El regalo menos pensado
Cristina Orozco Flores nos trae más lecturas para el fin de semana. Un recreo en medio de tanta "infoxicación"
Una tarde de verano, mi madre quiso salir en familia a dar una vuelta por el parque. La tormenta del día anterior nos había dejado la sensación de que se venía el fin del mundo. El cielo seguía nublado y yo ya tenía puesto mi regalo.
Apenas llegamos al parque, vimos arbustos verdes por todos lados. Alelíes de colores, alrededor de una estatua dorada ubicada en el medio del rosedal. Un cartel con la frase: "no corten las flores", que pude leer con la ayuda de mi hermana. Un árbol caído sobre el césped, al que trepamos tan rápido como pudimos y al costado de ese tronco seco, varios senderitos que la lluvia había dibujado hasta la acequia. Por donde miráramos, aparecían hormigas negras llevando provisiones. Al lado de aquel árbol había un banco de madera con respaldo alto, parecido a un trono. En ese lugar se sentaron mis padres para observarnos de cerca.
Con mi hermana nos perseguíamos hasta decirnos: ¡mancha! Saltábamos de acá para allá sobre una acequia, que llevaba mucha agua. Cada tanto volvíamos al lado de ellos y cambiábamos de juegos. Pasamos de la escondida, al veo veo y al gallito ciego. Queríamos que volviera la lluvia de la noche anterior y cantábamos: ¡Qué llueva, que llueva, la vieja está en la cueva, los pajaritos cantan, la vieja se levanta! Mi madre, si hacía falta, nos daba un "tate quieto."
Mientras tanto, yo cerraba la mano derecha y apretaba con fuerzas mi regalo. Lo había mandado mi abuelo Waldo por encomienda. Fue la primera alegría del día de mi cumpleaños. En cuanto me lo dieron, me lo probé. Lo hacía planear delante de la familia. No sé si ellos me miraban, pero yo en cambio contemplaba mi anillo desde arriba y, les decía:
-¡Miren el anillo que me regaló el abuelo es de oro con un rubí rojo de princesa!
Entonces seguía jugando con mi mano, aunque no dejaba de pensar que hubiera preferido una muñeca rubia de ojos celestes y pestañas largas. Después, llevaba al anillo en vuelo solitario por todo el comedor, montado sobre el dedo mayor y, cuando me cansaba, apoyaba la mano en el hombro de mi madre, que estaba sentada en un sillón, como lo hace una mariposa en una flor.
Mi hermana murmuraba por lo bajo:
-¡Ay ella, se hace la chuchi!
Era de las que siempre quería quedarse con lo mío. Como el día que un médico me ofreció un peluche para que no llorara, mientras me revisaba. Ese osito nunca más me lo devolvió.
Cuando mi madre nos llamó para merendar, dejamos de cantarle a la lluvia. Yo la ayudé con las bebidas y estiré el mantel. Ella apurada sacó del bolso las galletas y los vasos. Me senté al lado del banco de madera y empecé a comer con entusiasmo mis galletas de chocolate con mousse de limón. Repasaba con un dedo los cuadros del mantel, porque esperaba que mi hermana me propusiera el cambio de regalos como era su acostumbre. Mi anillo, por sus aritos criollos. Los que a ella nunca le gustaron.
De pronto, me distrajo la música de un carrito manicero, que sonaba del otro lado de la calle, donde un hombre con un megáfono invitaba a los niños a comprar. Al mirarlo sentía que el parque se agrandaba ante mis ojos. Ahí recorrí el lugar de derecha a izquierda y, de izquierda a derecha como un juego. Entonces descubrí que mis padres estaban cada uno por su lado. Me dio la impresión de que los unía un amor más pequeño que un gorrión. Pude entender por qué entre ellos no se cruzaban ni una palabra y cuando lo hacían ni se miraban, solo hablaban sin emoción.
Metí mis ojos adentro de la mochila y con las dos manos saqué un álbum con figuritas. Cuando lo ubiqué sobre el mantel, se cayeron las que tenía repetidas. Mi hermana me las quitó y salió corriendo. Como no pude alcanzarla, le grité:
-¡Mala!
Ella no soportaba que le dijera esa palabra. En cuanto la escuchaba me tiraba con lo que tenía cerca. Me largó las figuritas por la cabeza, después se tapó los ojos con sus manos y lloró. Empezó con sus berrinches, al igual que los niños que pasaban con sus padres de la mano. Ellos soltaban sin vergüenza, los sonidos de la infancia.
Aunque las dos nos quedamos con las caras largas por un buen rato, volvimos a saltar sobre la acequia. Mi madre ya nos había advertido del peligro. Decía que el agua arrastraba de todo en su camino.
A mi hermana le duró poco el entusiasmo. Cuando me di cuenta, ella había desaparecido de mi lado. Estaba tirada de espaldas en el pasto y desde allí, me decía:
-¡No juego más con el agua! ¡Me cansé!
En cambio, yo me quedé. Tenía la idea de seguir jugando con el agua. Quería hacer un cuenco con mis manos, pero no lo lograba. Ella se colaba entre mis dedos. No sólo corría con apuro, también me hipnotizaba con sus juegos.
Y, en eso, un repentino escalofrío estremeció todo mi cuerpo. Ya no quería chapoteos, ni que corriera el agua entre mis dedos. Sólo quería estar al lado de mi hermana y cuando estuve junto a ella, suspiré.
-¿Qué te pasó? - me dijo y agregó,- ¿Viste un fantasma?
-Yo no hablé.
Lo que más deseaba, en ese instante, era ocultar lo sucedido. Sin embargo, no me enseñaron a mentir. ¿Cómo podía explicarle que el agua había desnudado mi mano sin permiso y me había dejado sin el regalo de mi abuelo para siempre?
Mientras pensaba cómo decírselo a mis padres, un pájaro desde una rama me decía bicho feo y el tímido sol se arrimaba entre dos nubes de algodón. Otra vez, el parque se agrandaba ante mis ojos y, como no podía hacer nada de nada, crucé los brazos delante de mi pecho y me abracé.
Entonces ensayé varios pretextos, para poder enfrentar ese imprevisto y entre las mil excusas que inventé, encontré una: había un ladrón escondido en el agua de la acequia.
Mis padres preparaban las cosas para irnos y yo seguía sin poder articular ni una palabra. Pero, cuando nos llamaron, me paralicé. Sentí que el tiempo también se detenía. En ese lapso imaginé que mi hada madrina atraparía al ladrón y que a través de su fuerza protectora, lo obligaría a devolverme el regalo de mi abuelo. Ella también, ayudaría a que esa hermosa salida en familia, no se convirtiera un triste recuerdo de mi infancia.
Entonces, mi hermana me despabiló con un codazo y no sé en qué momento caminé. Al lado de mis padres, supe que vendrían los reproches y los retos. Les conté todo lo que me había sucedido y después nada. Ya no escuchaba. Sólo veía que los labios de mis padres se movían.
En ese instante de inconciencia, me sacudieron los gritos de mi madre, que decían:
-¡No me vengas con el cuento del hada madrina, ni que hay un ladrón escondido. - ¡Clarita, date cuenta. Perdiste el regalo de tu abuelo en esa acequia!
Pasó un rato y no hubo más gritos ni reproches. Nos fuimos los cuatro caminando. El cielo estaba totalmente despejado. Se había apoderado de mí, una pequeña sensación de paz. Yo trataba de avanzar despacio para no pisar a las hormigas. No podía evitar que mis zapatillas se embarraran en los charcos que había dejado la lluvia del día anterior y me acordé que todavía no había soplado la velita.
Mis padres llevaban los bolsos y a mí me colgaron la mochila. Mi hermana tarareaba canciones de la escuela y me miraba para que la acompañara. Atrás quedaba la música del carrito manicero, el anillo de oro con el rubí rojo de princesa y el agua saltarina. Y fue en ese momento que cambió todo. Mi hermana puso su muñeca entre mis manos y me miró para decirme:
-¡Tomá, te la regalo. Es para vos!
Yo sin pensarlo la acepté y seguimos caminando. La acurruqué fuerte en mi regazo. Con la mano derecha acariciaba sus mechones dorados. Cada tanto, acomodaba su ropita. Cuando paramos para cruzar la calle principal, vi que detrás de nosotros quedaba el parque con los portones abiertos. Recién ahí, le miré el rostro a la muñeca. Era de ojos celestes y pestañas largas, la que mi hermana me había regalado.