación.

No podemos entender los procesos sociales, entre tantos el de la comunicación, sin entender el sustrato en el que se desarrollan: un ambiente de colectivos profundamente indignados.

Las redes son a la vez catalizador y sedimento de ese enojo social, producto de la falta de opciones verdaderas de cambio social entre la oferta política, y el desencanto por la estratificación de nuestras sociedades, sin ninguna posibilidad casi de ascenso económico.

Nuevamente vamos a recurrir a Orwell, que en 1949 -poco después de la enormemente traumática Segunda Guerra Mundial y a comienzos de la Guerra Fría-, con lacerante lucidez escribió sobre una sociedad autoritaria gobernada por el "Big Brother".

En "1984", sus ciudadanos obligadamente debían dedicar "dos minutos de odio" a Emmanuel Golsdtein, el rebelde que luchaba en la clandestinidad contra el sistema. Cualquier coincidencia con nuestra realidad no es pura coincidencia.

No somos originales: los "talk shows" no fueron inventados en Argentina, aunque aquí se les agregue el indispensable folclore local, caracterizado por la intolerancia vernácula. Sucede que los formatos hoy más que nunca definen un modo de ser social. Se retroalimentan: mal que nos pese, en gran medida reproducen las características de nuestro ambiente. Regurgitan y devuelven adefesios -formatos o personajes- en los que nos podemos reconocer y por eso mismo nos resultan insoportables.

Ver televisión antes de los noticieros nos puede acercar a esos "dos minutos de odio" diarios, esos que se destilan luego en las redes multiplicando opiniones sin argumentos, insultos, chicanas y vulgarizaciones diversas. Sin embargo, pudiera establecerse un promedio de la cultura de una sociedad dada, con recortes arriba y abajo de la pirámide como en una encuesta, veríamos que la televisión responde a esa media.

Pero tanto la televisión como las redes que la replican -para luego, como en un segundo estómago vacuno, reciclarla nuevamente- en rigor representan a una minoría, a un público marginal, aunque muy ruidoso. De hecho, el rating conjunto de radio, TV y redes en sus "prime time" ronda los 2,5 millones de espectadores/tuiteros/facebookeros, sobre un total de 45 millones de habitantes. Pero se desgañitan cuando el resto permanece en silencio, mascullando su bronca, buscando -hasta ahora sin encontrar- alternativas antisistémicas.

Se trata de un círculo ampliado del "rojo", que tanto se menciona, que ocupa un lugar desproporcionado en el inconsciente colectivo gracias a que los medios más contundentes construyen la agenda social. Y los medios más contundentes lo son porque dominan de manera horizontal las industrias, la de la información y la del entretenimiento, como relatamos.

Según el filósofo coreano que cité al comienzo, a diferencia del modelo de control estatal de la posguerra, hoy "la transparencia y la comunicación reemplazan a la verdad". En un mundo sin certezas, la única verdad no es la realidad -contrariando a Juan Domingo Perón- sino la emoción. No hay espacio para el análisis, para la conceptualización, para la comparación, para el contexto. Una nueva religiosidad basada en la exaltación del yo y de lo que se siente ha ganado espacio hasta reducir a un coto para muy pocos la razón y el pensamiento.

Los medios de comunicación y sus "cotorras", las redes, no existen para que más gente pueda expresarse. Muchos de ellos jamás habrían tenido público. "Twitter y Facebook les dan espacio a legiones de idiotas", sintetizó Umberto Eco. No son un espacio para extender los límites del conocimiento, aunque eso sigue ocurriendo en los ámbitos que corresponde, cada vez menos visibles.

Oscar Wilde decía que el periodismo es un océano de conocimiento de un centímetro de profundidad. La profesión ha tenido tiempos mejores: cuando las investigaciones ponían la lupa en los poderosos llegaron a ocupar un lugar de prestigio en la sociedad. La "financierización" de los grupos mediáticos, la confusión de intereses, echaron a perder buena parte de aquel prestigio. Hoy vemos arrestos, intentos de regresar al origen.

La posverdad, en rigor, debiera llamarse posmentira. Se trata más una manera de ocultar que de mostrar. Un modo de adormecer antes que despabilar, que era aquel objetivo del periodismo primigenio. Lo digo sin melancolía.

Irracionalmente -como corresponde- mantenemos alguna esperanza sobre el futuro de los medios, una parte cada vez más pequeña del proceso de comunicar. Esperamos que prosperen aquellos que decidan volver a las fuentes, a desconfiar del poder, a investigarlo, a ponerlo contra la pared. Siempre sabiendo que la deriva anuncia más derrotas que triunfos. Pero, al fin y al cabo, casi nunca fue distinto.

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