Capítulo XXXII

Caminos que se bifurcan: el regreso y la sombra

La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXXII de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo.

Marcela Muñoz Pan

Llegó un nuevo festejo del departamento de San Martín, después que fueron separados Elena y Roberto en su adolescencia y Elena le había dejado esa carta desgarradora contándole lo que sus padres decidieron, es que, por muchos, muchos años no supieron nada uno del otro. Roberto le había escrito una carta también pero no tenía manera de mandársela sin que nadie supiera. La buscó por mucho tiempo, preguntaba por los distintos lugares del este, pero nadie sabía o quería decirle nada, un manto de secreto sellado con siete llaves y ninguna posibilidad que alguna abriera una puerta. Durante décadas, el departamento de San Martín había sido para Roberto un mapa de callejones sin salida, recorriendo Palmira, Chapanay, Buen Orden, Alto Verde y Alto Salvador, Las Chimbas y Montecaseros, hasta El Espino se fue siendo tan lejos e imposible encontrar a Elenna por ahí.

Lo cierto es que donde fuera Roberto en el bosillo de su saco, llevaba el peso del silencio, allí iba muy protegida en un sobre amarillento y con bordes bastantes deshilachados: La carta. Esa carta que no encontraba lo cuántico de la vida para que llegue algún día a las manos de su eterna amada.

El nuevo festejo departamental había convocado a todo el pueblo en la plaza principal. Entre las luces de colores y el sonido de las guitarras, Roberto se sentía un extraño. Se sentó en un banco de madera, observando a las parejas jóvenes bailar. Pensó en la carta desgarradora que ella le había dejado: "Mis padres han decidido nuestro fin, Roberto. Mañana nos vamos y no sé hacia dónde nos lleva el olvido".

De pronto, una mujer se detuvo frente al puesto de artesanías. Llevaba el cabello recogido con una elegancia sencilla y sostenía una pequeña bolsa tejida al crochet. El corazón de Roberto dio un vuelco que le dolió en el pecho. Había algo en la forma en que ella inclinaba la cabeza, una melancolía familiar en sus hombros. Esa joven adolescente que lo encandiló al parecer no era, dudaba que unos nueve o diez años que no se habían visto, estuviera tan avejentada.

Roberto se puso de pie, con las piernas temblorosas. Se acercó lentamente, temiendo que fuera un espejismo más de los tantos que el desierto de Mendoza le había jugado.

¿Elena?, susurró. El nombre sonó como una oración antigua.

La mujer se tensó. Giró lentamente y, al verlo, el tiempo se detuvo. Los "siete candados" se rompieron con el simple choque de sus miradas. No hacían falta llaves cuando la verdad pesaba tanto.

Me dijeron que te habías ido lejos, dijo ella, con la voz quebrada. Mis padres quemaron tus fotos, Roberto, y tal vez si me mandaste algunas cartas, nunca lo supe. Me dijeron que me habías olvidado.

Nunca, respondió él, sacando el sobre amarillento. Te busqué por cada rincón de Mendoza Este. Tengo una respuesta para vos desde hace unos cuantos años, muchas noches en vela y mis días sin consuelo. Elena tomó la carta. Sus dedos rozaron los de Roberto y, en ese instante, el festejo de San Martín dejó de ser una celebración ajena para convertirse en el escenario de su propia victoria. El secreto se había terminado; la puerta, finalmente, estaba abierta.

San Martín, 20 de diciembre

Elena, mi vida:

No sé si estas palabras llegarán a tus manos, o si quedarán atrapadas en el viento que sopla desde la cordillera. Me enteré de lo que decidieron tus padres. Siento que me arrancan el aire, que el estanque quedó, sin tu sombra caminando por la plaza vacía, vacía porque solo era mi imaginación. Ellos dicen que somos chicos, que esto es un capricho de verano. Pero no saben que yo ya te elegí para todos mis inviernos. Me dicen que el "secreto" de nuestro amor es un error, pero para mí es lo único verdadero que tengo. Me han cerrado todas las puertas, me prohíben acercarme a tu casa y me vigilan como si quererte fuera un delito.

Escuchame bien: no importa a dónde te lleven, ni cuántas llaves pongan en la cerradura. Mi amor por vos no se puede encerrar. Voy a buscarte. No me importa si tengo que recorrer cada finca, cada calle de tierra o cada rincón de Mendoza o el mundo entero. No te voy a olvidar nunca. Si podés leerme, guardá esta promesa: algún día, cuando el silencio de tus padres ya no tenga poder sobre nosotros, voy a encontrarte. Esperame, Elena. Aunque pasen mil años, esperame, porque yo voy a estar buscándote. Tuyo para siempre.

Roberto.

Elena terminó de leer y apretó el papel contra su pecho. Lágrimas que habían estado contenidas años finalmente rodaron por sus mejillas. Aquella carta era la prueba de que no había estado sola en su dolor; que mientras ella lloraba en el encierro de su nueva vida, alguien, en algún lugar de San Martín, estaba pronunciando su nombre. Roberto la observaba en silencio, respetando su emoción. Cuando ella levantó la vista, dudó, dudó si dar la media vuelta con su secreto mejor guardado o dejar todo en manos del destino, de Dios o de quién pudiera decidir.

Sin poder decidir, apareció Ósman de repente y el camino de bifurcó, definitivamente.

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