Por qué Trump no es liberal
La introducción del libro "No, no te equivoques, Trump no es liberal", una refutación de las atribuciones liberales que desde derecha e izquierda se han hecho del nuevo inquilino de la Casa Blanca y en la que se explica por qué Trump es un político populista, proteccionista, machista, autoritario y nacionalista, pero en ningún caso liberal.
¿Es Donald Trump un liberal? Ésta es una de las cuestiones que más polémica creó desde que el multimillonario anunció la candidatura que lo llevó a la presidencia de Estados Unidos. Desde la izquierda se apresuraron en tildarlo como tal, simplemente por su pasado empresarial y por sostener ideas conservadoras. Este juicio atolondrado fue rápidamente contestado por líderes e intelectuales conservadores, algunos de ellos autoproclamados liberales, que han intentado encajar a martillazos a Trump en un molde que sólo existe en su imaginación y para el que éste no da la talla.
Trump, como se argumenta en este libro desde diversos puntos de vista, no es liberal. Él ha resultado ser el aglutinador de frustraciones y aspiraciones muy complejas. Como se ve en este trabajo, hay grandes similitudes entre los votantes de Trump y los partidarios del Brexit en el Reino Unido y del Frente Nacional francés. En este sentido, Trump es uno de los campeones mundiales del proceso que podemos bautizar como «desglobalización», un fenómeno por el cual los llamados perdedores de la globalización han empezado a articularse políticamente y a condicionar los procesos políticos en diferentes países.
El más veterano de los líderes que se han apuntado a esta desglobalización es el autocrático presidente ruso, Vladimir Putin, quien cree en los Estados-nación a la antigua, con fronteras bien definidas, a ser posible ampliables a costa de los vecinos más débiles, donde un poder central materializa la soberanía estatal hasta el último de sus confines. Pero Putin se halla en ese lado de la desglobalización porque su visión del poder tiene una base nacional, no porque los ciudadanos rusos sean genuinas víctimas de este fenómeno. Quienes sí tienen perdedores de este proceso entre sus votantes son Estados Unidos, el Reino Unido y el resto de la Unión Europea. Y es a estos perdedores a los que Trump, Theresa May, Marine Le Pen y otros políticos populistas están reclutando para ganar elecciones.
Frente a la globalización, Donald Trump ofrece como alternativa una receta simple: la conversión de Estados Unidos en una potencia extractiva que gracias a su liderazgo político y militar pueda instalar en el planeta relaciones de señorío y vasallaje con los demás países. Ésta es una política profundamente antiliberal. Y lo es no sólo porque para frenar la globalización hay que destruir dos conquistas del liberalismo que han hecho posible el mundo tal como lo conocemos hoy -la libertad de movimientos de personas y de capitales-, sino porque la idea de una potencia imperial que imponga sin contrapesos sus deseos a las demás naciones es lo más parecido a una dictadura global que se pueda imaginar.
Estas ideas tendrán consecuencias porque, como enseña la Historia, el verbo es la antesala de la acción. Y Trump es descuidado con su retórica y eso puede causar un desaguisado. Resulta llamativo que después de las numerosas bravatas anunciando la construcción de un muro en la frontera con México que pagarían los propios mexicanos, de las amenazas a China para imponerle un arancel del 45 % a sus exportaciones, su Gobierno haya terminado declarándole la guerra comercial a la pacífica Canadá imponiéndole un arancel del 20 % a la madera importada de ese país.
«Esto es más trabajo del que tenía en mi vida anterior. Pensé que sería más fácil», confesó Donald Trump a tres reporteros de la agencia Reuters con motivo de cumplirse los cien días de su toma de posesión como jefe de Estado y de Gobierno de Estados Unidos y casi cinco meses desde su sorprendente victoria electoral frente a Hillary Clinton. «Me gusta conducir y no puedo hacerlo», reveló Trump a los periodistas. También les dijo que se siente dentro de «un capullo», rodeado por una aplastante seguridad que le priva de todo contacto exterior.
Este rapto de sinceridad en un hombre que siempre siente la imperiosa necesidad de mostrarle al mundo que consigue todo lo que quiere, es uno de los pocos signos externos de la sorda batalla que se ha librado en Washington en torno a él. Desde el momento mismo de su victoria electoral, después de presentarse como el enemigo del establishment, de los medios de comunicación, de los servicios secretos y de las universidades, se inició el proceso de domesticación de Trump. Poco a poco, el magnate neoyorquino ha tenido que acostumbrarse no sólo a cumplir los procedimientos que marcan los protocolos de gobierno del Estado, sino a descubrir que incluso en una ciudad de aspecto tan provinciano como Washington residen otros poderes públicos, como el Congreso o el Tribunal Supremo, dispuestos a recordarle que la Casa Blanca no es una tienda de juguetes donde hay barra libre para un chiquillo caprichoso.
En realidad, lo que se ha desarrollado estos meses en Washington es una nueva versión del mito de Pigmalión, y no tanto de la narración clásica -donde Pigmalión, rey de Chipre, esculpía en mármol a Galatea y ésta cobraba vida gracias a una jugarreta de la diosa Afrodita- sino de la variante tejida por el escritor británico George Bernard Shaw y que todo el mundo conoce a través de la película My Fair Lady. Trump es como una moderna Eliza Doolittle, la joven florista callejera con su acento cockney que delata su humilde origen social, mientras que el irascible y altanero profesor Higgins es el establishment norteamericano representado por sus miles de altos funcionarios, desde militares y diplomáticos hasta jueces federales y miembros del Servicio Secreto.
La comparación tiene sus limitaciones. Como queda claro en este libro, Trump no es un outsider de origen humilde, sino un insider, un tipo que se mueve como pez en el agua en el mundo de los negocios. No partió de cero, como le recordó Hillary Clinton en la campaña electoral, sino que empezó con una buena cantidad de millones de dólares que le legó su padre después de que se graduara en la Escuela de Negocios Wharton de la Universidad de Pensilvania. El actual presidente se endureció en los negocios tratando con contratistas siempre dispuestos a pelear el margen de beneficio y se arruinó cuatro veces. Pero quizás la faceta por la que Trump era más conocido entre los norteamericanos era por ser un personaje de la televisión, una estrella del mismo sistema mediático contra el que hizo su campaña electoral. Martín Baron, director de The Washington Post, nos lo recordaba pocos días antes de su toma de posesión el 20 de enero de 2017: «Lo cierto es que él es un personaje de los medios, a lo largo de su carrera ha tenido una relación muy estrecha con gente de los medios y se ha aprovechado de ellos de muchas formas».
Desde que se mudó a la Casa Blanca, Trump no ha dejado de atacar a la prensa, a la que califica de deshonesta. Cuando cumplió cien días de mandato, mientras en Washington se celebraba la tradicional cena de los corresponsales a la que antes asistían los presidentes, Trump se fue a Harrisburg, un pueblo en los Apalaches donde reside el que podría ser su votante robot: blancos pobres, con poca formación, azotados por la crisis económica y penalizados por la globalización. «Un grupo de actores de Hollywood y medios de Washington se están consolando unos a otros en un salón de baile de un hotel de nuestra capital ahora mismo - dijo Trump a su público, que abucheaba a los actores y periodistas-. Si el trabajo de los medios de comunicación es ser honesto y decir la verdad, los medios merecen un suspenso muy, muy gordo.»
Cuando Trump ataca a los medios de comunicación no hace más que dar rienda suelta a su temperamento visceral. De la misma manera que cuando se pone a tuitear amenazas contra Corea del Norte o a dar órdenes a los empresarios que planean deslocalizar sus empresas. No hay nada racional en ello, salvo la constatación -descubierta por su asesor Stephen Bannon- de que esta forma de ser, testeada hasta el cansancio en los reality shows como The Apprentice, conecta con un vasto sector del público norteamericano que se identifica con su estilo y con sus mensajes. Los norteamericanos no toleran la incompetencia, pero sí respetan el carácter y ésa quizá sea la clave por la que a Trump se le han llegado a perdonar auténticas barbaridades, como sus referencias privadas a la forma en que hay que tratar a las mujeres, que en un político tradicional habrían supuesto el fin de su carrera.
Esta obra está estructurada en diez partes, incluida esta Introducción, con el fin de poner de manifiesto que lo que hemos visto hasta ahora de Donald Trump ni por asomo puede ser asimilado con la actuación de un político liberal. Desde el punto de vista de los valores e ideas, el economista Lorenzo Bernaldo de Quirós ha analizado el corpus ideológico de Trump y sus principales asesores y lo que significa el trumpismo en el debate político estadounidense. Se remonta a las ideas de los Padres Fundadores y analiza las corrientes populistas norteamericanas que como «Guadianas» aparecen y desaparecen en la política de ese país. Advierte Bernaldo de Quirós de que la principal característica del trumpismo no es su antiizquierdismo ni sus tics totalitarios, «sino su concepción orgánica de la estructura social que confiere a las masas que le siguen un sentido identitario ("los olvidados", "America first"), representado por un dirigente fuerte, personificación de la nación». Trump encarna un proyecto iliberal inédito en Estados Unidos que hace que, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, el futuro de la libertad en el mundo se juegue hoy más dentro de las fronteras estadounidenses que fuera de ellas.
Juan Ramón Rallo, doctor en Economía, analiza la política económica de Trump para concluir que se trata de un nacionalista económico de manual. Trump rompe con la tradición globalizadora de los últimos presidentes norteamericanos para subordinar el comercio internacional al interés de la nación. Esto, como subraya Rallo, no es más que someter el comercio a los intereses de determinados grupos de presión cercanos al nuevo establishment. Uno de los aspectos más llamativos de este capítulo es cómo desmantela uno de los mitos del trumpismo: que el libre comercio ha destruido el empleo manufacturero en Estados Unidos. El porcentaje del empleo manufacturero sobre el total del empleo ha pasado del 30 % en 1950 al 8,55 % en la actualidad. Sin embargo, cuando comenzó a aplicarse el acuerdo NAFTA con México y Canadá, cuya renegociación Trump ha convertido en uno de sus objetivos políticos, dicho empleo manufacturero ya representaba sólo el 15 %, y cuando China entró en la Organización Mundial del Comercio, otro hito que Trump ha estigmatizado, ya se hallaba por debajo del 12,5 %.
Rallo analiza también la supuesta bajada de impuestos propuesta por Trump que está por ver que reciba el apoyo legislativo necesario. La reducción tiene trampa porque no va acompañada de un recorte importante del gasto público, lo que conducirá a un déficit que deberá ser financiado con deuda pública. De esta forma, Trump lo único que hace es ahorrar a los contribuyentes actuales lo que tendrán que pagar mañana sus hijos o sus nietos, es decir, los impuestos simplemente se aplazan una generación o dos.
Luis Torras, economista y consultor, se encarga de analizar las relaciones de Trump con el poder legislativo y nos descubre una realidad chocante: el país con una de las democracias mejor engrasadas del planeta no es inmune al envilecimiento de su arquitectura institucional. El autor señala dos factores como los responsables del deterioro: la burbuja legislativa que ha debilitado el contrapeso de los poderes periféricos frente al Gobierno federal y del ejecutivo frente al legislativo, y la burbuja de deuda que también ha favorecido la posición del presidente respecto del Congreso.
El diplomático Jorge Dezcallar, primer director del Centro Nacional de Inteligencia y exembajador en Estados Unidos, vierte su profundo conocimiento de la situación internacional en el capítulo 5 para analizar la política exterior de Trump. Dezcallar nos descubre algunas cuestiones trascendentales: una es la política de la imprevisibilidad de Trump, un presidente que cree que la sorpresa es necesaria en la acción exterior, cuando la experiencia asocia esta actitud con gobernantes agresivos que pueden tornarse en agresores. En ese sentido, resulta llamativa la nueva doctrina nuclear de Trump que rompe con la tradición norteamericana de garantizar a todos los actores internacionales que Estados Unidos no será el primero en emplear el arma atómica.
El área que abarca el análisis de Dezcallar, sin embargo, es de las primeras donde se ha notado el proceso de maduración y cambio de la presidencia de Trump. La salida de su asesor Stephen Bannon del Consejo de Seguridad Nacional, donde la inclusión de un personaje tan atrabiliario equivalía a meter un pulpo en un garaje, es una victoria para el establishment militar como lo son los ataques de represalia lanzados en Siria y Afganistán con el fin de demostrar que el músculo militar de la primera potencia mundial no se ha oxidado. El campo geoestratégico ha sido el primero en el que el profesor Higgins ha conseguido que Trump-Doolittle empiece a pulir su acento cockney y deje de interpretar en clave aislacionista el mensaje de «America first». A esta victoria de los militares ha contribuido también la difícil posición en la que se encontraba Trump tras las revelaciones sobre los numerosos contactos de gente de su estricta confianza con el entorno del líder ruso Vladimir Putin. A Trump le venía bien distanciarse de Rusia, elevando la tensión con Moscú en el plano internacional, para acallar los crecientes rumores de que su candidatura contó con la invaluable ayuda de piratas informáticos rusos que hackearon las cuentas del Partido Demócrata y filtraron correos que dañaron la campaña de Hillary Clinton.
Ian Vásquez, graduado de la Universidad de Northwestern con un master en la Universidad Johns Hopkins y actual director del Centro para la Libertad Global y la Prosperidad del Cato Institute, desarrolla en el capítulo 6 un sólido argumentario que denuncia lo equivocadas que son las políticas de Trump respecto a la inmigración y a los inmigrantes. Con una batería de estudios empíricos que desmontan los mitos que el actual presidente propagó con éxito durante su campaña electoral, Vásquez no sólo prueba que la construcción del muro con México es económicamente inviable, sino que es perjudicial para el desarrollo del país. Trump y sus ideas sobre la inmigración están muy lejos de la propuesta liberal que aboga por una mayor libertad de mo¬vimientos, legalizando los flujos de trabajadores para reducir el tamaño del actual mercado informal que han creado unas leyes fracasadas. La liberalización de las migraciones es consistente con los principios liberales sobre los que se fundó Estados Unidos y permitiría que la economía se beneficiara del aumento de la productividad que implicaría la formalización.
La profesora María Blanco, doctora en Economía, se ha hecho cargo de analizar la relación de Trump con las mujeres. Al día siguiente de su toma de posesión, 5 millones de mujeres se manifestaron en las principales capitales del planeta contra Trump porque se sintieron humilladas y ofendidas por sus actitudes machistas. Blanco sostiene que Trump es un conservador sui géneris, y muchos de esos rasgos calificados de machistas son parte de ese carácter conservador. Sin embargo, también es interesante observar a Trump desde la perspectiva de las mujeres que lo rodean, su madre Mary Ann, su abuela paterna Elizabeth, su hija mayor Ivanka, que es la mujer a la que más poder ha concedido en la Casa Blanca, muy por delante de su fiel Kellyanne Conway, su directora de campaña.
«La América que votó a Trump» es un sólido capítulo escrito por María Gómez Agustín, economista y colaboradora del diario ABC. Es uno de los retratos más acabados que se puede leer sobre quiénes votaron a Donald Trump, sus aspiraciones y frustraciones. El análisis de Gómez Agustín desvela una de las claves más importantes de lo que ha pasado en la sociedad norteamericana tras la crisis financiera de 2008: las bases del descontento del hombre blanco. Pese a que Estados Unidos ha recuperado todo el empleo destruido con la crisis, esos empleos no han vuelto a quienes los tenían originalmente. Este capítulo demuestra cómo los hispanos, que constituyen menos del 15 % de la fuerza laboral de Estados Unidos se han hecho con la mitad de los nuevos empleos creados bajo la administración de Barack Obama, mientras que los norteamericanos blancos situados entre los veinticinco y los cincuenta y cuatro años han perdido 6,5 millones de empleos netos.
El economista Toni Roldán Monés, diputado de Ciudadanos, desmenuza en el capítulo 9 la particular relación de Trump con el liberalismo económico. El magnate es considerado por los académicos norteamericanos como uno de los representantes más singulares del llamado capitalismo de amiguetes, en el cual también se incluye habitualmente al millonario mexicano Carlos Slim. Roldán emplea una categorización ideada por el profesor de la Universidad de Chicago Luigi Zingales para sostener que Trump es probusiness, pero no promercado y por lo tanto es contrario a favorecer las condiciones que permitan a los emprendedores competir «en igualdad de condiciones y sin favoritismos».
Por último, la politóloga y periodista Aurora Nacarino-Brabo retrata la historia de amor y odio entre Trump y los medios de comunicación. Para Nacarino, Trump ha sabido valerse de las herramientas del populismo para alzarse con la presidencia de Estados Unidos, pero además ejerce el poder de una manera singular, del mismo modo en que se ejerce la labor de oposición. Esto desvirtúa el principio liberal de resistencia al poder.
Es posible que el profesor Higgins que configura el poder establecido en Washington y las demás agencias del Gobierno federal consigan domesticar a Donald Trump y hacer que su presidencia se ajuste formalmente a la cultura política de Estados Unidos, pero lo que no podrán hacer es inocularle de forma coherente las ideas liberales. El acento cockney que el profesor Higgins tiene que pulir no obedece a una carencia formativa de Trump, sino a una arista de su carácter. Que el establishment logre desbastar los excesos que siguen caracterizando a Trump no significa que éste vaya a convertirse de la noche a la mañana en un gobernante liberal.
John Müller, coordinador de la obra.