El Nuevo Orden
A continuación, un relato de ficción histórica basado en algunos sucesos del proceso revolucionario de mayo.
La misiva de ultramar había llegado cauta y furtiva, escondida entre las páginas de la edición prohibida del Contrato de Rousseau. Fue presentada en un discreto paquete al Doctor Moreno, por el traficante de licores en el tablado del improvisado puerto. La bomba que traía, anoticiando la acefalía del gobierno central, presentó la excusa perfecta para que el autodenominado Club aceitara el movimiento entre gallos, medianoches, y los primeros fríos otoñales.
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El candil centelleaba formando y reformando una y mil veces las chinescas sombras de los jóvenes reunidos. Atildados, gesticulantes los ademanes bajo las levitas, formulaban los acuerdos y objeciones acalorados. El joven Castelli mantenía un duelo de verborragia con Don Laprida. El párroco Alberti, buho astuto y contemporizador, llamaba a esperar mayores novedades. Más allá, el círculo de hombres cuya charla dirigía el doctor Paso, seseaban en un acriollado castellano el plan de operaciones, envueltos en el áurea densa del humo de los cigarros.
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Las novedades de la reunión nocturna corrieron en susurros por la ciudad con las primeras horas del día. El joven maestro de primeras letras transmitió al jefe del cuartel de la ciudad la orden recibida: las calles del puerto y el acceso a la vieja recova debían ser bloqueados a la señal estipulada, la cual sería enviada a su debido tiempo con el ordenanza del colegio. Sonrisas cómplices y de recíproca satisfacción corrían por los rostros de los dos interlocutores. Años de tareas bajo el más innoble de los tratos y la desvalorización, recibida en sus rostros pardos que evidenciaban la mezcla racial, habían soportado bajo el patronato de los alcaldes del actual virrey.
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El sargento se mordió el labio oculto bajo el desprolijo bigote hasta lastimárselo, al recibir el recado de manos del emisario negro. Apoyó el brazo robusto sobre su escritorio de la oficina del fuerte. Tenía su compromiso asumido. Había sido salvado por el doctor Moreno en la causa que se le abrió por montar en las afueras del pueblo aquella mesa de barajas. El alegato lo había salvado de la horca y debía la vida en ello. Esperó a que la última partida de centinelas a su cargo terminara su rancho y se apostara en las almenas de la fortaleza, y descalzo y silencioso, bajó las tablas de la escalera, hasta el sótano. De allí se llevó consigo las cajas de proyectiles. Las escondió en el carro que debía salir con el alba al ranchón de los suburbios, como se había coordinado, y voló a su catre, sudoroso y agitado, pero libre de su deuda.
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La patada a la mesa con el mate cebado al lado de su poltrona hizo bajar, asustada, la mirada de la china del servicio, que ocultó el rostro entre sus negras trenzas. Cien caballos no era lo acordado, era casi el doble, debería despedir a rebencazos al personero de estos conspiradores, pensó. Sin embargo salió, cortes y con amabilidad renovada, a la fresca y sombría galería, a dar al pedigüeño emisario la afirmativa de su caballar compromiso, pensando en el potencial puesto cabildante que sobrevendría a la pueblada.
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El bordoneo de la guitarra sonaba lacónico en el rancho grande del suburbio, mientras el mate recorría las recias manos. Todo se había precipitado, era ahora o ser izado a la horca. El fuerte, días antes desarmado, tenía ya desbaratada a su guardia y presos a sus oficiales. Sólo restaba bloquear los accesos a la ciudad. Todo esto era una y mil veces repetido por el capitán de los rebeldes a sus lugartenientes, los cuales desfilaban con prisa seguidos de sus hombres, en un farragoso ruido de cascos, al cumplimiento de las órdenes.
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Las primeras luces del alba abrían ese frío día de mayo. La sorpresa fue grande en la casa del virrey cuando sonaron los golpes en el grueso portón. Y más todavía lo fue, que al abrirse el mismo, apareciera, a punta de pistola, la comitiva solicitando la abdicación. Los simultáneos gritos y fogonazos que, en ecos lejanos, llegaban a la colonial fortaleza, pronto disuadieron a la guardia real sobre la vanidad de cualquier resistencia.
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La claridad de la mañana, según recordaba años después algún asistente en sus ya anciana memoria, se tornó una capota de llovizna gris en la plaza principal. Los sucesos atraían a curiosos, indignados, coyunturales interesados y tardíos adeptos. Las casas del cabildo eran un ir y venir de gentes y aspavientos. Por las ventanas del piso bajo se vislumbraban los primeros bosquejos de un nuevo orden.