En el cementerio
Un nuevo texto de Cristina Orozco Flores, como recreo literario en medio de la "infoxicación".
Eran las siete de la mañana. El gato de la vecina me llamaba desde afuera. Mi perra enfurecida golpeaba la puerta de vidrio, porque quería atraparlo. Siempre era lo mismo. Manifestaba la natural rivalidad entre un perro y un gato. Aunque, también llegué a pensar que podían ser los típicos celos de una mascota única. Los gritos que yo daba para calmarla me hacían levitar sobre la cama. Era el aniversario de fallecimiento de mi madre y se cumplían veinte años de su partida. Entonces me levanté y fui al cementerio. Pero ese día no pude dejarle las flores.
En el camino recuperé su imagen en el cumpleaños de quince de mi hija, cuando llegó con su traje verde manzana. En la mesa principal comentaba que le agradecía a la vida la posibilidad de estar sentada al lado de su nieta. Ya no estaba bien. Su salud se había resentido por un infarto inesperado, del que pudo recuperarse. Sin embargo a los tres meses nos dejó para siempre.
Casi a fin de ese año, el mayor de mis hijos tuvo su fiesta de egresados del secundario. En la mañana siguiente, después de haber desayunado con sus compañeros fue al cementerio. Como terminaba una etapa de su vida, quería saludar a su querida Nené. Le pidió a su amigo Jopo que lo acompañara y lo hizo subir hasta el tercer piso por las escaleras. Iban vestidos de traje con la corbata en la mano y llevaban a cuestas la resaca de una noche feliz.
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Ella aparecía a diario, en los vaivenes de mi memoria: en las imágenes de mi infancia. En el aroma de las empanadas de los domingos o enredada entre madejas y ovillos de colores. Tejía la ropa de abrigo de la familia y, cuando no le gustaba cómo había quedado la prenda, la destejía para volver a empezar. La melodía del Aranjuez con tu Amor sonaba en sus labios, mientras movía las agujas. Lo mismo con los boleros de Javier Solís En medio de esa bruma de recuerdos estaba toda la familia: ella y sus hijos. En nuestro caso la podíamos contar con los dedos de una mano. El hogar que nos había cobijado era un espacio reducido de cuatro paredes, en una casona compartida con otras dos familias. Esa evocación, que aparecía de repente, se desvanecía en el apuro de lo cotidiano. Pero no desaparecen los recuerdos. Ellos aletean en el corazón de los hijos cuando muere la madre, aunque a cada uno lo llame el deber.
Las callecitas empedradas del cementerio me dibujaban el camino por la zona de los mausoleos. Esas construcciones con vitrales mostraban el abandono desde afuera. Adentro, los ataúdes permanecían protegidos por las capas de tierra que se habían acumulado a través de los años y las telas de arañas se columpiaban en los picaportes de las ventanitas entreabiertas. Yo tenía la costumbre de leer los apellidos de las familias que descansaban ahí: Fragapane, Leal, Castiglione y, los repetía, como un ritual al compás de mis pisadas.
Ese día, en el recorrido vi algo distinto. Al lado del último panteón había una tumba nueva. Tenía una placa grande y rectangular llena de títulos: Doctor, Licenciado, Magister, Profesor más el nombre del difunto. Allí, una mujer vestida de negro estaba arrodillada, tan quieta que parecía una estatua adherida a la sepultura.
Yo sabía que , mientras le limpiara el mármol al nicho de mi madre y le sacara brillo al bronce, hablaría con ella. Alguna vez me dijeron que es la humedad la que oxida al bronce. Así como las penas corroen al corazón.
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Antes de llegar al pabellón, un grupo de mujeres sentadas sobre sus polleras anchas y coloridas, llamaron mi atención. Eran gitanas. Se habían ubicado en semicírculo y rodeaban un nicho. Rezaban en su idioma con los ojos cerrados, tomadas de las manos. Los metales de sus pulseras vibraban con cada palabra de sus plegarias.
Del lado izquierdo, me crucé como de costumbre, con una porción de tierra que hace años permanece a la buena de Dios. En ese suelo seco y agrietado estuvo enterrado mi abuelo paterno. Un bohemio, que nunca se supo de dónde vino. Vivía en medio del desorden, acompañado de un atril, óleos y unos cuantos pinceles con los que retrataba paisajes mendocinos. Con el tiempo, perdí la ubicación de su tumba y, cuando la busqué no la encontré. A la mayoría se les habían borrado los nombres de los difuntos. Algunas se están hundiendo, otras han quedado inclinadas y dan la impresión de ser barcos encallados.
En el ingreso al pabellón de mi madre tuve que apurar el paso. No solo, porque me había demorado demasiado, sino porque en la entrada siempre se huele un olor nauseabundo. Eso obliga a cualquiera a taparse la nariz. Cuando me quejé en la administración, me dijeron: Señora es un cementerio municipal, no un parque de descanso. No pude lograr que solucionaran el problema. Parece que a la empleada que está en planta baja no le molesta ese olor. Por lo menos, cada vez que voy está escuchando radio con el volumen bajo, en un cuartucho alargado, después de haber dejado los pisos relucientes con un lampazo grande. Varias veces la he visto apoyada en la baranda de la escalera sosteniendo un escobillón con una mano y con la otra el mate.
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Ese día, como el ascensor no funcionaba tuve que subir por la escalera. Los escalones de cemento y los pasamanos estaban manchados con los excrementos de las palomas. Por más que los limpien quedan restos pegados a perpetuidad. Ellas entran por unas grandes aberturas que simulan ser ventanas. Planean en lo alto del edificio y sus gorjeos se escuchan desde todos lados. En esa oportunidad, esos sonidos fueron para mí un mal presagio.
Al subir, escalón por escalón, volvieron los recuerdos a apoderarse de mis pensamientos. Yo llevaba un ramo de rosas rojas en una mano y la otra la usaba para sostenerme en los espacios más limpios del pasamano. Tenía que sortear con cuidado los excrementos.
Cuando estaba por llegar al tercer piso, escuché el arrullo de las palomas mezclado con el gruñido de un perro. Qué raro, dije. Aunque estaba segura de lo que había escuchado. Con sólo un paso, iba a salir de la escalera. Pero algo se me vino encima y me asustó. Era un perro. Una bola amarilla que se confundía con las baldosas del lugar. Cuando él apareció, yo tenía la pierna derecha en el aire y estaba a punto de apoyar el pie. Ahí volé. Caí sentada en un escalón y lo peor de todo eso fue que las rosas se estropearon en mis manos. Después, estiré el brazo derecho desde el suelo para atajar al animal, porque se volvió a acercar. Alcanzó la manga de mi camisa y la tironeó. Me baboseó todo el brazo y antes de soltarme, me dejó sin los botones del puño.
Grité. Le grité al perro. Nadie me escuchó. Él me mostraba los dientes y se le erizaban los pelos del lomo, mientras se espantaban las palomas.
Me levanté rápido y caminé en cuatro patas sobre algunos escalones. El perro se refugió al lado de un nicho abierto que estaba enfrente de mí. Desde donde se veía un féretro de color caoba. Tenía sobre la tapa una cruz de flores blancas y había varios ramos tirados en el suelo. También, una foto grande en la que aparecía un hombre mayor con ese mismo perro. Como las flores no estaban totalmente marchitas se notaba que el sepelio era de hacía pocos días. Entre tanto, me sobé el brazo y me acomodé la manga de la camisa. No me quería ir. Tampoco podía, porque era quince de mayo. Deseaba llegar a la tumba de mi madre y nada me iba a detener.
Me masajee las piernas y puse en condiciones al ramo. Como tuve que tirar los pétalos rotos, algunas rosas se transformaron en pimpollos. A pesar de ese contratiempo seguían vivas. Consideré que era una buena señal para seguir avanzando. Entonces me moví. No hice ruido. Aproveché que el perro estaba mirando hacia el ataúd. Sin embargo, él puso en alerta una oreja y, luego levantó la cabeza. Entendí que me estaba escuchando. Dio una vuelta sobre sí mismo y volvió a atacarme. Me tiré contra el pasamano y grité más fuerte que antes. No había nadie. Ningún familiar de visita en ese pabellón. Ningún empleado en su puesto de trabajo. Sólo estábamos él y yo.
Eran las once de la mañana y a esa altura entre el perro y los golpes, yo no daba más. Me dije: ¡ya está, me rindo! Y bajé como pude.
En planta baja, la encargada no estaba. Las callecitas del cementerio habían quedado solitarias. Una brisa refrescaba mi rostro tensionado y me dirigí a la oficina principal del cementerio. Antes de llegar, encontré a un grupo de trabajadores conversando. Les planteé el problema que había tenido con el perro y les expliqué que no me había dejado pasar, que era el aniversario de fallecimiento de mi madre y les mostré el ramo destruido. Yo lloraba mientras hablaba y no se me entendía nada. Apretaba las flores contra mi pecho y me pinchaba con las espinas.
-¡Cálmese!,- me dijo uno de ellos.
Me contó que hacía tres días había fallecido el dueño del animal. Era un vecino de la zona, que había compartido los últimos años de su vida con el perro.
- ¡No hay forma de sacarlo!, dijo.- Y agregó: Imagínese que, no nos deja ponerle la tapa de mármol al nicho.
Me siguió contando que, desde la muerte del hombre, los familiares se encargan de buscar al perro antes del cierre del cementerio. Al otro día, él vuelve corriendo para quedarse echado en el tercer piso, todo el día y sin comer. Por eso, nadie puede trabajar en ese sitio.
Entendí la situación. Esperaba que mi madre desde el cielo, también la entendiera. Tiré el ramo. No me quedaba otro remedio que ir a la iglesia a pedir una misa para ella. Recé por su eterno descanso y por los veinte años de su partida. Sabía que en unas semanas todo iba a volver a la normalidad, pero para mí, ese era el día.
Cuando llegué a mi casa corté unas flores del jardín y las coloqué delante de su retrato. Mi perra no se despegaba de mi lado y, cuando me estaba acomodando en el sillón, ella apoyaba su hocico sobre mis piernas. Mientras le acariciaba la cabeza, repasaba los veinte años, desde que mi madre había muerto. De un tirón, reviví parte de mi vida sin ella. Todo para mí era tristeza. A su lado la vida había sido distinta. Ante cualquier inconveniente ella sabía cómo aconsejarme para resolverlo. Eran únicos sus abrazos y su eterna sonrisa. Ese día sentí dolor. Un largo sabor amargo se había acumulado en mi corazón desde que me fui del cementerio y, no encontraba palabras para explicarlo.
Sabía que no era porque el florerito de bronce hubiera quedado vacío en su morada. Ni porque las telas de arañas siguieran ahí, sobre su nombre grabado en el metal. Ni porque el óxido en el bronce diera al lugar una apariencia de abandono. No era por eso. Tampoco era por no haberle podido contar que había nacido su primera bisnieta y ni siquiera por no haber podido rezar a sus pies.
Era por lo otro. Por la necesidad de apoyar mis manos sobre la tapa fría de su nicho de mármol. Lo que me permitía cada año, en esa fecha, poder conectarme con ella desde la vida. Esa ilusión consistía en cerrar los ojos e imaginar un encuentro íntimo entre una madre y una hija. Ella y yo unidas en un lugar ideal. Sin nostalgias, ni tristezas. Donde existía la posibilidad de mirarnos y abrazarnos para vivir un momento único e irrepetible. Parecido a los instantes que nos regalan nuestros sueños.