Opinión

El malestar digital y la ilusión de la libertad: Freud en la era del encierro voluntario

La metamorfosis de un planteo de Freud, en un artículo reflexivo y analítico de Oscar Demuru.

Oscar Demuru

En su ya clásico El malestar en la cultura (1930), Sigmund Freud advertía que la vida en sociedad requería un precio inevitable: la represión de nuestros impulsos. Para lograr la convivencia, el ser humano debía sacrificar parte de su libertad instintiva, aceptando normas, límites, mandatos morales. Era el costo de la civilización.

Hoy, casi un siglo después, ese malestar no ha desaparecido. Se ha metamorfoseado. El sacrificio no se exige a través de la represión abierta, sino mediante formas más sutiles, más eficaces, más aceptadas. Nos creemos más libres que nunca, pero ¿lo somos realmente?

La libertad en la sociedad contemporánea ha dejado de ser un derecho concreto, que se ejerce y se defiende, para transformarse en una sensación. Una percepción subjetiva cuidadosamente administrada por sistemas tecnológicos que prometen autonomía, pero en realidad nos conducen a una dependencia estructural. Creemos elegir, pero la mayoría de nuestras decisiones están condicionadas por algoritmos que nos conocen mejor que nosotros mismos. El resultado: una libertad aparente, superficial, emocional. Una libertad sin conciencia.

Lo más inquietante -y profundamente irónico- es que esta forma de sometimiento no solo no es resistida, sino que es aplaudida, defendida, venerada. La mayoría social no percibe la pérdida de autonomía como un problema, sino como parte del confort. El encierro voluntario frente a las pantallas es interpretado como elección. La vigilancia masiva es justificada en nombre de la comodidad. La hiperexposición de la vida íntima se convierte en capital social. ¿Y quién se atrevería a decir algo? En la era de la corrección política digital, la censura ya no viene de afuera: se ha internalizado.

Freud explicaba cómo el superyó actuaba como una instancia que regula la conducta moral desde el interior del sujeto. Hoy, ese superyó ha sido sustituido por una conciencia algorítmica: no nos dice qué está bien o mal, sino qué es tendencia, qué se viraliza, qué conviene mostrar. Se piensa menos, se imita más. Se siente mucho, se razona poco. La libertad individual se reduce a la capacidad de elegir entre infinitas variantes preformateadas: productos, contenidos, estilos de vida. Todo está permitido, menos desconectarse.

La paradoja es brutal: cuanto más celebramos esta supuesta libertad, más nos alejamos de su verdadero significado. Como señala ByuChul Han, otro pensador del malestar moderno, el sujeto actual ya no necesita ser oprimido: se autoexplota, se vigila a sí mismo, se exige rendimiento. Y en ese proceso, se va deshumanizando. Ya no hay tiempo para el otro, ni para el encuentro, ni para el disenso. Solo para el consumo.

¿Estamos condenados a esta ironía?

¿A vivir en una sociedad que aplaude lo que la debilita, que venera a sus nuevos amos tecnológicos mientras cree ser libre?

Quizás no. Pero para revertirlo hay que asumir una verdad incómoda: la libertad no se hereda ni se descarga, se construye. Y exige conocimiento como emancipación, pensamiento crítico, educación emocional, valentía para ir contra la corriente. Es más difícil, claro. Más incómodo. Pero también más humano.

Freud, con su mirada oscura pero certera, nos advirtió que el malestar era inherente a la cultura. No hay salida fácil. Pero eso no significa resignarse. Tal vez la verdadera libertad, hoy, consista en recuperar la capacidad de dudar, de decir no, de apagar la pantalla y volver a mirar al otro, no como una imagen, sino como un ser real. Allí empieza el desafío. Y también la esperanza

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