Capítulo XXVII

Ese amor prohibido

La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXVI, de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo

Marcela Muñoz Pan

Separación: Edvard Munch pintado a mano pintura al óleo.

Se acercaba el momento de la charla pospuesta, más de 50 años de pactos silenciados, pactos contenidos entre la nostalgia eterna de lo que no pudo ser y la negación de una paternidad a Roberto. Elena y Roberto se pusieron de novios cuando tenían 14 años, en esa época era muy difícil poder vivir plenamente un amor de adolescencia, si bien se conocían desde niños creando una amistad más que brillaba entre los carolinos y los atardeceres del este. Jugaban a la escondida, al gallito ciego, a la rayuela, hasta hacían sus propios juguetes con cartón, pelotas de trapo, recreaban las escenas de la vida cotidiana con las muñecas de Elena y los soldaditos de Roberto, lo que más le gustaba a Roberto eran las canicas y cuando encontraba o ganaba una blanca, blanca pura, se la guardaba en sus pantalones para regalársela después a Elena. Al llegar a la adolescencia empezaron a pasar cosas de esa edad. Cosquilleos en la panza, mariposas de fuego en las bocas que ya empezaban a desearse.

Una tarde cuando el sol terminaba su ronda entre las viñas, Elena caminaba seleccionando los granos de una criolla que estaba a punto ardiente, de repente ve aparecer a Roberto que le dice: A quién busca o qué busca Elena querida con sus ojos palpitantes. Elena se sintió atravesada por la desnudez del sonido de su voz, nerviosa y sin titubear le contesta: A usted Roberto, a usted. Las miradas se fueron caminando hasta los espejos del estanque, los minutos giraban en sentido contrario otorgándole al tiempo su minúscula importancia. Al llegar a la enorme pileta de acopio de agua para regar los viñedos y cultivos, el amor despertó todas las maneras pobladas entre ellos desde que se conocieron. Ávidos de caricias, de tocarse para conocer lo que no conocían y deseaban, lentamente el agua quedaba sin tiempo, los rostros dispuestos a excitar al deseo, abriendo las puertas del amor adolescente que no tenía tapujos ni cortinas. Así en la naturaleza otorgada por la sed de una pasión que parecía no iba a terminar nunca jamás. Las promesas de un amor eterno se iban sucediendo, la alegría de vivir sin sombras, ni nubes, el encuentro esperado por el cuerpo del deseo.

Un amor que abrió puertas al misterio a los rojos perfumes de esa tarde oriental. El hilo rojo. Tonos rojos como la apoteosis del agua en sus figuras. La luna fue llegando, húmeda. Roberto le susurra al oído: Mi entrega es absoluta y auténtica, es mi piel que se fundió con la suya. Elena respondió con su tierna sonrisa celebrando la temida hora, extasiada por la fruta madura en esos granos de uva, granos de amor en su mágico despertar. Estaban ya condenados a cadena perpetua.

Al encontrarse desnudos por primera vez, de una desnudez crepuscular e inocente, los pasos de los padres de Elena comenzaron a llegar a la escena menos esperada. Sí, fueron sorprendidos nada más y nada menos, así despojados, deshojados como despidiendo a las margaritas, encendiendo las lámparas de un futuro que se precipitaba, a la orilla de los inviernos. Pero había algo seguro, más allá de lo que pasara ese amor no terminaría nunca jamás, ya habían sido emborrachados por el gozo de ser uno, dos y tres, porque ellos, su amor incondicional y eterno, eran un vínculo indisoluble.

Los padres tomaron las riendas de la situación caótica para ellos claro está y lo primero que hicieron fue ayudar a que Elena a que se vistiese y a Roberto lo echaron como si echar a un perro malherido, echarlo entre las hileras de los zapallos y tomates, mientras le gritaban que no lo querían ver más por esa zona. Fuerte cachetazo le dio su madre a Elena, que había empezado a llorar por ese comienzo del invierno. Todo se precipitaba sin que hubiera empezado, es más, de golpe el cielo y sus nubarrones amenazaba con una tormenta de lluvia y granizo, en menos de un segundo, caía la tormenta aullando a los verdugos, la piedra ya había hecho daño como si diera por difunta la tarde. Sin poder explicar nada Elena, que decoraba con su rostro el panorama entre una profunda tristeza y bronca, sus padres se la llevaron del brazo corriendo lo más que podían para cubrirse de la tormenta, lo que fue una ventaja para ella, sus lágrimas se confundían con la lluvia. Todo quedó desbastado, la tormenta dañó todos los cultivos, el aguacero como la tragedia que nunca había pasado en la zona de oasis, fue un castigo, sin entender el enojo de los dioses, si era por ese amor ya prohibido o por el azote y decisión de los padres: Separar, dividir ese amor lo más pronto posible. Los durazneros maduros anunciaban que no darían más frutos, la tierra parecía un río de sangre, imposible de transitar. Todo dolía. 

La noche fue como esa tormenta, una eterna noche de tormenta sangrante, el agua ahogaba en vez de saciar. Al llegar a la casa, Elena se fue inmediatamente a su dormitorio, sus padres le pusieron llave a su cuarto y le prohibieron salir hasta que ellos lo decidieran. Lloraba el cielo a cántaros, lloraba el corazón de Elena. Se dio un baño de agua caliente y la poca comida que le habían dejado no la quiso comer, se dirigió a su escritorio y sacó el papel de cartas para escribirle a Roberto, un papel suave con un fondo de rosas tenues, muy perfumado.

Mi amado Roberto: Como verá la noche se ha apoderado de nuestra tarde crepuscular, tengo varios días de castigo, le pido disculpas por todo, por dejarme llevar por esta pasión, por mis padres, a los que entiendo, fui arrebatada ante la vergonzosa situación sin que pudiera explicarles nada. Espero que mi amiga pueda hacerle llegar estas breves líneas y que pueda usted contestarme. Yo estoy dispuesta a todo, si me tengo que escapar con usted para vivir plenamente este amor, me escapo, sólo espero alguna señal. He tenido esa tarde el más bello amor, su dulzura al hablar fue mi cautiverio, ruego que las estrellas cuando salgan no nos intimiden para ser valientes, yo lo seré y espero que usted también. Y si la muerte o la separación impuesta no me permite volver a verlo, no lo dude que por siempre estará en mi alma y mis brazos, esperándolo. 

Quisiera ser sombra y lecho, su nube de fuego eterno, quiero construir un azul en su alma como cuando éramos niños y construíamos nuestras casitas de juguete, con todas sus formas, luces y con las flores que siempre me traía y la cajita de cristal con todas las canicas blancas, con las tacitas de nuestro juego de té japonés que me regalaron mis abuelos, ¿se acuerda?, mis abuelos de la Finca Los Franciscos. Quiero que sepa que en esta carta mi claridad habita como cada beso que nos dimos, sin soledades y sin relojes.

Por siempre suya, Elena.

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