Capítulo XXXIV

La última Nochebuena

La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXXIV de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo.

Marcela Muñoz Pan

"Y a cada rato me doy cuenta de que lo único que sé hacer bien en esta vida es extrañar". A. Bryce Echenique.

He reservado un lugar en estos días para vestirme con anillos de colores el corazón. He reservado un lugar en la mesa de cirios dorados, donde acunaré al que va a nacer con la luz de la noche amorosa y los brindis de la paz. La paz, ese lugar en que podemos citarnos, de ahora en más y por siempre. Reservemos la mesa de los ángeles que vendrán con el niño Jesús a despertar el niño de cada día, de cada uno, como para no olvidarnos de ser auténticos, puros y sonreír mientras tanto, fueron las palabras de Doña Elena en la noche de navidad. Ya un poco cansada con un tono de voz quejoso y falta de aire.

Diciembre, resumen de una vida, donde se cuelan las palabras, obras y omisiones de un tiempo que pasó, en el que pudimos cambiar el mundo antes de que el mundo nos termine por cambiar a nosotros con sus torpezas, su feroz competencia y las sombras de la prisa. Diciembre es regresar de un viaje que, a lo mejor, comenzó hace muchos años, cuando creíamos que el mundo terminaba en la otra esquina, (a esa edad no hablábamos de mundo) que el planisferio, apenas, era más pequeño que las dos manzanas del barrio nuestro. De ser verdad, entonces regresamos más niños, si es cierto que la niñez es el estado puro por inocente, pero también por crédulo. Si así fuera volveremos algo más buenos, que es como volver un poco más sabios.

En fin, pasar por el corazón. Brindar por lo que queremos ser y lo que queremos dar, cambiar la piel, renovando las células de la esperanza, el amor no dicho a tiempo, el abrazo del necesitado, la caricia del que amamos, en los ojos de tu padre que mira cómo la vida sigue crujiendo (esté donde esté), en tu madre que mece aún tus sueños, en tus hermanos que cobijan secretos, complicidades en ruedas de bicicletas, en tus hijos que merecen un mundo colmado de besos y abrazos, porque de ellos dependerá la medida de su espíritu. Reservemos el encuentro en la mesa de las "buenas noches" y "noches buenas". Sin arrepentirnos, sin temor, sin miedo, veremos al corazón desplegar perfumes que jamás olvidaremos, mientras le abrimos las puertas a los dedos de Dios.

Bonarda y Malarda abrazaron a su madre Elena, como si fuera la última vez, algo les decía que podía ser una despedida, porque Elena siempre fue ese cordón umbilical que los unía a todos, que unía todo. Todo lo que pasó, todo lo que le quitaron, todo lo que vino. Sus nietas corrieron también a sus brazos, sus yernos Pedro y José besaron tiernamente su frente. Ella se sentó en la mesa de nochebuena con su libro preferido del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique y el señalador se abrió donde decía Y a cada rato me doy cuenta de que lo único que sé hacer bien en esta vida es extrañar. Aquella frase de Bryce Echenique no era solo un renglón subrayado; era, en ese instante, el mapa de su propia alma. Doña Elena recorrió con la yema de sus dedos cansados las letras, mientras el bullicio de la cena, el chocar de las copas, las risas de sus nietas, el aroma al pan dulce recién cortado, se volvía un eco lejano, una música de fondo que ya no le pertenecía del todo. Miró a Bonarda y a Malarda, comprendió que extrañar no era un acto de tristeza, sino la prueba fehaciente de haber amado con la intensidad de los que no se guardan nada. Cerró el libro con una lentitud sagrada, dejando el señalador justo allí, como quien deja una nota en una botella para que otros la encuentren. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos, no por sueño, sino para terminar de ver, por fin, esa luz de los cirios dorados que tanto había invocado.

En el aire quedó flotando su última lección de Navidad: que la paz no es la ausencia de dolor, sino la certeza de que, pase lo que pase, el amor es lo único que nos permite regresar a casa. El reloj marcó la medianoche, y mientras afuera estallaban los fuegos artificiales, adentro, en el silencio de su rincón, Elena soltaba suavemente el cordón umbilical, dejando que sus hijas caminaran, por primera vez, con su propio pulso.

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