Lecturas

El horizonte del tiempo

Una nueva lectura para el recreo de los domingo. Imperdible relato de Cristina Orozco Flores. ¡A desinfoxicarse!

Cristina Orozco Flores

Nina recibió una llamada de su hermana, cuando estaba en el supermercado. Su padre había muerto. Apenas podía darse cuenta de que hablaba del hombre que le había dado la vida. El mismo que las había abandonado hacía treinta años. La escuchaba, como quien escucha un audio enviado por equivocación. Pero cómo podía asegurarlo. De ser cierta esa noticia, nada cambiaría en su vida. Nada ni nadie podría volver el tiempo atrás.

Con una mano, sostenía el teléfono sobre su oreja y con la otra arrastraba el carro donde llevaba una lata de atún y otros productos que había sacado de la góndola, sin saber si le vendrían bien para la cena. La hermana le decía que, como ella lo había buscado y lo había encontrado, tenía todo el derecho de ocultarlo. El impacto que le provocaban sus palabras era mayor a la tristeza de saber que su padre ese mismo día había muerto. Mientras salía del salón, la encandilaron los brillos de los adornos navideños que estaban ubicados en las primeras góndolas del supermercado y al mismo tiempo, sus lágrimas quedaron al descubierto.

Nina no supo si esa llamada había sido breve o si se había cortado la comunicación. La noticia que recibió de su hermana fue un cimbronazo inesperado. Sabía que ella lo había buscado desde que era adolescente y que había consultado a distintas instituciones internacionales y a personas desconocidas para dar con él.

Cuando el padre decidió irse, Nina tenía seis años y la hermana tres. Lo entusiasmaron unos yanquis con promesas laborales y se instaló en New York. Desde allí, enviaba cartas que muchas veces llegaban abiertas y sin el dinero que él mandaba. La madre culpaba al correo. Pero tuvo que empezar a trabajar para hacer frente a los gastos del hogar: planchaba, cosía o cuidaba niños. Con los frecuentes cambios de domicilio, ellos se terminaron distanciando.

Nina en la cocina revisaba lo que había comprado para la cena, cuando sonó el timbre de su casa. Además de la lata de atún sacó de la bolsa un paquete de maíz pisingallo y uno de maicena. Dejó todo sobre la mesa para atender la puerta. Lo que menos esperaba era encontrarse con su hermana. Aunque al verla le dio un abrazo, no le habló. Le señaló con un gesto que avanzara por el pasillo para que se sentaran en el patio. Ninguna de las dos se atrevía a reanudar la conversación, que había quedado interrumpida, cuando Nina estaba en el supermercado.

La hermana hizo hincapié en que, después de buscarlo por años, lo encontró. Que cuando pudo hablar con él, decidió adueñarse de sus palabras, tal como lo había imaginado.

Entonces el padre le contó de cómo había sido su vida en Nueva York. Que siempre estuvo en esa ciudad. Que había padecido los inviernos más crudos con lluvias y nevadas. Que prefería el otoño, porque esa época tenía magia y encanto, aunque también afloraba la nostalgia, sobre todo, cuando los caminos se cubrían de colores rojizos y amarillos. Decía que la brisa otoñal mezclaba las hojas de los árboles delante de los ojos de la gente y las hacían danzar al ras del suelo con movimientos envolventes. En medio de esa danza volvían al suelo a descansar antes de que llegaran las lluvias de invierno y se ahogaran en los charcos, bajo los pies de los transeúntes apurados. Te lo juro repetía, en esa época es como si estuvieras en un sueño. Ella había guardado en su memoria cada uno los detalles de las conversaciones que tuvo con el padre, durante los dos meses que estuvieron en contacto y así se los trasmitía a Nina. Y, aunque ella la escuchaba, parecía distraída. Es que, por las precisiones que le daba, revivía las imágenes de la película: Otoño en Nueva York, que alguna vez vio en el cine, y las relacionaba con los dichos de su padre.

¡Podés creer que nunca habló inglés, ni se preocupó por aprenderlo! En los primeros tiempos, lo ayudaron algunos compatriotas, porque nunca se encontró con los yanquis que lo llevaron a ese país. Solo se juntaba con latinos. Trabajaba de noche en el restaurant de un porteño y de día, en la relojería de un mendocino, quien con los años volvió a la provincia. Después, vivió de changas y cuando cumplió setenta años, el gobierno de ese país lo ubicó en un albergue para mayores. Le otorgaba 600 dólares por mes, más los remedios.

Otro día que se comunicaron, le confesó que, jamás fue feliz. No podía imaginar cuánto habían crecido sus hijas. Aseguraba que tampoco las podría reconocer. Se lamentaba al pensar que el tiempo había pasado en menos de lo que dura un parpadeo y decía que la soledad de la vida en una pensión lo había convertido en un hombre de pocas palabras.

Nina se conmovía con el relato de su hermana, pero no lo demostraba. Pensaba que su padre había dejado todo por ese viaje: la familia, el trabajo, los amigos y que, no había valido la pena. Sin embargo, lo recordaba extrovertido, cuando en las noches de su infancia le hablaba sobre el tiempo. Le dolía que no hubiera sido feliz en ese país. Podría haberlo consolado, si hubiera hablado con él. Sentía rabia por lo que su hermana le había ocultado y sabía que si la seguía escuchando iba a perder la poca paciencia que le quedaba. Entonces, le pidió que se fuera de su casa.

Nina seguía pensando que podría haber compartido con ella, una llamada. Una de tantas que tuvieron con su padre a lo largo de dos meses. Parecía que se había olvidado de que tenía una hermana. Puede haber sido por la diferencia de edad que había entre ellas o por lo distintas que eran. Lo mismo podría haberlo compartido.

A solas se preguntaba por qué razón el padre tampoco tuvo el más mínimo interés de haberse comunicado ni con ella ni con su madre durante los dos meses de contacto con su hermana. Se acordó de que era tarde y desde el patio les pidió a sus hijos en voz alta, que se encargaran de la cena. Recordó que, aunque había llevado una lista al supermercado, no había comprado nada de lo que necesitaba.

Mientras tanto, afloraban en su memoria los recuerdos de su infancia. Eran pocos, pero le pertenecían. Podía revivir las imágenes del barrio Aeronáutico, de la casa que su madre nunca quiso, aunque llenó de rosales. Del pino en el patio, donde una vez se subió el gato, que bajaron los bomberos y de Chola, la vecina que hacía comidas árabes.

Las caminatas por la costanera. Del ombú pegado al teatro Gabriela Mistral, al que trepaba ante la atenta mirada de su padre. Las carreras detrás de las mariposas con su pequeña hermana y del aromo gigante, que caía sobre la pared de los vecinos en la casa de la abuela. En ese revoltijo de recuerdos aparecía toda la familia. Pero, los propios fueron aquellos momentos que compartió con su padre cuando le hablaba sobre el tiempo.

Cuando Nina tenía cuatro años, él ya le había enseñado la hora. Ella no leía, ni escribía. Tampoco reconocía las letras del abecedario, solo conocía los números del reloj. Al padre no le preocupaba su alfabetización. De eso, se iba a encargar la escuela. Prefería enseñarle a su hija el valor del minuto, del segundo, de la hora en punto y de la media hora. Le hacía repetir: el minutero se mueve hacia la derecha, hay sesenta minutos y sesenta segundos. Una vuelta completa equivale a una hora. Nina hubiera querido enseñarles lo mismo a sus amigas, para que no volvieran a hacer la odiosa pregunta ¿qué hora es? Pero se le presentaban dos problemas: no tenía reloj, ni la facilidad de enseñar que tenía su padre.

A diario escuchaba las marcas temporales que decía su madre: en cinco minutos vamos a comer, en media hora te tenés que bañar o en diez minutos te vas a dormir. Pero Nina no hacía caso. Después de cenar, insistía en quedarse con su padre, con la excusa de que no lo había visto en todo el día. Era el momento en que él le hablaba del tiempo, mientras saboreaba una copita de Lemonchello y descansaba en la poltrona del living. Los dos inmersos en un mundo ideal.

Le explicaba a su manera sobre la historia de los relojes o le hablaba del reloj de arena. Le mostraba el que tenía guardado en la vitrina y lo ponía en uso. Como era pequeño, no demoraba nada en pasar el poco flujo de arena que contenía. Entonces él le decía, cuando caiga el último grano, a dormir. Tenía la costumbre de dejar historias para el otro día. No quería que ella perdiera el interés, sabía que le iba a llevar años poder transmitirle a su hija todo lo que pretendía sobre ese tema. Por entonces, la hermana de Nina que era pequeña, dormía en su cuarto y no sabía lo que su padre compartía con ella.

Cuando él sacaba su reloj de bolsillo, lo limpiaba con paciencia y sonreía. Ese enigma no lo comentaba con nadie. Abría y cerraba como un ritual la tapita que cubría esa máquina gris. Le daba cuerda y, después de contemplarlo lo guardaba en el bolsillo escondido de su pantalón para dejarlo descansar. Para ella era como si él tuviera el tiempo entre sus manos.

Cada noche, por costumbre, Nina le traía su cajita de música para que le diera cuerda. Despertaban a la bailarina dormilona del tutú blanco, que danzaba ante sus ojos. Esa imagen casi siempre se adueñaba de sus sueños. La madre en la cocina dejaba todo en condiciones para el otro día, porque debía cuidar de sus hijas. Nina le enseñaba a caminar a su hermana menor.

Los amigos del padre conocían sus dones de relojero. Era famoso como técnico. Recurrían a él o lo recomendaban. Su hija lo veía como un caballero distinguido. Por su altura y por su modo de hablar. Ponía atención en las palabras con las que le transmitía sus conocimientos. Miraban juntos la perfecta esfera del reloj o el vidrio biselado y observaban la precisión de las manecillas cuando marcaban la hora en punto.

Lo que nunca pudo explicarle su padre fue de dónde provenía el tic tac de esa máquina pequeña y plateada, tan parecido a los latidos del corazón. Ese reloj lo había heredado de su abuelito Carlos. Una noche de verano se lo robaron. Lo había dejado en la mesita de luz, al lado de la ventana que daba a la calle. Lo encontró con la ayuda de la policía y tuvo que pagar para que se lo devolvieran como quien paga el soborno de un secuestro. Desde entonces, se fijaba en dónde lo dejaba.

Tenía la costumbre de usar sombrero para esconder las pronunciadas entradas de su cabeza. Un pañuelo de seda cubría su cuello y lo ubicaba en medio de la camisa abierta. Con cada detalle, mostraba el buen gusto de su vestimenta. Además era dueño de unos bigotes negros y prolijos que acentuaban su personalidad.

Cuando todos dormían y el silencio se adueñaba de la casa, Nina escuchaba desde su cuarto el sonido del reloj. Alguna vez, ella pensó en sostener esas pequeñas agujas y detener el tiempo, antes de que su padre se marchara. Aunque hubiera atado esas agujas se hubiera ido igual. Ya había vendido la casa del Barrio Aeronáutico, tenía los pasajes y había preparado las valijas.

Como adulta, la vida le había enseñado que el tiempo no para. Cada día amanece y cada noche las estrellas fugaces surcan el universo. Para los seres humanos importa el día y la hora del nacimiento, como el día y la hora de la muerte. Tanto que, en todo el mundo quedan registradas en documentos. Todo en la vida ocurre y ocurrirá a una hora determinada. Más aún, en una investigación policial suelen preguntar: qué hizo a tal hora o dónde estuvo a tal otra y puede ser determinante para que una persona sea culpable o no.

Nina seguía sentada en el patio. Esa noche había luna nueva y, sabía que ese tipo de luna era propicia para los recuerdos. Alguien le había dicho que era el momento en el que todo se veía más claro. El momento ideal para la introspección. Era cierto. Ella había sacado a la luz todos los recuerdos que tenía guardados en el interior de su corazón. Los que siempre la unieron a su padre. Bajo la faz de la luna que no se dejaba ver, supo que debía empezar su duelo y memorizó la fecha exacta en la que él había fallecido. Por lo que había visto, cuando salió del supermercado, supo que se acercaba la Navidad.

A Nina no le había sido fácil la vida. Sin embargo, cuando se casó tuvo un compañero que la ayudó en todo momento: con los hijos y con los estudios que quería terminar. Y aunque trabajaba a diario, pudo concretar sus sueños. Luchó contrarreloj para conseguirlos. El padre debió advertirle cómo hacer frente a la vida, cuando el tiempo apremia. Fue la vida quien le enseñó la lección.

Su hermana era distinta. No estudiaba. Culpaba a la madre todos los días de su vida, porque el padre se había ido y porque no lo supo retener. Era una joven rebelde. No tuvo el más mínimo interés de concretar ningún sueño que no fuera buscar a su padre. Era soltera, no había logrado ser independiente. Seguía viviendo con su madre, quien le tenía mucha paciencia. Nunca valoró que ella hubiera tenido que cumplir el rol de padre y madre a mismo tiempo. Además que, de haber tenido una vida tranquila como ama de casa tuvo que ganarse el pan para sobrevivir con sus hijas.

Pero Nina siempre había pensado lo contrario. Decía que, como él había tomado la decisión de irse, no había por qué buscarlo y no lo buscó. Nunca esperó el milagro del encuentro. Había decidido aferrarse a los designios de la vida, convencida de que el tiempo no para, aunque mide la duración de los sucesos y marca el horizonte con minutos y segundos.

En los treinta años que no estuvo con su padre había compensado esa ausencia aferrada a sus recuerdos. Como su hermana no los tenía, los añoraba. En dos meses los había conseguido. Sin embargo, desde que encontró al padre, la vida de ella estaba dando un giro de ciento ochenta grados. En el último mes se había puesto a estudiar y hasta hablaba de que tenía un objetivo a futuro: iría a la universidad.

Nina estaba convencida de que, frente a los hechos que salieron a la luz, tarde o temprano el tiempo lo curaría todo, por más que quedaran cicatrices. Deseaba que el día de mañana, la vida no la sorprendiera con nada parecido a lo que había hecho su hermana. Suponía que en algún momento, ella debía darle explicaciones a su madre. Tenía que enfrentarse a esa tormenta con la certeza de que ninguna de las tres volvería a ser la misma. Con el tiempo deberían esperar la calma tan necesaria para sus vidas. Ni siquiera podrían estar seguras de que esa tormenta, algún día pudiera terminar.

Cada una continuaría viviendo a su manera, ante la definitiva pérdida del padre. Nina con el sabor amargo de no haber podido hablar con él. La hermana cargaría con el peso del haber engañado y la madre dejaría de esperar. Las tres tratarían de sobrevivir con lo que tuvieran a su alcance, por más que sus manos hubieran quedado vacías.

Esa noche, Nina tenía al alcance de sus manos a las estrellas. Al mirarlas, trataba de buscar a su padre en una de ellas. Decía acá está y al rato decía no. Le parecía que estaba en otra estrella. No sabía dónde podría estar. De lo que sí estaba segura era de que, a partir de entonces, su padre la cuidaría desde el cielo.

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