Lecturas

Una fisonomía nueva

Otro atrapante cuento de Cristina Orozco Flores, para desinfoxicarnos en fin de semana.

Cristina Orozco Flores

La cirugía de mis párpados había quedado como yo esperaba. Ya habían pasado diez días, desde que había visto mi nueva cara en el espejo. Sonreí y me sentía bien. Por la sorpresa, salieron de mi boca ecos que sanaban.

Era una mañana de noviembre y, muy temprano había invitado a mi nieta a caminar por la ciudad. Planeaba tomar un helado con ella, después pasear un buen rato por la plaza Independencia. De paso llevaríamos a la perra a la veterinaria. Mientras avanzábamos, no se veían muchos autos en la calle ni gente que esquivar en las veredas. De pronto, Catalina me tocó el codo y, me dijo: Yaya, ahí viene una pariente.

La que venía por la misma vereda era mi cuñada. Estábamos seguras de que ya nos había visto, entonces nos preparamos para saludarla. Ella miraba las vidrieras. Andaba un trecho y paraba. Se tocaba el pelo y se rascaba la cabeza. Tras el accidente que tuvo con el auto, su andar se había vuelto más lento y pausado. Cuando se acercó, casi trastabilla con la correa de mi perra, que se enredó entre sus piernas. Si bien se disculpó, enseguida se marchó.

Yo sabía que no era santo de su devoción, pero no entendía por qué no me había conocido. Aunque, no nos veíamos seguido, hacía cuarenta años que estaba casada con su hermano.

Claro, ese día, yo tenía los ojos verdes. Ellos cambiaban de color según el tiempo. Incluso, ese día los tenía más abiertos. Mis párpados caídos habían vuelto a su lugar, aunque todavía seguían hinchados por la blefaroplastia. Creo que si yo le hubiera sonreído a mi cuñada en ese encuentro, ella podría haber visto mis ojos achinados. Tal vez, me hubiera saludado.

Fue en un quirófano donde nació la nueva fisonomía que ahora me acompaña. Un bisturí había borrado de mis ojos, todo vestigio de penas y amarguras y me había dibujado una nueva mirada. Aunque el color oscuro y ancestral de las ojeras de origen musulmán no se borraron. Me obligó a seguir con el uso diario del corrector. Tanto los ojos, como las ojeras habían conocido profundos mares de lágrimas, tras la pérdida de mi madre y una hermana. Fueron las manos mágicas de un médico, las que hicieron desaparecer tanta tristeza acumulada.

En cuanto a la boca, la retocaron con micropigmetación. Eso ayudó a corregir la asimetría de mis labios en forma natural. El color rojo la había vuelto seductora y verborrágica, a pesar de los sesenta años de vida que tenía. Había quedado como una verdadera frutilla.

Hacía diez días que era otra con la piel tirante, pero seguía siendo yo. Me preocupaba como siempre por mi familia, por la casa y la comida. Disfrutaba de la nueva textura de la piel de mis párpados y de mi boca empoderada. Era la dueña de un semblante en calma. Sin marcas incipientes ni surcos hendidos por las desgracias. A esos malos recuerdos del pasado los había dejados sellados en el corazón.

Si mi cuñada no pudo conocerme al menos me hubiera mirado de arriba hacia abajo, como acostumbraba. Cuando lo hacía, me preguntaba dónde había comprado la ropa, los zapatos, los lentes o cualquier cosa que llevara puesta y justamente no lo hacía con palabras inocentes, expresaban el lastre de su vida. Pero ese día no me miró. Era despistada. Se olvidaba de mi cumpleaños y cuando me nombraba me decía, Alejandra.

Le dije a mi nieta que todos podemos ver, aunque no siempre podemos mirar. Si mi cuñada no pudo conocerme fue porque se había encontrado con otra cara. Una cara mejorada. A fin de cuentas, si sus ojos no me pudieron ver, yo sí pude ver a su alma completamente desolada.

Cuando llegamos con la perra a la veterinaria, la atendieron y le dieron sus medicinas. En la plaza ella corrió feliz. Olfateaba cada rincón, cada árbol. Nosotras compramos los helados y nos sentamos debajo de un pino. Dejamos que nuestros pies descalzos se calentaran bajo el sol, sobre el pasto verde.

No teníamos prisa, Catalina escuchaba con atención mis palabras y yo escuchaba con atención a su risa infantil. Recordamos el momento vivido con mi pariente y, sin esperarlo, mi risa tuvo ecos de esperanzas. Fue ahí, cuando me vino a la memoria una frase que siempre repetía mi madre: uno ve caras, pero no corazones y, me reconfortó la idea de largarla al mundo con una bocanada de nostalgia.

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