Leé gratis un capítulo de "El susurro de las mujeres", de Gabriela Exilart

"El camino hacia la igualdad a veces me parece una utopía", reflexiona la autora, que enlaza historias ficcionales en el entorno de Julieta Lanteri y la lucha de las mujeres de entonces por la igualdad de derechos. Un libro de Gabriela Exilart.

La escritora marplatense Gabriela Exilart se mete de lleno en el feminismo en su última novela, "El susurro de las mujeres". 

"El camino hacia la igualdad a veces me parece una utopía", reflexiona la autora, que enlaza historias ficcionales en el entorno de Julieta Lanteri y la lucha de las mujeres de entonces por la igualdad de derechos.

La autora

Gabriela Exilart nació en Mar del Plata. Es escritora, abogada y docente de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP). Publicó las novelas Tormentas del pasado, Renacer de los escombros, Pinceladas de azabache, Con el corazón al sur, Por la sangre derramada, Napalpí. Atrapada en el viento, En la arena de Gijón, Secretos al alba, El susurro de las mujeres y Pulsión. Recibió los premios Alfonsina (2018), Universum Donna 2ª Edición (2019), Lobo de Mar al Deporte y la Cultura (2019) y una Primera Mención por su cuento "La bicicleta roja" (2020). En octubre de 2022 fue declarada "Vecina Destacada" por la Municipalidad de General Pueyrredón por su aporte a la cultura. Coordina talleres de escritura creativa y de novela.


CAPÍTULO 1

Puerto de Buenos Aires - Penal de Ushuaia, 1912

Leé gratis un capítulo de "El susurro de las mujeres", de Gabriela Exilart

A punto de embarcar, Fausto se miró los pies. Todavía no entendía cómo había llegado a esa situación. Apenas podía moverse, tenía los tobillos unidos por una barra de hierro que se sujetaba a los grilletes que lo apresaban. Su andar se limitaba a pasos cortos e inestables.

El día anterior había escuchado sobre las revisiones, era un rumor que corría entre los detenidos en la Penitenciaría Nacional. Los elegidos eran destinados a un sitio lejano que los penados llamaban "La Tierra". Se realizaban las listas periódicamente, para ello se estudiaba la historia criminológica, la conducta, el aprendizaje en los talleres, si recibía o no visitas, el tipo de delito cometido y la conmoción que había producido en la sociedad.

Fausto no tenía demasiado a su favor, sus antecedentes familiares dejaban mucho que desear: un padre alcohólico y golpeador y hermanos malandras que habían entrado y salido del sistema varias veces. Su apellido, ese que él había querido limpiar en los pasillos de la facultad, nunca había podido vencer su destino.

Por la noche, luego de la cena, el celador le había comunicado su traslado.

-Prepara el paquete -le ordenó. Se refería a sus escasas pertenencias.

Esa mañana antes de partir lo habían revisado en el patio, por si ocultaba elementos prohibidos, como armas o herramientas. Después le habían puesto los grilletes en los tobillos. Esos tres golpes de martillo sobre los clavos de hierro habían sido tres golpes a su corazón en pausa.

No era el único que sería trasladado, la fila se engrosaba con el correr de los minutos. Algunos, los más duros, miraban con soberbia al herrero mientras este hacía su trabajo. Fausto prefirió soportar con estoicismo.

Después, fueron conducidos a los camiones policiales que los llevarían al barco de la Armada. Caminar era tortuoso, había que disminuir el ritmo habitual, ante el menor movimiento rápido el hierro se clavaba y lastimaba la piel.

La bruma del puerto se sumó a las lágrimas que empañaban los ojos de Fausto, la visión se tornó borrosa. Estaba rodeado de gente, pero se sentía solo. Solo y hacia un destino que, según lo que había escuchado, era desolador.

Cuando recibieron la orden, los guardias los empujaron hacia los muelles donde el transporte de la Armada los aguardaba para llevarlos al sur.

El ruido de un cuerpo al estrellarse contra el agua sorprendió a todos. Uno de los condenados se había arrojado al río. El revuelo fue inmediato y se realizaron maniobras para rescatarlo, pero el peso de los cepos se lo llevó al fondo del lecho y recién se logró recuperar el cuerpo al día siguiente. Se trataba de un penado que había jurado mil veces que no iría a la tierra maldita.

Pasada la conmoción se reforzó la custodia y los hombres fueron conducidos a la bodega del barco.

Además de los presos viajaba mercadería para Bahía Blanca, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia, Santa Cruz, Río Gallegos y el destino final: Ushuaia. Llevaban desde víveres y medicinas hasta periódicos.

Ni bien Fausto descendió supo que el viaje sería una tortura. La oscuridad y el hacinamiento serían sus compañeros de viaje.

Tardaron bastante en ponerse en movimiento y durante todo ese tiempo la incertidumbre generó malestar entre los hombres. Muchos protestaban y querían escapar, entonces los guardias descendían a poner orden.

Las horas transcurrieron monótonas y asfixiantes. Humedad, calor, desasosiego, sudoración.

En Bahía Blanca el barco se detuvo para cargar hulla, que depositaron en la bodega ubicada debajo del entrepuente donde viajaban los presos. El polvillo del carbón se filtraba por todas partes sobre los hombres engrillados. Se les metía por la nariz, la garganta y los ojos. Se les pegaba en la cara, lo respiraban, lo escupían. Los rostros parecían máscaras negras.

Los días pasaban en igual rutina, con "zambullos", unos tarros que hacía las veces de inodoro para hacer sus necesidades, la ración de comida y el escaso aseo.

Una tarde el comandante del buque se apiadó de esos pobres infelices y les permitió salir a tomar aire. A un condenado le hizo retirar los grilletes por un rato, parecía enfermo y apenas podía mover los pies.

Fausto perdió la noción del tiempo, suponía que hacía más de un mes que navegaban, aunque no estaba seguro. Hasta que un día llegaron a la tierra maldita.

Del barco salieron espectros. Después de tantos días de un encierro parecido a la tortura, los hombres semejaban fantasmas tiznados de carbón. Fausto estaba casi sin fuerzas, había adelgazado mucho debido al hambre y a los continuos vómitos durante el viaje.

En el puerto los recibió el director del penal, Ramón Lucio Cortés, el alcaide, algunos empleados y muchos guardianes en posiciones estratégicas, como si fuera fácil huir de allí, una isla rodeada de mar y montañas.

El aire helado se les metió en los huesos, emergían de un caldo pegajoso en el vientre del barco y recibían ese clima áspero e imprevisto. Fausto nunca había sentido tanto frío, y ni siquiera era invierno. Los hombres tiritaban mientras eran conducidos a su destino.

Llegar a la cárcel fue un alivio. Allí raparon sus cabezas y rostros y recibieron un baño; únicamente los penados por delitos leves podían usar bigote. A todos les dieron la misma vestimenta: traje a rayas azules y amarillas.

A Fausto le llamó la atención que le entregaran tantas cosas: una tarima a modo de cama, una colchoneta de lana, tres frazadas, una almohada y algunos utensilios como jarro, cuchara, tenedor y plato. Además de la ropa: dos toallas, cuatro sábanas, dos pares de medias, dos camisas, dos camisetas, dos calzoncillos, un par de botines, un traje de trabajo y los útiles para la escuela.

Fue destinado al pabellón de los criminales, le asignaron el número que debía lucir en la chaqueta y el distintivo rojo de homicida para el gorro. Fausto apretó los dientes. Pensó en su vida anterior, antes de toda esa locura en la que se había visto envuelto, en sus sueños de progreso, en su lucha por salir de la mediocridad. Pensó en ella, la mujer de la que se había enamorado y que había perdido. La muerte se había interpuesto de manera fatal.

La celda tenía una puerta de madera y un pequeño orificio a un metro del suelo, que permitía al guardián vigilarlo. La ventilación provenía de una abertura enrejada a escasa distancia del techo. Ya estaba acostumbrado al encierro, hacía meses que lo sufría, pero allí, en el fin del mundo, el pequeño cubículo de casi dos por dos le quitaba el aire. Ni siquiera el frío que aún sentía en los huesos lograba sacarle esa sensación de ahogo.

No hubo contemplación con los recién llegados y de inmediato se los ubicó en los distintos talleres. El código del penal imponía la obligatoriedad del trabajo para los presos, era una manera de rehabilitarlos e integrarlos de nuevo a la sociedad.


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