Un cuento

Principio y fin de una caída

María Cristina Orozco vuelve con sus historias, para el recreo literario.

Cristina Orozco Flores

El día en que me caí al zanjón alguien me dijo que no me preocupara, que un tropezón no era una caída. Otros, sin embargo, se me rieron en la cara. Fue cuando iba a buscar el diario que el canillita no había dejado en mi casa, como lo hacía todos los sábados. Antes, había visto mi programa preferido: Historia y Cultura Latinoamericana. No me lo perdía por nada del mundo. Hablaron de los mayas y presentaron a los cenotes, que son pozos naturales de agua dulce formados por el colapso de cavernas de piedra caliza, de gran belleza, donde ellos hacían sacrificios humanos y en los que hoy es posible nadar o bucear. Yo los conocí en México cuando visité las ruinas de Chichen Itzá.

Llevaba esa historia en mente camino al puesto de diarios, cuando en la esquina vi que los municipales estaban limpiando el zanjón de norte a sur. Dejaban la mugre que sacaban del canal sobre el asfalto y la apilaban en una especie de montaña. Impresionaba ver en ese montón de basura tantas botellas de plástico, hojas podridas y latas de varios colores.

Con el apuro, caminé hacia la parada de colectivos. Esquivé a las personas que esperaban ahí sobre un puente ancho. Que a su vez era el ingreso a los garajes de los vecinos del lugar. Y, cuando me adelanté moviéndome en ziczag entre la gente, me encontré de sopetón con un cesto de basura, que me golpeó en la cabeza y me tiró adentro del zanjón. Fue física pura. Un golpe en seco de corta duración. Tan inesperado que no me dio tiempo a sostenerme.

El canal estaba vacío. Los empleados municipales ya habían limpiado por esa cuadra. Creo que de haber llevado el caudal de agua que acostumbraba me hubiera ahogado. Lo peor es que en la familia soy la única que no sabe nadar y la posibilidad de que la corriente me arrastrara y que mi cuerpo se atascara debajo de ese puente ancho me daba escalofrío. Entonces pensé que había tenido suerte. Sin embargo, la realidad era otra: estaba tirada de espaldas en un sitio frío de paredes de cemento, ubicado en paralelo a la calle más transitada de la zona, como a un metro más abajo, con mi cabeza funcionando a mil.

Y, aunque en ese lugar no había ni agua ni basura y relucía de limpio, no me pude salvar del pericote que se montó sobre mi pecho en cuanto aterricé. Él me mostró los dientes y movía los bigotes, mientras me olía descaradamente. Su pelaje gris se confundía con el color de mi campera. Como la mañana estaba fresquita la llevaba cerrada hasta el cuello y ajustada como una faja. Tenía miedo. Temblaba al ver al animal tan cerca de mi cara. Entonces, quise levantarme y fue muy acertado de mi parte, porque al intentar moverme el bicho huyó de inmediato. Se juntó con otros roedores y se quedaron cerca de mi cuerpo.

Experimentaba cierta dificultad para comprender lo que me había pasado. Aunque sabía a dónde iba. No era la primera vez que el canillita se olvidaba de tirar el diario en el garaje de mi casa. Tampoco era la primera vez que yo me golpeaba en la cabeza. Y no sé si fue por el golpe o, porque sí, en ese momento aparecieron en mi memoria dos imágenes de situaciones parecidas, sin que hubiera tenido el más mínimo interés de evocarlas. Y, como un rompecabezas de pocas piezas, de esos que son fáciles de armar, salieron a la luz dos recuerdos con tanta naturalidad que me sorprendieron esa mañana de abril.

Uno de ellos tuvo lugar en la cocina de mi casa. Fue cuando cedió la estantería de la alacena donde yo guardaba los platos. Aquel día, apenas los ubiqué en su lugar, empezaron a caer uno por uno, como una catarata sobre mi cabeza, antes de que se trituraran en el suelo. Mi familia me había advertido del peligro que era guardarlos arriba. Creo que por capricho no los escuché, aunque aprendí la lección a partir de esos golpes.

El otro ocurrió en la casa de mi amiga Luciana. Fue una historia parecida, pero en otras circunstancias. Su hija le tiró un plato por la cabeza en una discusión familiar, donde ella terminó lastimada. Como el episodio tenía tantos detalles yo lo resumía diciendo que había sido un enfrentamiento pasajero entre una madre y una hija. Nos divertíamos recordando esas imágenes poco felices y coincidíamos en que no nos hizo falta mirar el cielo para ver platos voladores. Los habíamos visto en vivo y en directo en las cocinas de nuestras casas. Cómo no recordarlos, si con esos golpes en la cabeza, ellos nos hicieron conocer las estrellas más brillantes del mundo. Las mismas que te ofrece el verano al amanecer.

Desde el zanjón, yo miraba el cielo a través de los huequitos de las ramas tupidas de un frondoso árbol que nunca antes había visto y podía ver las piernas de las personas que llegaban a la parada a tomar el colectivo. Unas permanecían quietas, otras se movían de acá para allá. No solo había gente, sino también sonidos, colores, luces y sombras, pero abajo, donde yo estaba todo era quietud, gris y soledad.

Una mujer decía que no se iba a subir a ningún vehículo que llevara mucha gente. Esperaría al más vacío. Otra preguntaba si ya había pasado el que iba al Plumerillo. Un hombre vendía medias y un niño lloraba, incluso alguien saludó a un cura con un buen día padre.

Los escuchaba como si ellos formaran parte de otro mundo, muy distinto del que yo estaba ocupando en ese momento por casualidad. Los frenos de los vehículos rechinaban y los de las motos les hacían competencia con más ruidos. Solo que, cuando apareció un grupo de jóvenes, ya no pude escuchar nada. Un barullo ensordecedor contaminó el ambiente y no me permitió entender ni una palabra. Pensé que debían ser los alumnos de la escuela Técnica. Los mismos, que todos los días tocaban el timbre de mi casa.

Después de ese alboroto entendí por qué las personas que esquivé desaparecieron de inmediato. Se los deben haber llevado los colectivos que pararon en el mismo instante en el que yo aterricé, por eso mi caída pasó desapercibida. Sin embargo, a los que iban llegando, a los que yo podía ver y a los que se volvieron a ir, no se les ocurría asomarse al zanjón ni siquiera por mirar.

Nadie fue capaz de observar a su alrededor intentando descubrir algo nuevo. Tal vez sabían de memoria que abajo siempre había agua. Y ni hablar de la posibilidad de contemplar el cielo, eso les hubiera requerido más esfuerzo. Tendrían que haber movido los ojos y haber llevado la cabeza hacia arriba. Encima, en ese intento se hubieran desilusionado, porque solo hubieran descubierto un frondoso árbol que no les hubiera permitido observarlo a pleno, como debía ser. El mismo árbol que yo estaba viendo por primera vez. Lo habitual era ver a la gente apurada, ensimismada en su propia vida, sin interés por el prójimo, distraída o pendiente del celular.

La semana anterior yo misma fui testigo de cuando a una mujer se le cayó la billetera. En cuanto la vi, corrí para alcanzarla. A mí no me costó nada mirar hacia adelante ni mucho menos correr para devolvérsela. Cuando me abrazó, supe lo importante que había sido para ella. Me dijo que ahí llevaba el dinero con el que tenía que pasar el mes, además de sus documentos.

Me dio pena y envidia advertir que a mí no me hubiera pasado lo mismo. La brisa me acercó algunos deshechos de golosinas que deben haber tirado al piso los chicos de la escuela y que cayeron sobre mí junto a unas hojas amarillas. Eso me recordó que el otoño ya se había instalado en Mendoza.

Sentí la misma sensación en el casamiento de Maru, donde fui invisible para mi mejor amiga. Ella se casó con Lalo, después de haber estado diez años de novios. En la iglesia estaba radiante con su vestido blanco de encaje, con su tocado de azahares, y el ramo de flores naturales. Fue protagonista de una fiesta soñada, que habíamos organizado juntas, donde nada quedó librado al azar. Pero esa noche no se acercó a mí, ni me buscó para compartir ni una foto ni un momento, solo de lejos me saludó agitando su brazo.

Los novios entregaron las ligas a las solteras que estaban presentes y a mí no me llamaron. Tampoco me nombraron cuando ella fue a tirar el ramo. La tradición italiana de su familia decía que, quien lo atrapara sería la próxima en casarse, así que unas cuantas jóvenes lo querían.

Cuando me iba de la fiesta, se escuchaba el uno, dos, tres de Maru más el grito sin control del grupo de mujeres que se habían ubicado detrás de ella. El ramo tan deseado cayó en mis brazos y pude hacerme la desentendida, porque yo ya estaba al lado de la puerta. Entonces lo solté de inmediato y quedó tirado en el piso. Aunque no volví a ver a Maru, yo fui la próxima en casarse. Si ese día había sido invisible para una gran amiga, qué podía esperar de las personas desconocidas que llegaban a la parada del colectivo y no me veían tirada adentro del zanjón. Si ni siquiera sabían mi nombre, ni quién era, ni podían imaginar cómo había ido a parar ahí.

Me seguía doliendo la cabeza y al moverla todo me daba vueltas. Quería salir de allí lo antes posible y cuando decidí incorporarme, un rayo de sol me cegó la vista con tanta fuerza que me obligó a quedarme sentada un rato más. Froté mis ojos tantas veces como pude y terminé irritándolos. Recordé que los mayas consideraban a los cenotes como un portal de fuente de vida que conectaba el mundo de los vivos con el inframundo espiritual de esas profundidades. Y otra vez pensé que había tenido suerte. Esos pozos en nada se asemejaban al lugar donde yo me había caído. Allí no había agua, no era un lugar natural, ni era tan profundo. Era solo un canal que corría de norte a sur y llevaba el agua para el riego de las fincas. Eso sí, podía resultar peligroso para quien cayera adentro del zanjón si no sabía nadar.

Cuando salí, trepé por las paredes laterales y no pude evitar que se pelaran mis botas con el cemento. Arriba sacudí la ropa, me acomodé la campera, el pelo y crucé la calle. Por momentos veía doble, pero eso no me detuvo. Tenía que llegar al puesto de revistas para llevar conmigo el diario que había ido a buscar. El hombre que atendía me preguntó si me sentía bien, porque decía que no tenía buena cara. Entonces le conté. Me consoló con el dicho: un tropezón no es caída y me deseó una pronta mejoría. Sin embargo, a su hijo le causó gracia mi relato, y se reía como si yo hubiera contado un chiste. Tampoco disimularon los cuchicheos y las risas los clientes que estaban escuchando.

Volví a mi casa con el diario del sábado doblado debajo del brazo. No tenía idea de qué hora era. Ni cuánto tiempo había permanecido tirada allá abajo. No me quebré ningún hueso, solo me dolía un poco la cabeza y se me habían pasado los mareos. A los municipales los vi descansando. Estaban sentados sobre la vereda, apoyados en los frentes de las casas.

El cesto con el que me golpeé estaba intacto en su lugar. Noté que era de mi altura. En cuanto puse el pie en el puente de la parada de colectivos, alcancé a ver la cola de un ratón que se escabullía por una alcantarilla y un perro a la carrera ladraba mientras lo perseguía. Algunos miraron al perro, pero la mayoría de la gente que esperaba su colectivo no se dio vuelta ni se inmutó por el alboroto. Incluso ni yo miré adentro del zanjón, cuando pasé, ni siquiera por curiosidad.

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