Libros

Dos libros clave de la creadora de "Envidiosa"

Ambos títulos condensan el estilo que hizo famosa a Aguirre: humor, introspección y una mirada aguda sobre las relaciones humanas.

Con el estreno de la temporada 3 de Envidiosa en Netflix, los lectores tienen la oportunidad perfecta para redescubrir a su creadora, Carolina Aguirre, una de las escritoras y guionistas más destacadas del país. Autora de éxitos de TV, Aguirre también brilló en el ámbito literario con dos obras que muestran su talento para el humor, la emoción y la narración moderna: El amor, el amor, el amor y Ciega a citas.

Ambos títulos condensan el estilo que hizo famosa a Aguirre: humor, introspección y una mirada aguda sobre las relaciones humanas. Lecturas ideales para quienes disfrutan sus series... o para quienes quieren entender de dónde viene esa forma tan particular de contar el amor.

"El amor, el amor, el amor"

Durante varios años, Carolina Aguirre fue creando un proyecto narrativo sobre su trabajo como guionista de TV. Allí reveló secretos, técnicas y trucos que usan los autores para construir una historia de amor en la ficción y, al hacerlo, no tuvo más remedio que contar también los episodios de su propia vida amorosa, desde su infancia hasta el día de hoy.

Este volumen reúne esos relatos y funciona como el diario de una escritora cuya obsesión es que la primera escena dialogue con la última; que vive pendiente de la eficacia del texto a cualquier precio; que cree que, en el fondo, todas las historias son de amor, y que no duda en exponer sus miserias o intimidades si eso vuelve su escritura más verdadera para el lector.

"Ciega a citas"

El diario de Lucía González, una treintañera con algunos kilos de más, que vive sola, gana poco y lleva una vida opaca. Tiene una hermana menor, Irina, "la perfecta", y una madre que nadie le envidiaría. En una cena familiar, Irina anuncia que se va a casar. 

Envidiosa, temporada tres: difícil de digerir

Lo que empieza como un festejo se convierte en amargura para Lucía cuando escucha, sin proponérselo, la apuesta que su madre hace con la hija menor: "Va a ir sola, gorda y vestida de negro al casamiento. Es más, si va con un novio, yo pago toda la fiesta".

Muerta de rabia, Lucía decide en silencio desafiar esa apuesta. Tiene siete meses y medio para conseguir un novio "normal" y está dispuesta a hacer cualquier cosa para lograrlo.

Leé fragmentos

El amor, el amor, el amor

Yo me hice guionista de tele un poco por Julio Chávez y otro poco por amor. Mi objetivo era trabajar unos meses en Pol-ka, aprender cómo era la ingeniería de la televisión local y volver enriquecida con ese aprendizaje a la escritura de libros, blogs y otros experimentos solitarios. En el medio, la vida me sorprendió y descubrí que la televisión me gustaba más de lo que había pensado, me quedé algunos meses más, y al poco tiempo ya me ofrecieron mi primer programa de televisión, Farsantes.

El trabajo en las tiras diarias es más o menos siempre igual. Los autores nos reunimos con el productor (en mi caso eran Adrián Suar y Diego Andrasnik) y charlamos del proyecto, pensamos ideas, e intercambiamos figuritas. Después nos vamos a escribir un piloto, uno o dos meses más tarde enviamos un primer boceto, nos volvemos a reunir y a hablar del tema, y así sucesivamente hasta que todos estemos felices con el tono, el ritmo, la naturaleza del programa y estemos seguros de los primeros capítulos. Esa dinámica, una vez que el programa está encaminado, se repite todas las semanas hasta terminar la novela. Con el transcurso de las reuniones, Adrián va redondeando una fórmula que resume un poco lo que espera del programa y en dónde siente que está el corazón del relato. En el caso de Farsantes, un melodrama gay en una serie de abogados del conurbano, pedía que fueran veinte minutos iniciales muy fuertes, que hubiera uno o dos casos atractivos por capítulo, mucho humor en los personajes secundarios y mucho amor: "El amor, el amor, el amor. Siempre el amor. Ahí está el programa", repetía al terminar cada reunión.

Cuando yo empecé había dos o tres capítulos aprobados que eran más policiales que románticos, así que pedí reescribir algunas escenas entre los protagonistas, Pedro y Guillermo. Pero apenas me senté en la computadora me di cuenta de que yo no tenía idea de cómo escribir una tira, menos una tira rara como esa. ¿Qué sabía yo de abogados? ¿Qué sabía yo sobre un romance entre dos hombres? ¿Qué sabía yo sobre televisión? Eran las tres de la mañana, mi marido dormía al lado mío y yo agonizaba sobre la hoja en blanco. Traté de pensar qué sentiría Guillermo, un abogado casado con una mujer a la que no quiere y que finge una vida heterosexual cuando se enamora de un hombre joven que está a punto de cometer el mismo error. ¿Celos? ¿Impotencia? ¿Bronca? ¿La sensación de que el mundo es un lugar injusto para el amor? Probablemente, cuando Pedro le contara sobre su casamiento con ilusión, Guillermo -que no podía reclamarle nada, que vivía escondido- se burlaría rabioso de todos los rituales románticos que hace la gente enamorada. Arremetería contra esa fiesta, los anillos, la luna de miel, el brindis, el carnaval carioca, la familia, los invitados, hasta llegar a su enemigo número uno: el matrimonio, ese que le estaba robando lo que más quería en el mundo. A Pedro.

No sé cómo pasó, pero se me empezaron a escapar escenas de los dedos. Sin querer le escribí largos monólogos a Guillermo sobre el destino inexorable y gris del matrimonio, sobre la rutina, sobre la monotonía asfixiante y aburrida de la familia tradicional. Le decía a Pedro que no importaba quién fuese él o quién fuese ella ni cómo fueran cuando estaban juntos, porque el matrimonio nos convertía a todos en lo mismo: una pareja de aburridos que pelea un domingo a la tarde en un shopping. Una pareja que vuelve enojada del supermercado. Una pareja que trata de dormirse temprano para no soportarse tanto tiempo. Una pareja que estaba junta porque es más fácil seguir que empezar de nuevo. Que todos pensábamos que éramos lo suficientemente especiales para evitarlo, pero que no era cierto. Que el matrimonio hacía eso con la gente, que no había forma de impedirlo, y que a la larga iba a hacer eso con él y con su mujer. Que nadie es tan distinto como se piensa, ni siquiera él.

Mientras tipeaba me sorprendieron mis palabras. No sabía de dónde salían tantos chistes sobre las parejas y la rutina. Yo, una abanderada del matrimonio, casada felizmente desde hacía once años, de repente estaba vomitando esos monólogos con tanta naturalidad que me asusté. Miré a mi marido durmiendo y pensé si yo no quería separarme sin saberlo. Quizás yo tenía esa idea en la cabeza desde hacía mucho tiempo, pero hasta entonces nunca me había animado a pensarla en serio. Tuve unos momentos de angustia, pero enseguida terminé de escribir las escenas, mandé los guiones y cerré esa madrugada paranoica durmiendo abrazada al lado suyo.

Con el paso de las semanas, escribí muchas escenas para Pedro y Guillermo y descubrí que me encantaba escribir una novela. Las tiras, ahora lo sé, se construyen sobre el amor. Hay otras cosas, por supuesto, pero el amor es como un hilo sobre el que vamos poniendo cuentas de collar. Cuentas lindas, feas, brillantes, opacas, grandes, chiquitas, a veces buenas, a veces malas, pero cuentas que sin el hilo no son nada. La intriga, el suspenso, el humor, cualquier recurso es válido a la hora de escribir, pero no hace que el espectador vuelva todos los días a la misma hora a sentarse a mirar una historia. El amor sí. Es inagotable. Infinito. Verdadero. Nos devuelve la fe en la humanidad, nos hace creer que si los protagonistas terminan juntos vivimos en un mundo más justo. La intriga y el ingenio, en cambio, son limitados. Afean la trama cuando se repiten como un chiste que se cuenta demasiadas veces, que ya no causa gracia, que molesta. Por eso podemos ver mil veces un comercial sensible y conmovernos, pero no releer diez veces la misma adivinanza o acertijo porque pierde la gracia. La telenovela no dialoga con la cabeza del espectador, sino con el corazón. Si le escribimos a la cabeza estamos perdidos. No hay nadie con quien hablar, número equivocado.

Unos capítulos más adelante me tocó ir a comer con Julio, el actor protagonista. Yo estaba fascinada. Era mi actor preferido y escribirle era el sueño de mi vida. Farsantes era todo lo que a mí me interesaba contar en una ficción. Estaba saliendo bien. Las escenas eran preciosas. Julio y Benjamín insuperables, hermosos, el amor funcionaba de maravillas. Todo fluía. Tuvimos una comida divina pero cuando terminamos Julio me hizo un cumplido que me destrozó. Me dijo que al principio del proyecto le había preguntado mucho a mi productor quién había escrito esas escenas sobre el matrimonio, porque estaban construidas con mucha verdad. Que enseguida las notó distintas, porque arrancaban como un chiste y se iban poniendo serias, muy serias. Que sabía que no las había escrito la misma persona que había dialogado el resto del libro, que se había dado cuenta. No me acuerdo exactamente qué más dijo, sólo que repitió la palabra "verdad" muchísimas veces. Demasiadas. Y yo, que siempre había soñado con un elogio como ese, me hundí en una tristeza imposible, porque si eran tan ciertas, si efectivamente estaban construidas con tanta verdad, yo tenía que separarme de mi marido.

Creo que nadie sabe la anécdota, salvo mis amigas. En realidad, casi nadie sabe lo que pasa detrás de la TV, en los decorados, en las computadoras, en las reuniones, en esas madrugadas en las que mirás a tu marido durmiendo. ¿Imaginarán que los autores a veces usamos nuestras propias peleas amorosas para una escena? ¿Que reciclamos el mail que mandamos borrachos una madrugada humillante? ¿Que ese capítulo horrible lo hicimos cuando estábamos tristes y no podíamos escribir? ¿Que a veces nos sentamos en la computadora destrozados, vacíos, agobiados por otros pensamientos?

Esa noche llegué a mi casa, encontré a mi marido en el sillón y le dije que teníamos que hablar. Sé que tenía que reescribir el capítulo 17 de Farsantes. Pedro finalmente se casaba, Guillermo corría desesperado porque lo perdía y se moría de dolor. Antes de sentarme a hacerlo, le dije que me quería separar. Me preguntó qué había pasado. Sabía que no había otros, que no estábamos enojados, que ni siquiera habíamos dejado de querernos. No pude decirle nada sobre Julio y las escenas. Sólo dije que el amor era un acto de fe, que era ver en el otro todo lo que podía ser, todos los sueños y las ilusiones, y que yo había perdido la fe en nosotros, en el futuro. Él entendió, como entienden todos los hombres maravillosos, porque mi ex marido es, sigue siendo, el mejor hombre del mundo.

Mientras él hacía la valija yo subí a escribir y puse todo en una escena. Las mismas frases, pero en boca de Guillermo. En ese momento, mientras me separaba, me hice guionista de TV. Un amor se iba, otro llegaba. Esta vez, quizás hasta que la muerte nos separe. O no. Quizá sólo mientras dure, que es lo mismo, pero contado de otra manera.

Sobre qué escribimos

Cuando quiero conocer cómo escribe un guionista no lo leo ni miro lo que hizo, sólo le pregunto sobre qué trata la película Karate Kid. Si dice que es sobre un joven que aprende artes marciales para enfrentarse a unos chicos del colegio, asumo que su estilo es aspiracional. Si dice que es sobre karate o sobre artes marciales, es probable que le importe contar historias que reflejen la realidad. Y si dice que es sobre un alumno y un maestro que se encuentran, se aman y se curan mutuamente, seguro que su búsqueda tiene más que ver con la verdad.

En esas tres formas, al menos para mí, está contenida toda la televisión moderna. Una visión aspiracional, real o verdadera de encarar un programa de televisión.

En la década de los ochenta y principios de los años noventa, la televisión estaba absolutamente tomada por el estilo aspiracional. Es más. La tele estaba para eso. Para desear, para soñar, para ver historias imposibles en la vida real. Era expresión de lo que hubiéramos querido que nos pasara pero nunca nos iba a pasar. Las tramas eran improbables, extraordinarias: había hijos perdidos, familias perfectas, mellizos malvados y villanas que volvían de la muerte. El paradigma de heroína era la sirvienta bella que ignoraba ser hija de un millonario y se enamoraba de su hijo playboy, y los escenarios eran grandes estancias, mansiones de mármol, playas paradisiacas, otros planetas. En el mundo triunfaban series como Dallas, Dinastía o Baywatch, y las novelas de Verónica Castro, Thalía y Andrea del Boca nos hacían llorar con sus tramas imposibles y llevadas al extremo de la excepción.

Pero llegó un momento en el que el espectador empezó a sentir que la ficción estaba lejos, que era fría e improbable, que no nos miraba a nosotros ni hablaba de nuestros problemas, y empezó a pedir realidad. Apareció la clase media común, la mansión le cedió terreno al barrio, y los programas se llenaron de empatía y proximidad. El asombro ya no era ver a Thalía vestida de gala bajando por una escalera, sino ver a Mariano Martínez colgado de un camión de basura o a Osvaldo Laport borracho y tirado en una pensión. De repente, los playboys millonarios, los petroleros, los bañeros sensuales mutaron en ladrones, boxeadores, taxistas, colectiveros. Los protagonistas éramos nosotros, y lo que les pasaba era lo mismo que les pasaba a nuestras familias y amigos. La tele, de repente, era como un espejo.

Llegamos al punto máximo de realidad con los reality shows. De repente, mirábamos veinticuatro horas al día gente encerrada dentro de una casa o vecinos sentados en un talk show contando cómo se peleaban con sus cuñadas. Entonces vernos en la pantalla ya no fue novedad, se volvió aburrido, y empezamos a necesitar verdad. ¿Y qué es la verdad sino la realidad con una idea detrás? Ahora los protagonistas no son ni tu vecino ni tu amigo, pero tampoco los primeros estereotipos aspiracionales. No existen ni el verdulero ni el playboy millonario. Existen Pablo Escobar. Frank Underwood. Don Draper. Hannah Horvath. Rita Fonseca de Souza. Son especiales no porque sean ideales, sino porque encarnan una idea, porque no son todos ni alguien que no existe, son un otro que no conocemos, pero podríamos conocer. De repente, el límite entre el bien y el mal se mezcla. Ya no existen los héroes ni los villanos puros, y los malvados pueden ser protagonistas porque esa verdad los interpela, busca su herida, y los salva para que los amemos como a los héroes de los años ochenta. Stringer Bell es un narcotraficante que va a la universidad a estudiar economía en The Wire y el noble policía que lo persigue es un alcohólico que se queda dormido el día que tiene que atestiguar. Tony Soprano es un mafioso temible con ataques de pánico capaz de matar pero incapaz de rebelarse contra su propia madre. Escobar es un genio y un asesino al mismo tiempo, es traficante y productor de cocaína pero nos deslumbra su genialidad para fundar un imperio. La verdad es compleja y así es como se la cuenta, mestiza, teñida, ni de un lado ni del otro. Los protagonistas dejan de ser bellos porque la belleza aleja. En la televisión aspiracional, James Gandolfini o Lena Dunham no hubieran tenido cabida. Hoy pueden ser estrellas.

El tema recorre la peripecia por debajo como una mecha. El patrón del mal es una biografía de Pablo Escobar, pero es también un ensayo sobre la violencia. House of Cards es la historia de un diputado despechado, pero además un tratado sobre el poder. Avenida Brasil es una crónica sobre la venganza. Los Soprano es la historia del jefe de la mafia de Nueva Jersey, pero ante todo explora el valor, el significado y los límites de la familia. Breaking Bad trata sobre el bien y el mal. Girls, sobre la adultez. Mad Men, sobre la soledad y la identidad. Y The Wire hace pie en el papel de las instituciones en la sociedad moderna. ¿Sobre qué tratan, en cambio, Baywatch o Marimar? ¿Cuál es la idea detrás de Kitt, el auto fantástico o las telenovelas de Alejandro Romay?

Las ideas narrativas pueden ser parecidas, cambia el encuadre. Un grupo de detectives que resuelve casos en una ciudad específica puede dar origen a dos series opuestas: mientras The Wire cuenta cómo McNulty fracasa, CSIes una serie sobre cómo Grissom acierta.

Acá, en Argentina, empezamos desde hace tiempo a buscar sentido en nuestras ficciones. No siempre podemos, pero Avenida Brasil o El patrón del mal son buenos ejemplos y funcionan porque están construidas con verdad. Avenida Brasil es una bomba de trama pero no por eso es superficial, falsa o retorcida. Se sirve de todas las herramientas del melodrama y de la tradición televisiva de la telenovela pero no tiene miedo de pisar temas como el narcotráfico, la trata de personas, el trabajo infantil o la prostitución. La identificación no está en el argumento sino detrás. Lo mismo sucede con El patrón del mal. El espectador no se ve en el personaje (no le pasa lo que a Pablo Escobar) sino en la verdad que se respira en el subtexto (porque sí vivimos atravesados por esa violencia). Son dramas, sí, pero podrían ser comedias. No bajan línea ni sermonean, pero tienen una ideología. Son novelas con voz.

Nosotros dimos los primeros pasos pero aún estamos lejos. Nos escudamos en la falta de recursos, la maduración de la industria o el tamaño de nuestro mercado, pero las excusas pierden valor cuando vemos lo que lograron Colombia y Brasil en sus ficciones. Hay series aspiracionales y realistas maravillosas, pero hay una profundidad y una madurez en la verdad que necesitamos empezar a transitar ya. Así como Los Soprano no es una serie sobre la mafia y Mad Men no es sobre publicidad, Karate Kid soporta el paso del tiempo porque es una película construida desde la verdad. Por algo hoy ya nadie recuerda el nombre del contrincante o cómo era la chica de sus sueños, pero nadie olvida las enseñanzas de Miyagi ni a su alumno, Daniel San, buscando la mirada de su maestro en el momento más difícil de la pelea. Leé más en "Me gusta leer" con un clic aquí

Ciega a citas

1 de noviembre | La apuesta

Ayer tendría que haber matado a mi madre y a mi hermana, pero en vez de apuñalarlas me comí medio lemon pie y lloré.

Mi hermana menor, Irina, nos invitó a cenar a su casa para darnos una sorpresa: que se casaba en siete meses y medio. La noticia no sorprendió a nadie. Está de novia hace cuatro años y siempre supimos que su soltería iba a terminar antes de esa manera: con un novio impecable, una relación soñada y una boda perfecta.

Así que hicimos lo que había que hacer, festejar. Brindamos, comimos cosas ricas, discutimos un poco, miramos vestidos en una revista y diseñamos un menú imaginario tiradas en el sillón del living. Todo parecía ir relativamente bien (lo que es mucho en mi familia) hasta la hora del café, cuando yendo al baño me llevé la sorpresa de mi vida.

Mientras me estaba lavando las manos, escuché a lo lejos una conversación que todavía me cuesta asumir como real. Mi mamá le decía a mi hermana que esta boda iba a ser muy difícil para mí, porque yo era la mayor de las dos (tengo treinta años y ella veintisiete) y la que tenía que casarse primero. Que yo tenía el peor trabajo (soy periodista y gano una miseria, es cierto), que no tenía pareja (¿cómo sabe?), que estaba gorda (tengo unos doce kilos de más) y que mi vida no iba hacia ningún lado (cierto también). Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue el final. Dijo que el casamiento iba a ser una doble tragedia, porque mi familia iba a sufrir tanto como yo al verme bailar sola y borracha mientras mi hermana menor se casaba con el amor de su vida.

Mi hermana, sin embargo, no estuvo de acuerdo. Le preguntó cómo sabía ella que yo iba a ir sola. "Quizás esté con alguien que no conocemos." Pero mi mamá respondió enseguida que ella sabía que yo iba a ir sola por una razón muy simple: siempre iba a sola a todos lados. Mi hermana le dijo que no. Mi mamá que sí. Mi hermana que no. Mi mamá que sí. Y la conversación fue subiendo de tono hasta que (lo escribo y no lo creo) mi mamá dijo que si yo no iba sola, deprimida y vestida de negro al casamiento (¿qué tiene el negro de malo?), ella pagaba toda la fiesta. Y pronunció la palabra "apuesta" varias veces. De hecho, cuando salí del baño se estaban dando la mano.

Para disimular, amagué que iba para el living, pero me quedé en el pasillito para seguir escuchando. Mi mamá puso condiciones: que no valía si llevaba un candidato prestado, es decir (cito textual), "compañeros de trabajo, amigos putos o cualquier persona que me hiciera el favor de acompañarme (keyword: favor)". Que tenía que ser un novio en serio.

Después habló un rato largo sobre mí, pero por más que me esfuerzo no me puedo acordar qué dijo. Tengo una suerte de bloqueo. Las frases se me enredan como una hiedra venenosa en el cerebro. Sólo sé que me tuve que apoyar en la pared para no caerme al piso. Me sentí tan mal que después de escucharlas no hablé en toda la noche. No dije nada. No podía escuchar nada más que mi propia cabeza. Ni siquiera pude pedir que me alcanzaran el azúcar porque cada vez que intentaba hablar las palabras no me salían.

Todavía estupefacta, me senté de nuevo a la mesa y me comí tres porciones de lemon pie en cinco minutos, ante la mirada absorta de mi madre, que servía el té escandalizada por mi gula. Yo ni siquiera la miraba. No hacía nada más que comer. Sabía que tenía merengue en los labios y me lo dejé. Estaba catatónica y miraba la pared como un enfermo mental en un hospicio. Si en ese momento entraban ladrones, creo que ni siquiera hubiese corrido. Me hubiese quedado ahí, consumida por el miedo y el merengue, a dejarme morir.

4 de noviembre

Hace dos días que no salgo de casa. No fui a trabajar, no me bañé, no atendí el teléfono ni el timbre. Ni siquiera fui al supermercado. Me alimenté con lo que encontré en la alacena: galletas de arroz gomosas y gelatina (siempre tengo galletas de arroz y gelatina porque todos los lunes intento empezar una dieta).

La frase de mi mamá se repite en mi cabeza como los raspadores de una cumbia: "Si tu hermana va con un novio a la fiesta, te la pago entera". El tonito irónico y la risita del final serían la pandereta.

5 de noviembre

¿Por qué no me dejan ser soltera en paz? ¿Soy yo la perdedora porque prefiero estar sola antes que estar con cualquiera? ¿O son las demás, que salen con cualquiera para no tener que estar solas?

Cada vez que una amiga me dice "tenés que conseguirte uno como Pablo, mi marido", pienso para adentro: "¡Tardo veinte minutos en encontrar a un chanta mediocre como el tuyo! ¡Estoy sola justamente por eso, porque espero algo mejor para mí! ¡Dejá de jactarte de tu pareja como si te hubieras sacado la lotería! ¡La calle está llena de tipos así! ¡No es ningún mérito tener uno con cama adentro!".

Además, estar sola no es tan terrible. Al menos no adentro de mi departamento. Lo grave es afuera, en la calle, en las reuniones sociales, en los formularios. Yo no sufro tanto por estar sola (keyword: tanto) como sufro por la mirada de los otros sobre mi soledad.

Sin embargo, aunque sé que no tengo que demostrarle nada a nadie, aunque me parece una estupidez medir el éxito de una persona por su estado civil, aunque soy una mujer independiente, moderna y (aunque mi madre frunza el ceño) joven, no quiero ir sola al casamiento. No quiero soportar esas miradas. No quiero que me pregunten cómo una chica tan linda no tiene novio.

Llegar sola sería poner en evidencia que estoy sola porque las chicas como yo siempre están solas. Asumir que no es circunstancial, que no estoy entre una relación y otra, sino que estoy jodida, mal de la cabeza, que tengo problemas emocionales y que me voy a morir aplastada debajo de cinco gatos gordos que gritan, irritados, porque quieren más alimento balanceado. Ir sola es decirles que sí, que no puedo con mi destino. Ir sola es habilitarlos para que se codeen. Ir sola es darles permiso para que sientan compasión, para que me traten como a una leprosa o, peor todavía, para que intenten presentarme a un amigo. ¡Ir sola es confirmar que no tengo remedio!

Pero, por otro lado, ¿estoy dispuesta a invertir mi tiempo y a poner en juego mi autoestima para que otros dejen de hablar de algo que ni siquiera me importa? ¿Quiero ser así de vanidosa? ¿Quiero ser así de insegura? ¿Quiero ser así de neurótica?

Sí, quiero. Me da bronca que mi mamá haya apostado que iba a ir sola y deprimida al casamiento, que mi vida no esté en su mejor momento, y que encima sea así de obvio para los demás. Y no sé qué voy a hacer con esa bronca. Sólo sé una cosa: que mi mamá no va a determinar qué clase de persona soy. Que mi mamá no va a salirse con la suya otra vez. Que va pagar hasta el último canapé que mi novio y yo decidamos comer.

9 de noviembre

Hoy a la mañana mi mamá me mandó un mail (a primera vista casual) que me sacó de las casillas.

chicas no me van a creerr!!!! se casa tambien la hija de beba la del club y la hija de teresita... la mas chica... y ayer de casualidad me entero que tambien se casa julio el sobrino de los alvarez del colegio... y bueno la hija de rita... que ya sabiamos que es un csamiento humilde pero es un casamiento ...no? cuatro... y se casan todos en julio. no vaquedar ni un soltero en argentina!!!!!!!!!!!!Mama

Y antes de poder pensarlo, ya le estaba contestando una barbaridad (¡Susana perdoname!):

¡Sí! Increíble. ¡Quedé shockeada, te juro! Porque justo ayer me enteré que Mariana y Pablo, los dos hijos de Susana, se divorciaron. Los dos. Por fin Susana va a poder decir que tiene a todos sus hijos divorciados... Y se pone mejor: como el ex marido de Mariana no le pasa un peso y Mariana no le deja ver a los chicos, todos los fines de semana se arman unos escándalos tipo "Policías en Acción" en la puerta de lo de Susana. Pero vos ya lo debés saber, porque es tu amiga. ¿Te dijo si ella mantiene a todos? Yo creo que sí, porque Pablo acaba de tener un bebito con la nueva, y no debe poder con las dos casas ¿No?PD: Susana podría aprovechar y divorciarse también, total, sabe que el marido le mete los cuernos desde hace años! ¡Todos lo sabemos! (Y ahí serían 4 divorciados y podríamos decir oficialmente que Buenos Aires está llena de separados con problemitas. ¿O no?)L.

11 de noviembre | Tengo 3 posibilidades: Rodrigo, Eduardo, Marcelo

Tengo tres opciones fáciles y seguras para ganar la apuesta. La primera es Rodrigo, mi ex novio. La segunda es un compañero de trabajo, Marcelo Ugly, y la tercera es Eduardo, un contador aburrido con el que salí tres veces y al que nunca más le devolví una llamada.

Los tres son fáciles. Sólo tengo que llamarlos y están ahí. El único problema es que me duren doscientos cincuenta días. Nueve meses es mucho tiempo para salir con alguien que no te gusta. Hay que superar por lo menos cien citas, trescientos llamados telefónicos, cuatro cenas familiares, un cumpleaños, dos enfermedades y un fin de semana juntos en el mar. Pero tengo que hacerlo ahora. Si dejo pasar algunos meses y los llamo más adelante, corro el riesgo de que conozcan a otra persona. Y yo no puedo darme ese lujo.

Rodrigo es el más fácil, pero es el peor de los tres. En los últimos diez años cortamos y volvimos unas cinco veces. La última fue hace cuatro y fue la definitiva. Es, además, el único novio que le presenté a mi familia, que lo despreciaba por gritón, ordinario y prepotente. Rodrigo te hace pasar vergüenza a donde vayas. Es metido, habla a los gritos en lugares públicos y hace preguntas desubicadas (es capaz de preguntarle a un desconocido cuánto gana y cuántas veces tiene sexo con su mujer), pero es fácil. Está ahí. Llama. Se muere por volver. Pero seamos sinceros. ¿A quién voy a impresionar con Rodrigo? Mi mamá es capaz de impugnar el resultado.

Marcelo Ugly, en cambio, es todo lo contrario. Es sensible, bueno, medio tonto. De esos que te preguntan si te sentís bien y si querés un té porque se van a hacer uno. Pero es muy feo, y además tiene pelo largo. Le dicen "Marcelo Ugly"; en realidad, su apellido no es "Ugly" sino algo parecido, pero lo llaman "Ugly" porque quiere decir "feo" en inglés y porque, justamente, lindo no es. Se viste mal: su estilo es entre hippie y desaliñado (usa bombachas de gaucho y remeras con estampas indígenas). Además escucha música bajonera como folklore o tangos. Cuando me lo imagino en un recital de Horacio Guaraní, borracho, babéandose y cantando, me quiero pegar un tiro. Sinceramente no me veo comiendo humitas en una peña; en una peña no me veo haciendo nada más que tratando de escapar.

Eduardo, el tercero, es el más presentable, pero es mucho más grande que yo. Tiene cuarenta y dos años, es contador (aburrido, aburrido, aburrido) y, como si fuera poco, es pelado y se viste de traje. Por otro lado, tiene un par de cosas buenas: sabe comer, sabe beber y viajó mucho. Y otras malas: es insoportablemente presumido, obsesivo y amarrete. Desde hace diez años, él y su mucama Ninfa se organizan como si fuesen un matrimonio. Él le da el menú semanal detallado, le explica cómo planchar las camisas y cómo acomodar la alacena, y Ninfa hace todo tal cual él le pide.

Ninguno es para mí, ya sé. Pero es todo lo que tengo. Y no van a esperarme toda la vida, porque aunque nadie me crea, afuera, en la calle, en los boliches, en los restaurantes, hay miles de mujeres en sus treinta, ansiosas por llevarlos de la mano a una fiesta.

12 de noviembre | Voy a salir con Marcelo

Después de mucho pensarlo, creo que lo mejor es probar con Marcelo. Es mucho más fácil cortarle el pelo a un hombre, que lograr que deje de gritar o contar las monedas de la propina. Después de todo, todos los hombres son un desastre hasta que una mujer los hace de nuevo. Voy a recauchutarlo un poco (cambiarle los pantalones, sacudirle el folklore y, si se puede, cortarle el pelo) y en julio lo llevo al casamiento.

Estoy convencida. Tanto, que ya di el primer paso. Aprovechando que siempre me invita a salir con el resto de los solteros de la oficina, le mandé un mail casual pero muy claro:

Hola, soy yo, Lucía. Estaba pensando que por un motivo u otro nunca fui a tomar nada con ustedes... Y como vos siempre me preguntás por qué no voy y yo siempre te digo que no puedo, pensaba que quizás podíamos hacer algo otro día. Vos y yo, digo. Avisame si querés.Un beso.L.

13 de noviembre

Dijo que sí. Salimos mañana.

14 de noviembre

Mi jefa le puso "El club de los solteros" a un grupo de compañeros que siempre están solos. Incluso cuando están en pareja (de vez en cuando salen con alguien), siguen organizando salidas todos juntos. No me imagino actitud más perdedora que ésa. Es como si supieran que de todos modos ninguna relación les va a funcionar, y por las dudas no quieren perder su lugar en la mesa del restaurante de abajo o en los miércoles de bowling.

Algunos me caen bien. El gordo Piñata, por ejemplo, es muy tierno; sesea y parece un chico. Graciela, en cambio, es una señora de cincuenta y tantos años que vive con su madre. Es un poco la tía de todo el mundo y está obsesionada con la moral, las buenas costumbres y lo que es fino y lo que no. Gisela, la recepcionista, también es del grupo (en realidad no se llama Gisela; yo le digo Gisela Buche porque es una versión desmejorada y más petisa de Gisele Bundchen, la modelo brasilera). Es muy linda y siempre tiene propuestas para salir, pero como "quiere concentrarse en su carrera" está tan sola como ellos. Y por último yo, que soy el blanco ideal de sus invitaciones porque intuyen que tampoco tengo pareja.

-Che, Lucía -me dijo Marcelo-, mañana, el grupo de los que estamos solos de acá vamos al bar de enfrente a tomar algo. Deberías venir, va a estar bueno.

Cada vez que me invitan, me dan y me doy tanta pena, que quedo deprimida hasta el día siguiente. Además, la última vez nos escuchó Matías, un redactor nuevo, perfecto, precioso, con el que tengo fantasías licenciosas y vergonzantes casi todos los días.

Si mañana me va bien con Marcelo, quizá mate dos pájaros de un tiro. Consigo novio para el casamiento de mi hermana y me ahorro las preguntas del club de los solteros al menos por nueve meses. No es poco.

14 de noviembre, noche

Recién vuelvo de mi cita con Marcelo Ugly. No me fue ni bien ni mal. Simplemente no me fue.

Me pasó a buscar, mal vestido y puntual, a las ocho. Primero fuimos al cine y después a comer, pero ambas experiencias fueron olvidables. Hablamos casi dos horas de temas aburridos y comunes, hasta que me cansé, le dije que me tenía que levantar temprano y me tomé en taxi. Creo que bostecé varias veces pero no se dio cuenta. Él estaba muy emocionado con la salida, pero yo me veo venir varios problemas.

El primero es que Marcelo es indigenista. Todo lo que viene de la tierra o de los indios le parece una maravilla. Incluso superior a cualquier tecnología actual: el barro le resulta un material noble y aromático, los ranchos una belleza autóctona y la lana de llama, un pedazo de nube en la tierra. Éste es (o va a ser) un problema fundamental entre nosotros, porque yo soy todo lo opuesto. A mí me gustan los aviones, los hoteles, la comida chatarra, el brit pop, la computadora y el diseño minimalista. De sólo pensar en ponerme unas chancletas de paja, me muero. Siento como si me inocularan mal de Chagas por la planta de los pies. Mientras yo sueño vivir en un piso veinte con vista a la avenida 9 de Julio, él quiere instalarse en Tilcara o en las sierras cordobesas y poner un hotel. Planea cosechar sus propias verduras, volverse macrobiótico y dejar de ver televisión. Juro que cuando habló de la abstinencia televisiva me bajó la presión. Me imaginé que no veía más "El aprendiz" y quise morirme ahí mismo.

El broche de oro fue cuando llegamos al café. El pidió un té con miel y yo un capuchino con cuatro sobres de edulcorante. Pero ni siquiera notó el contrapunto. Estaba demasiado emocionado con la cita.

Por otro lado, como bien dije antes, le gustan el folklore y la comida argentina (me llevó a un restaurante a comer tamales y humitas). Le encantan la literatura latinoamericana, el realismo mágico, viajar a Machu Picchu y los carnavales del Litoral. Creo que incluso en algún momento empezó a hablar de ir a una peña. Yo no conozco a nadie que tenga trabajo y vaya a peñas. Ahí van todos los estudiantes de Bellas Artes que subsisten pidiendo unas monedas "para la birra" en las fiestas de su facultad.

En cuanto a su aspecto, que sea feo es lo de menos. Necesita arreglos de otro orden. El pelo, cortarlo. Los suéteres que usa (con capucha y dos tiritas), tirarlos. Los jeans, que son cortos y, presumo, de tiro alto, desaparecer. La billetera tejida, evaporarse. Y por último, la pulserita roja que tiene atada en la muñeca debe ser arrancada de inmediato (estas pulseritas se pueden tener sólo hasta los veinte años y en localidades balnearias, cuando te bajás del micro en Retiro te las tenés que cortar).

Me temo que me espera un gran trabajo por delante. Nueve meses de revoques, de correcciones, de imperativos disimulados detrás de tiernas sugerencias. En muchos sentidos, voy a tener que hacer una exterminación total. Pero quién sabe. Quizá debajo de todo ese yute, Marcelo sea el amor de mi vida.

15 de noviembre | Marcelo cree que es mi novio

Hoy Marcelo Ugly me miró toda la tarde con cara de romance clandestino desde su escritorio. Yo debería haberle devuelto las miradas, o aunque sea una sonrisa tibia, pero me daba vergüenza que alguien nos viera.

Por otro lado, me llevé una gran sorpresa. Marcelo no es tan relajado como parecía, porque cada cinco minutos me preguntaba por Messenger: "¿En qué andás?". Y si no contestaba, me llamaba al interno para ver si estaba en mi escritorio o no.

Este tipo de acoso o, para ser menos dramática, de supervisión, lo puede realizar únicamente un novio. O un marido, claro. Es decir, alguien que goce de derecho sobre tu atención y que esté habilitado para exigir una cierta velocidad de respuesta. Y Marcelo Ugly no tiene ese derecho. Una persona normal sabría eso. Pero él no, y me molesta muchísimo. Pero no quiero decírselo porque lo va a tomar mal y va a transformar mi observación en una conversación de pareja que no quiero tener.

Por lo pronto, el sábado tiene "una sorpresa para mí": eso dijo. "Algo de lo que hablamos el otro día." Yo sólo espero que la sorpresa no sea contarles a todos sus amigos que estamos saliendo. Por lo pronto, nos encontramos a las doce, en mi casa.

16 de noviembre

Ayer fui con mi mamá y mi hermana a conocer a una wedding planner. Al parecer, ya no se estila más hacer las cosas uno mismo. Ahora hay que contratar a alguien que oficie de mediador entre la novia y el florista. Alguien que decodifique lo que quiere la pareja y lo transforme en mesa dulce y servilletas.

Me quedé impresionada con la cantidad de chupasangres que viven de esto. Equipos de seis personas debaten con total seriedad si una torta helada de maracujá puede constituir una torta de bodas "sin que el invitado se sienta defraudado en su expectativa gastronómica de comensal experimentado" o si las carnes rojas en verano son, a nivel filosófico y culinario, una suerte de contradicción.

Yo entiendo que los detalles de cualquier fiesta son importantes para el anfitrión. Presumo necesario elegir las flores o el color de los manteles. Debe ser espantoso pagar cincuenta mil pesos por un casamiento color verde agua y centros de mesa con gladiolos y claveles. ¿Pero es necesario usar cuatro días para explicarle a mi hermana que las papitas noisette no se hacen en casamientos buenos desde el año 92 y que si quiere papas deberán ser papas rotas o "en croûte" de especias? Es el menú y todos van a comer, es verdad. ¿Pero definir el tono de un casamiento a partir de la guarnición de papas no es llevarlo demasiado lejos? ¿Hay que usar máximas tan idiotas como que "el menú es la columna vertebral de la fiesta" o "no existe el demasiado para el día más importante de tu vida"?

Además, que haya empresas que viven del alquiler de sillones es la prueba inequívoca de que todo el mundo usa los mismos. ¿Entonces qué es lo original, lo novedoso, lo moderno de esta empresa? ¡Si sólo cambian el concepto de papa y el color de manteles, pero la fiesta es siempre la misma! ¡Incluso nos sentamos en el mismo sillón!

Por otro lado, ahora se estila darles diferentes funciones a las amigas más cercanas y familiares. Es un detalle lúdico, no operativo. No sé qué me va a tocar a mí. Espero que no sea nada humillante, nada en un escenario, nada con fuego y nada relacionado con la despedida de soltera.

19 de noviembre

Ojalá alguna vez me pueda olvidar de este fin de semana. Pero no creo. Como el miedo, va a volver en pesadillas disfrazado de otra cosa.

El sábado a las doce del mediodía Marcelo me tocó el timbre. Bajé de malhumor porque odio el sol, especialmente al mediodía. En la puerta de mi edificio estaba estacionado su auto con el baúl lleno de bagayos y bolsitas de supermercado llenas de porquerías. Y mientras yo rezaba para que se abriera una grieta en el piso para esconderme, él revolvía sus petates buscando quién sabe qué.

Miré rápidamente el asiento del acompañante y había un paquete de panadería y, arriba de la guantera, un termo y un mate de cuero repujado. Sentí miedo, ese miedo raro que provoca lo desconocido. Reculé. Di unos pasos hacia el palier para meterme adentro, pero me atajó con cara de pícaro. Sentí lo mismo que cuando el monstruo me alcanza en sueños.

Marcelo sonrió y me mostró una fotocopia horripilante y sucia. Una especie de folleto casero que decía "Camping Las Margaritas". La palabra "camping" me sacudió la visión y perdí el equilibrio. Como cuando le das un golpe al televisor y hace líneas en la imagen. Sé que dijo cosas como "alejarse", "aire puro", "de lo que hablamos el otro día". ¡O sea que este tarado creía que a mí me había parecido encantadora su fantasía tilcareña! ¡Debería haber dicho algo! ¡Todo esto me pasó por callarme y sonreír durante toda la noche!

No sé cómo, pero una hora después yo estaba en el asiento delantero, comiendo un vigilante, con cara de culo. Lo único que pensaba era cómo hacerlo volver. El fin de semana se me venía encima, como un flash forward potencial. Me imaginaba haciendo pis en pastizales llenos de culebras, metida en una carpa con olor a calzón, comiendo de una olla y tomando mate cocido. Mi malhumor era increíble. Lo odiaba profundamente por necio. Tanto, que le contesté con monosílabos hasta que quiso poner un cassette (keyword: cassette) y me opuse. No sé de qué era, porque lo alejé con la bombilla del mate a modo de palo, como si fuese un perro muerto.

Cuando íbamos en camino, fantaseé con desmayarlo, tirarlo en el asiento trasero y volvernos a mi casa. Pero no pude. No por él, que se merecía explotar contra el pavimento, sino por mí. Si hacía o decía algo, probablemente la próxima escena sería conmigo sola, comiendo isla flotante llena de papel picado en la fiesta de casamiento de mi hermana.

Para contenerme, me autoflagelé con lo que yo presumía iba a ser la fiesta: me imaginé a mi mamá dándole un billetito clandestino a mi primo para que me sacara a bailar, visualicé el aparato amigo de mi hermana con el que me sentarían en la fiesta (buscando engancharme con un tipo que ninguna otra quiso), me vi conversando con mis tías gordas sobre la mesa de quesos y el surtido de canapés. Y decidí que entre las dos experiencias, el camping era "la menos peor".

Con todas esas imágenes y tres vigilantes atorados de angustia en la garganta, llegué a Las Margaritas a las cinco de la tarde. Si las casas embrujadas existen, les juro que éste era el patio trasero. Había tranquera, directivas talladas en tablas de quebracho y una huerta saqueada por alimañas. No me pregunten dónde quedaba. Sé que había un río y, al lado, una suerte de pocilga con heladeritas de telgopor y un montón de gente riéndose con los dientes verdes de yerba mate. Era como viajar en el tiempo. Como meterme un domingo en el televisor, cuando dan las películas de Tiburón, Delfín y Mojarrita.

Me puse muy mal. Estas cosas son típicamente mías. Bien maníacas. ¿Qué hacía yo ahí con ese tipo? ¿Era necesario llegar tan lejos? ¿De verdad me iba a quedar cociendo arroz en una olla como un gaucho del 1800? ¿Iba a juntar madera? ¿Iba a hacer pis en un árbol? ¿Iba a armar la carpa, por amor de Dios? Me daban ganas de confesarle todo. De decirle que mi mamá había hecho una apuesta, poniendo en duda mi honor y mi estado civil, y que tenía que ayudarme por caridad, y llevarme a casa de vuelta a ver tele y pedir empanadas por teléfono como personas normales. Hasta pensé en arrodillarme y hablarle al cielo para que empezara a diluviar.

Cuando sentí que me ponía a llorar, le pregunté en dónde estaba el baño y me fui corriendo. Él se fue a hacer trámites (aparentemente tenés que pagar para entrar al lugar) y yo me senté en el inodoro, trabé la puerta con las piernas flexionadas y lloré. Lloré lágrimas gruesas, pesadas, llenas de agua. Lloré como hacía años que no lloraba. Lloré mucho. Lloré como cuando dejé a Rodrigo para siempre y pasé mi primer fin de semana sola. Lloré porque odiaba estar ahí, lejos de mis cosas, de mi vida, de mí. Y me propuse llegar al domingo, como fuera, y después replantearme todo. Pero el domingo fue peor todavía. Mucho peor.

Salí del baño del camping con cara de mala cita y una sola idea: aguantar hasta el otro día a la mañana y decirle a Marcelo que me sentía mal y que me quería ir. Si tenía dos dedos de frente, iba a desarmar esa toldería e íbamos a volver a la civilización.

Cuando llegué a nuestro lugar, Marcelo armaba la carpa solo. No sé si notó mi amargura o se dio cuenta de que una cita en un camping era una porquería, pero no tuve que mover un dedo. Me senté al lado mientras él hacía todo, y le contesté con ironías. Más tarde fuimos al bar, y entre la televisión, una milanesa recalentada y unas revistas viejas, me volví a sentir una persona por un ratito. Pero cuando terminamos de cenar, Marcelo se quiso ir a la carpa. Y yo no. Yo parecía uno de esos chicos que van a jugar a lo de un amiguito y cuando tienen que volver a su casa no quieren irse.

Tomamos varios cafés hasta que cerró el bar. Nos volvimos en la oscuridad, usando una linterna. Cuando llegué a la carpa me desplomé, creo que del cansancio y del miedo de que Marcelo me quisiera tocar. A mí no me iba a tocar un pelo. Lo supe esa misma mañana, cuando lo vi revolviendo el baúl del auto con esa riñonera en la cintura. No me iba a tocar nadie que usara riñonera. Nunca.

Pero mis intentos por dormir fueron inútiles. No pude pegar un ojo hasta el otro día, porque a la una de la mañana empecé a escuchar unos ruidos extraños. Algo así como el ulular de un bicho impreciso; un ruido animal que nunca había escuchado en mi vida. Era como el graznido de un pájaro raro: uiu uiuy uuuuiu iuiu uuuui, al que se le sumaba el silbido filoso del viento. Sentí un miedo incómodo, solitario. El ruido se hizo más fuerte. Me abracé a la almohada, esperando que Marcelo lo escuchara y se levantase a ver qué era, pero como no se movía, decidí despertarlo yo. Toqué su lado de la carpa, cuidadosa, y sentí el piso frío e irregular. No estaba. El miedo se duplicó, se triplicó. La noche se hizo sólo miedo. Traté de quedarme quieta, esperando que volviera, pero el ruido era cada vez más claro. Uuu uiuiuy ui. Leé más en "Me gusta leer" con un clic aquí

Esta nota habla de: