Vivimos en una sociedad que escucha poco, o no sabe escuchar
El Prof. José Jorge Chade reflexiona sobre la necesidad de que quien hable, sea escuchado y quien escuche, comprenda.
Ya sea en la familia, en el trabajo o en la televisión, la vida cotidiana es un ir y venir de monólogos. Pero podemos salir de él. En parte gracias a la filosofía.
Somos una sociedad de personas que hablan demasiado y escuchan poco o casi nunca. Esto es cada vez más evidente, tanto en el escenario de la comunicación pública como en las relaciones cotidianas entre las personas. No sabemos ni queremos escuchar a los demás: no respondemos a las preguntas, las interrumpimos sólo para tomar la palabra y mantenerla el mayor tiempo posible.
Se diría que sólo nos escuchamos a nosotros mismos mientras hablamos, pero esto tampoco sucede porque, si realmente nos escucháramos, tendríamos cada vez más una perplejidad razonable o algunas dudas. Aparece, entonces, una secuencia de monólogos, fuera de control, entre interlocutores que casi nunca son interlocutores, en definitiva entre sordos (sin déficit orgánico).
No es tan difícil, explicar una situación de este tipo, la vivimos cotidianamente y si tenemos en cuenta el deseo imperante de ejercer con la palabra ese poder que hoy es el bien más codiciado y que convertimos en una forma de arrogancia y abuso de poder en algunos casos. Basta con encender la televisión, actualmente plagada de programas de entrevistas que son una muestra ejemplar de la sociedad de la prevaricación discursiva en la que vivimos.
Necesitamos justamente comprender qué puede significar «escuchar», qué requiere este gesto, qué condiciones debe cumplir para ser verdadero. Coen explica que en su «Zaratustra», Nietzsche presentaba a sus contemporáneos como seres dotados de un enorme oído, hombres deformes que se habían transformado en este único órgano del sentido, pero que al final ya no oyen nada. Hoy, nuestra deformidad no es tanto que nos hayamos vuelto todo oído, tal vez nos estamos convirtiendo en un gran ojo dotado de auriculares.
Posteriormente, continúa Coen, otro filósofo, Heidegger, nos solicitó «escuchar el lenguaje» como si quisiéramos percibir en él, y especialmente en la poesía, la lejanía de voces ocultas, sólo susurradas. Esta doble exhortación filosófica -no dejar que todo entre en nuestro oídos, no permitiendo que nuestra vista pretenda ver el fondo de las cosas- puede servirnos de advertencia: podemos traducirlo en un paradójico «mirar escuchando», es decir, en un insólito ejercicio que nos permitiría aflojar la «metafísica del ver» (llamémosla así), no una escucha de orígenes inefables ahora fraguada, tanto como una posible laceración de la pantalla(TV, tablet, celular, etc.) a la que parecemos encadenados. La escucha que hemos perdido quedaría así, tal vez, como un potencial residual, una posibilidad aún no completamente extinguida.
Sería esencial comprender, permaneciendo en la práctica cotidiana de cada uno de nosotros, qué implica el saber escuchar, qué cambios de nosotros mismos requiere. El lugar de experimentación es la relación con el «otro». Este «otro» puede ser cualquiera, el que encontramos fuera de casa en las relaciones normales de la vida o por casualidad, o simplemente al que escuchamos por teléfono: puede ser un amigo, alguien que vive al lado de casa, una presencia constante, pero también alguien a quien no conocemos, un extraño con el que nos tropezamos.
La filosofía contemporánea, al menos una parte significativa de ella, ha insistido en la importancia y la dificultad del encuentro con el otro, desde Lévinas hasta Derrida (y su escuela, en particular aquella de Nancy), por citar sólo a dos.
Ni siquiera hacen falta palabras para que se produzca una sintonía, basta con una actitud de apertura, y el silencio es a menudo más adecuado que muchas palabras para producirla, como bien saben quienes ejercen la profesión docente, por ejemplo. Esto ocurre en todas las prácticas en las que el encuentro con el otro es la apuesta del éxito o del fracaso. Se puede gritar «¡escúchame o escuchen!!». O creer que mantener la disciplina en clase, de forma más o menos autoritaria, es la condición previa para que se produzca la escucha. Pero entonces, a menudo, no hay escucha y las palabras del profesor pasan por encima de los alumnos o, en el mejor de los casos, son decantadas, en sus notas.
Para que la escucha tenga lugar, es necesario, por tanto, poner en práctica algo poco habitual en la sociedad actual: debemos conseguir excavar una especie de vacío en nosotros mismos, procurarnos un espacio mental (y también físico) a través del cual la llamada hospitalidad -en sí misma, un tema muy trillado e igualmente desatendido en el pensamiento actual- deje de ser un mero flatus vocis(conversaciones sin importancia o con poca consistencia) y se convierta en la posibilidad concreta de escuchar al otro.
Es verdad, me dirán, pero quién asume esa "responsabilidad". Los ritmos y modos de una vida cotidiana convulsionada, la aceleración constante a la que nos hemos empujado, nos mandan en la dirección contraria. Si escuchar es tan complicado, para qué escuchar entonces. Y así seguimos hablando y hablando ante pequeñas o grandes audiencias de sordos, y al final nosotros mismos nos quedamos sordos. Entonces...por lo menos hagamos el esfuerzo de escuchar lo que decimos.
FUENTE: Emanuele Coen , Giornale L'Espresso, Milán, Italia, 2025 (Coen es un periodista y escritor italiano que forma parte de la redacción de Cultura del semanario L'Espresso.)