Cuando muere el padre
La novela Bonarda y Malarda en un capítulo imperdible de Marcela Muñoz Pan
Osman estaba inmóvil. No yacía: estaba simplemente detenido, en el punto final de un largo viaje inmóvil. El aire se hizo denso, pesado como la uva madura a punto de estallar. Una ráfaga gélida, no de viento, sino de ausencia súbita, recorrió la casa. El polvo en suspensión, iluminado por el farol moribundo, dejó de danzar. Se detuvo en un asombro minúsculo, una mirada suspendida en el silencio de Elena que no atinaba, no comprendía si era un sueño o lo que no quería que pasara, pero pasó. Osman murió.
Afuera, la luna, un hueso pálido, no ofrecía consuelo.
En ese instante, en el pecho inmóvil de Osman, el último resplandor de una hoguera antigua se encogió. El corazón, esa bomba incansable de vida y sangre, liberó un suspiro seco, un eco profundo que no era audible, sino percibidle en las paredes que guardaron tantos silencios y secretos. Osman murió de una manera digamos feliz, como el día que salió campeón su equipo de fútbol y él se descompensó, tal vez fe el primer anuncio, pero un anuncio que sería la catástrofe impensada para toda la familia, la comunidad y para las gemelas más que nada.
Cuando muere el padre, el sonido de las cerraduras abriéndose para dejar salir algo inmensurable: el primer sentimiento de orfandad.
Las hermanas llegaron juntas a constatar el fatal desenlace, Malarda fue la más conmovida porque al crecer sin su padre no entendía muy bien ese raro sentimiento que se iba apoderando en su apretado congojo y en su laberíntica mente, muchas preguntas que de aquí en más quedarán sin respuesta, su padre biológico fue como un ser imaginario que debió reconstruir con el tiempo, pero el tiempo fue corto, el tiempo no se lo permitió. Más que un padre como tal pasó a ser un mito, fuera de cualquier abordaje racional, reconstruir no fue fácil, como si quisiera escribir sobre un libro que ya estaba escrito, un mito que se fue cargando de emociones, eso sí, pero si ella no lo asumía no tendría conexión con la existencia. Bonarda tenía a flor de piel la presencia del padre tanto emocional como mental, su padre no fue un ser imaginario, fue real, tan real que no podía comprender ese vacío en el que se convertirían sus paseos y largas charlas entre los viñedos, o los mates de casi todas las tardes oliendo el perfume de los jazmines, sus fuerzas iban decayendo y el sentido de la realidad también, todo dejaba de existir, el páramo dejaba al descubierto la posibilidad de tener resonancias mágicas para Bonarda. Estaba desabrigada.
Había que acomodar la casa para el servicio de sepelio, las hermanas se encargaron y Doña Elena que estaba inmersa en su tristeza notó que un racimo de uvas, olvidado en el alféizar, se contrajo. Su piel tersa se arrugó, volviéndose oscura y pacificada, como si absorbiera la vitalidad que se había liberado. El jugo interior, el alma del fruto se concentró en una gota espesa y dulce. Los parrales pronto llorarían y ya no darían la misma sombra en la galería. Muere el tronco, la génesis y las manecillas del reloj de pared quedan quietas, fatigadas. Justo Bonarda había comprado en su último viaje a Buenos Aires el último de libro de Norah Lange "Antes que mueran" porque quería leerlo junto con su hermana en el patio de la casa de su padre Osman. Un libro que compró como un presagio, la intuición cruda de la realidad que la absorbería. Ambas se fueron a la biblioteca para revisar algunas cosas y Bonarda busca el libro que se lo había prestado a Osman, pero que no alcanzó a leer, y se lo enseña a Malarda, hermana le dice, quiero que leamos este libro juntas. Malarda le preguntó de qué se trataba y le resumió diciendo: es una exploración lírica y experimental sobre el miedo a la pérdida de la identidad y a la fijación de la memoria, utilizando la muerte como punto de fuga para intentar comprender y definir la propia existencia. "Es como si lo hubieras previsto hermana, has traído un final para ordenar recuerdos y sentimientos antes de que se pierdan por completo. Creo que quedan noches muy largas".
Elena temía quedar atrapada en una imagen inamovible, cerca de la muerte. La sombra que había subido por las hileras de toda la zona, ahora se posó sobre Elena. No era una sombra de pena, sino de finalización. El peso de su vida, los secretos, de sus cosechas y sus pérdidas, se disolvió en el aire, ligera como el perfume de un vino que se evapora. Osman descansaba en paz y las uvas bendecían su ocaso.
Solo quedó la silueta tendida de la memoria, una forma que comenzaba a pertenecer más a la piedra y al árbol que a la carne, mientras el aire de la noche se hacía más vasto, más libre, al haber acogido una nueva y silenciosa frontera. El mundo de Osman y Elena pasado, presente y ahora un futuro ausente, contenía un secreto más, y Roberto lo sabía.