La ciudad de los chicos: un caos encantador
Hay una suelta de niños por toda la ciudad. Corren, se caen, se levantan y siguen corriendo. Juegan, saltan, lloran y gritan, pero todo está permitido en estas dos semanas de vacaciones de invierno.
Son quince días en los que la ciudad se transforma en un territorio habitado por grupos familiares. En cada cuadra hay, al menos, un adulto caminando con un niño de la mano. Los vemos por todas partes: sentados en una parada de colectivo, jugando en una plaza o desbordando de energía por las veredas del centro. Llenan el paisaje urbano de colores: gorros tejidos en rosa, bufandas verdes, buzos con joysticks dibujados, camperas de tonos estridentes. Una especie de fauna efervescente.
La ciudad cambia sin pedir permiso. El sonido habitual se reemplaza por un bullicio particular: el llanto caprichoso de un niño aferrado a un poste con la firme intención de no soltarse hasta lograr su cometido. Zonas liberadas para berrinches a plena luz del día.
Están por todos lados. A la vuelta de la esquina, en un café, o en el supermercado, donde juegan con el carrito mientras el hermano más pequeño va adentro, haciendo "willys" entre las góndolas de platos y copas. Una coreografía caótica y encantadora.
Y pienso que es igual a cuando nuestros hermanos chilenos venían en masa a los supermercados y colmaban las tiendas con tanto entusiasmo que una terminaba evitando esos lugares hasta que la concurrencia bajara. Algo así pasa ahora, pero con una diferencia: estos es mejor. Tiene fecha de vencimiento. En dos semanas -como una ley salvaje de la selva- todo volverá a su orden natural: los padres a trabajar y los niños a la escuela o la guardería.
En este intervalo, los millennials se exponen. Dejan ver sus intentos -a veces fallidos- de criar un ser pensante. Y también, sus debilidades. Basta observar a un padre hipnotizado por la pantalla del celular mientras, con la otra mano, empuja un cochecito vacío. La criatura va unos metros más atrás, llevándose una puerta de vidrio por delante o tropezando con una dignidad que enternece. El padre no ve nada. Pero, por algún instinto de supervivencia que nunca sabrá explicar, de repente levanta al pasajero, lo acomoda en el asiento, ajusta el cinturón y emprende el regreso a casa.
La madre millennial es más sentimental. Se la ve colapsar con premura. La responsabilidad la abruma, pero no se rinde. Prueba mil estrategias para seguir con su vida sin tantas interferencias. Se nota que lo intenta.
Eso sí, hay que decirlo: ambos ponen un enorme esfuerzo. Esta generación de padres se desvive por criar humanos responsables. Los cuidan desde la comida hasta los juegos que consumen. Pero son tantas las distracciones de este mundo que, cuando algo no les sale tan bien, los vuelve un poco adorables.
Son días de cafeterías repletas, de desayunos únicos que solo se dan en vacaciones. El sagrado momento del tostado y el licuado, que abre un día que terminará con una gran hamburguesa. Shoppings atiborrados, con chicos que deciden arrastrarse por el suelo como si su ropa tuviera la misión de limpiar la mugre de los pisos.
Circos ambulantes con música penetrante. Obras de teatro con títulos que nos sonrojan si los decimos en voz alta. Historias de dudoso mensaje y -aún más- dudosa procedencia. Conos de papas fritas, globos de colores, pochoclo con caramelo y cachetes rojos completan el cuadro.
Quince días. Solo una vez al año. Dos semanas de invierno en las que todo se desordena, nos invaden, nos agotan... pero lo aceptamos con la tranquilidad de saber que es pasajero. Que, al final, cada cual atiende su juego. Y el que no, una prenda tendrá.