Una mirada

La historia del maestro cirujano y el aprendiz

El Dr. Eduardo Da Viá trae al presente un recuerdo que, aclara, está basado en hechos "absolutamente reales".

Eduardo Da Viá

En la década de los sesenta, nuestra Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Cuyo, no había otra, brillaba por la calidad del cuerpo docente y por la de sus egresados al cabo de siete largos años de estudios y prácticas. Las dos materias más importantes: Clínica Médica y Clínica Quirúrgica, tenían la impresionante carga horaria de tres años de cursado y tres meses de internado a partir de aprobar la última materia.

Las clases de Clínica Quirúrgica incluían seis horas semanales de contacto exclusivamente con pacientes, más las clases teóricas, totalizando nueve horas y así durante tres años.

En los así llamados prácticos, vale decir el contacto con pacientes, el curso era dividido en pequeños grupos o comisiones, cada una con un médico responsable como guía y consultor, por lo general colegas jóvenes con gran vocación por la docencia. El cargo que desempeñaban era el de Jefe de Trabajos Prácticos, JTP en la jerga docente.

Eduardo Da Viá: "Nosotros no le importamos al tiempo, somos nosotros quienes le damos importancia"

A mediados de año, el JTP de nuestra comisión salió de vacaciones por matrimonio. Supusimos que nos distribuirían entre las demás comisiones, pero oh sorpresa, el Profesor José Antonio Aranguren se hizo cargo del grupo, actitud absolutamente inédita dado que los profesores se limitaban a dar las clases teóricas solamente.

Nunca imaginé que ese cambio habría de marcarme para toda la vida.

Don José Antonio era un didacta nato, no sólo nos enseñaba acerca de la enfermedad que padecía cada uno de los pacientes internados en el Servicio de Cirugía, sino que nos transmitió su natural buen trato para con el enfermo, el respeto y hasta el cariño que a las claras mostraba por lo que llevaban mucho días internados o que padecían afecciones graves.

Don José Antonio era además de cirujano general brillante, especialista en cirugía cardiovascular y torácica, sub especialidades que recién comenzaban a desarrollarse en nuestro medio y de cuya introducción fue el pionero.

Quiso el destino que uno de esos días de prácticas, el profesor nos dijo: "Vengan, quiero que examinen a una paciente que voy a operar mañana".

Lucio Cicchitti, en el Día del Médico: "La vocación es el 100%"

Allá fuimos como gallina con sus pollitos y ni bien lo vio, la paciente que lo esperaba ansiosa, le preguntó para cuándo sería la operación, a lo que le respondió: mañana. La joven, tendría unos 15 años lo abrazó emocionada y le dijo mi vida está en sus manos. Sí respondió el Maestro, pero a cambio quiero que te dejes revisar por estos futuros médicos que algún día habrán de remplazarme.

La paciente sufría de una enfermedad cardíaca por lo que rápidamente dejó su tórax al aire para facilitar nuestra tarea; el maestro nos dijo interróguenla y luego directamente ausculten el corazón, o sea escuchar mediante estetoscopio los ruidos cardíacos.

Una vez que todos lo hicimos, éramos pocos, cuatro o cinco alumnos, efectuamos una breve reunión y decidimos un diagnóstico: ESTENOSIS MITRAL.

Nuestro diagnóstico era correcto y nuestro maestro nos miró con orgullo y nos felicitó.

Antes de irnos le puso su mano en el hombro y le dijo a la enferma:

Virginia mañana te opero y vas a curarte.

Fue tal la emoción que me embargó que se me cayeron unas lágrimas que yo traté de ocultar en tanto que las de la paciente eran bien visibles y su rostro pareció encenderse.

Eduardo Da Viá, médico desde siempre: "Primero, el paciente; después, los honorarios"

Para mis lectores les cuento que el corazón tiene cuatro válvulas y la llamada mitral por su parecido formato al de la mitra papal, es la que comunica la aurícula con el ventrículo izquierdo del que a su vez emerge la arteria aorta que es la encargada de bombear sangre a todos nuestro tejidos.

Existe lamentablemente una enfermedad infecciosa llamada Fiebre Reumática, que suele confundirse con la gripe, pero que inflama la válvula mitral y muchos años después de aquel intrascendente episodio pseudo gripal, los bordes de la mitra se sueldan entre sí y la válvula se estrecha o estenosa que es lo mismo. La grave consecuencia es que la sangre no puede pasar y se acumula en el pulmón lo que a su vez trae consecuencias mortales a lo largo de los años.

Virginia debía dormir sentada porque si se acostaba de espaldas, se ahogaba lo que se llama disnea o sea dificultad respiratoria.

En esos años no existía en Mendoza ningún corazón-pulmón artificial que permitiera derivar la sangre a la máquina y reparar la válvula a cielo abierto; el procedimiento que se usaba era nada menos que introducir el cirujano su índice diestro dentro del corazón latiendo a través de un pequeño orificio y a ciegas despegar los bordes que se había soldado. La mejoría, de ser exitoso el procedimiento, era inmediata.

En Buenos Aires y en la mayoría de los países más desarrollados, ya se operaba con la llamada circulación extracorpórea y la ayuda de la máquina que aquí no teníamos.

Lo fantástico de ese tremendo avance es que concitó el interés de la prensa, por lo que se sabía al respecto de estas maravillas quirúrgicas, y yo decidí, sin haber entrado nunca a una sala de operaciones, e incluso antes de ingresar a Medicina que algún día sería cirujano cardiovascular.

Pueden entonces calcular el impacto que significó parta mí, con mis escasos 21 años, el saber que mañana, Virginia sería operada de su enfermo corazón.

Llegué a mi hogar a mediodía mascullando una idea peregrina: presenciar la operación.

En el cursado de medicina no estaba contemplado el asistir a actos quirúrgicos por cuanto ya se sabía que cuanto mayor el número de personas dentro del quirófano, mayor el riesgo de infección para el paciente.

Pero la pasión pudo más que la razón y para el final del almuerzo ya había tomado la decisión de ir a la casa del Profesor a plantearle mi ilusión.

A las 5 de la tarde, bañado, peinado y de traje y corbata, me apersoné en el domicilio del Maestro y templando pero decidido oprimí el botón del timbre; casi de inmediato abrió la puerta una señora que supuse sería la esposa y quien me preguntó que deseaba, a lo que respondí, identificándome como alumno, que quería de ser posible, hablar con Don José; la dama me pidió esperar un momento a la vez que le escuchaba decir - Tuco (ahí me enteré del sobrenombre), un alumno quiere hablar con vos.

Casi de inmediato apareció el maestro, me miró interrogativamente y levantando un índice me dijo:

¿Vos estuviste conmigo esta mañana no?

Sí, profesor respondí.

Pasá pibe, haciendo el correspondiente gesto equivalente al permiso otorgado para entrar a su casa.

Vos dirás mientras se sentaba y me invitaba a hacer lo propio en los sillones del living.

Con voz decidida le pregunté si sería posible que yo asistiera a la operación de la mañana siguiente.

 ¿Por qué? indagó.

Porque quiero ser cirujano cardiovascular cuando me reciba y que usted sea mi mentor.

Con sus claros ojos y sin palabras me miró largamente escudriñando con seguridad mi cerebro, fueron interminables segundos que me parecieron eternos, hasta que me dijo:

A las siete en punto en la puerta de la sala de operaciones.

Y cuando se incorporaba en actitud de finalizada la conversación agregó: "Ah, y conseguí gorro barbijo y botas porque tenemos lo justo".

Me dio la mano a la vez que reiteraba:  "A las siete en punto".

Bajé las escaleras del edificio donde vivía sin tocar los escalones, porque en realidad volaba con el impulso de una de las alegrías más grandes que tuve en mi vida. Al otro día las cosas salieron como estaban planeadas y la visión directa de ese corazón, el de Virginia, sostenido con su mano izquierda y con el índice derecho dentro de la cavidad cardíaca, superó mi capacidad de asombro a la vez que reforzaba mi precoz e inconsulta decisión de ser cirujano cardiovascular

De ahí para adelante nuestra vidas se aparearon de tal suerte que parecíamos supongo mellizos siameses.

Al año de recibido operé mi primer caso de cirugía cardíaca con la supervisión de mi Maestro.

Tan solo un año de recibido; un verdadero récord que se explica por ambas pasiones, la de enseñar del Maestro y la de aprender del aprendiz.

Fuimos amigos y ofició de padrino de Juramento y luego de bautismo de mi hijo.

En oportunidad de viajar juntos a un Congreso en Rosario, muchos años después, compartimos habitación de hotel, y sentado al borde de su cama fumando su sempiterno cigarrillo, me dijo:

¿Sabés por qué te dije que sí cuando fuiste a pedirme presenciar mi operación?

No contesté.

Porque nunca vi una decisión tan clara como la tuya reflejada en tu mirada y en tu actitud corporal de total convencimiento.

Falleció de muerte súbita el 5 de setiembre de 1981, día de mi cuadragésimo primer aniversario de vida.

Tuve la indecible pena y el honor de firmar su certificado de defunción.

Con el afecto de siempre, querido Maestro, a mis 85 años le dedico estas palabras, más agradecido que nunca. 

Su discípulo Eduardo Atilio Da Viá

Setiembre de 2025

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