En el espejo del placard
Cristina Orozco Flores nos trae otra lectura para el recreo del domingo.
Ese jueves de agosto, el viento zonda había soplado en altura la mayor parte del día. Durante la noche bajó al llano. Como no había luz, Claudia se fue a dormir antes de lo previsto. Quedó rendida en la cama que había improvisado en una habitación de su casa, después de una jornada intensa de trabajo. En lo mejor del descanso, los ruidos del zonda la despertaron justo cuando alguien en su sueño le estaba cortando el pelo. Abrió los ojos y se quedó quietita ante los sonidos de una naturaleza descontrolada. El estruendo de las cortinas de paja que chicoteaban contra las puertas de vidrio la asustó. Se abrazó a las colchas. No había nadie a su alrededor. Entonces escondió la cabeza entre la almohada y el colchón, pero volvió a dormirse, mientras los sonidos del viento seguían.
Muy temprano, a Claudia la despertó la luz de la mañana y lo primero que hizo, fue ir a mirar por la ventana. Supo al instante que lo peor ya había pasado. Había ráfagas, pero de menor intensidad. Ramas caídas, cables sueltos, ropa enredada en medio de los árboles y más de mil hojas en el suelo. Abrió de par en par la ventana y respiró el polvo suspendido en el ambiente. Le empezó a molestar la sequedad de la garganta. Se volvió a acostar, pero antes dejó la ventana cerrada como estaba.
Mientras miraba las aureolas del techo que la última lluvia había dibujado en esa habitación recordó que, cuando la despertó el viento , a ella le estaban cortado el pelo en un parque y no en una peluquería. Entonces, empezó a hurgar en cada una de las imágenes del sueño porque aún permanecían frescas en su memoria y aprovechó para sacarlas a la luz.
En ese sueño, una niña festejaba su cumpleaños en un parque. Tenía unos seis o siete años. Le faltaban dos dientes y unas mariposas revoloteaban por la reciente ventanita de su boca. La fiesta estaba adornada con los personajes de La Granja de Zenón. Los invitados de la pequeña cantaban canciones de la vaca Lola y, mientras jugaban, le decían: viejita sin dientes. Ella corría montada en un palo de escoba, al que llamaba Percherón.
En medio de ese festejo, aparecía un hombre con una tijera, que iba directo a los globos del cumpleaños y les cortaba las piolas largas, después los repartía sin que nadie le dijera nada. Algunos niños los soltaban y los perdían en el cielo. Otros los reventaban con sus manos y sonaban como petardos. La gente lo observaba y decía: cómo se le puede ocurrir a un hombre caminar con una tijera de podar, en medio de un parque y rodeado de niños.
Entonces, Claudia lo siguió. Lo encontró podando unos rosales muy cerca del cumpleaños. Trataba de ver su cara, pero él se bajaba la visera de la gorra. Cada tanto tomaba agua de una botella, que empinaba como queriendo sacarle hasta la última gota y sólo le podía ver el cuello. Al terminar esa tarea, él se iba a dibujar figuras en unas ligustrinas crecidas y lo hacía tan rápido, que ella no le podía ver las manos.
Volvía a aparecer la niña sin dientes. Traía más globos con piolas largas, que le alcanzaron la cara a Claudia y le hicieron cosquillas en la nariz. En eso, llegaba una mujer que parecía ser la madre de la nena. Le arrebataba los globos y se quedaba con ellos en un rincón peleando contra las repentinas ráfagas de un viento, que casi se los saca de las manos. Después aparecía en el cumpleaños un payaso, que la tomaba de la mano a la cumpleañera y la sentaba en una silla.
La empezaba a maquillar con delicadeza. Le dibujaba unos arabescos con brillantina en las mejillas y le delineaba los ojos. Y, aunque hacía chistes malos, los niños del cumpleaños se reían a carcajadas. Estaban alborotados y de a poco se acercaban para ver mejor. Gritaban: ¡A mí!, ¡Ahora yo!, ¡A mí! Pero, el payaso los hizo callar y, cuando se quedaron en silencio, les dijo: ahora le toca a una persona mayor. Entonces, se puso a mirar hacia todos lados y señaló a Claudia con un dedo.
Ella se acercaba con cautela. Él la sentó en el mismo lugar donde estuvo la niña. Le cubrió el rostro con pintura blanca de glicerina y los labios con color rojo. De lejos, el payaso le sonreía a la pequeña con una sonrisa cómplice, porque sabía que a Claudia la iba a convertir en otro payaso. Por último, hizo un chasquido con los dedos y, de inmediato llegó a su lado el hombre de las tijeras, quien tan rápido como pudo le cortó el flequillo a Claudia de un solo tijeretazo. Mientras el viento desparramaba los restos de ese pelo, por todos lados, los niños que permanecían mirando boquiabiertos se los tragaban y, fue justo cuando Claudia despertó.
Había recordado el sueño con todos los detalles y advirtió que, salvo el tema de los dientes, nunca había soñado algo parecido. Seguía con la mirada fija en el techo de la habitación y todavía no sabía si ya había llegado la luz. Lo que sí sabía era que afuera el viento zonda había hecho de las suyas y, en cuanto se levantara iba a tener que limpiar toda la casa.
Esa noche, Claudia no había podido dormir en su dormitorio, porque estaba recién pintado. Emanaba un olor imposible de soportar y no había tenido otra opción que quedarse en la pieza de los cachivaches. No quería ser supersticiosa, pero pensaba que las energías negativas de ese lugar, con cajas amontonadas, ropa usada, zapatos viejos, artefactos en desuso y valijas rotas habían tenido algo que ver con ese extraño sueño.
Mientras se vestía llegó su hermano, que era el pintor. Quien le comentó sobre el desastre que había dejado el viento zonda por todos lados y, que en su casa también estaban sin luz. Estornudaba. No daba más de la alergia.
Claudia lo escuchaba y no le decía que ya se había asomado por la ventana. Tampoco le contó sobre el sueño, que la había dejado perturbada. Sin embargo, él le vio las ojeras, el semblante pálido y el flequillo mutilado. Le recomendó que se mirara en el espejo. Ella sin perder el tiempo fue al espejo del placard y observó que era cierto lo que le decía. No se veía nada bien y, su flequillo parecía un cepillo pegado al nacimiento de su frente. Eso la movilizó, entonces no dudó en peinarlo con los dedos para poder arreglarlo un poco. Jamás imaginó que podía ver algo que había soñado y no sólo lo pudo ver, también lo pudo tocar.
Prestó atención a los detalles de la imagen que estaba viendo. Pero la dejó en el espejo, para ir a mover las cajas, los trastos amontonados y las valijas viejas de la habitación donde había dormido. Quería rastrear al hombre de las tijeras, a la niña o al payaso. Se sorprendió al hallar debajo de la cama un globo roto y dos dientes de leche, que estaban envueltos en un trozo de algodón. Entonces tuvo la certeza de que eran marcas de su sueño.
Cuando volvió al lado de su hermano y mientras tomaban el café que él había preparado, no dudó en contarle todo lo que había soñado y le mostró lo que acababa de encontrar en esa habitación. Para ella eran evidencias. Pero él ni se inmutó. Solo le dijo que no los tuviera en cuenta, porque en la pieza donde había dormido, podía aparecer cualquier cosa, si en definitiva todo iba a parar ahí. Le pidió que se olvidara. Que no pensara más en el sueño y para ayudarla le hizo unos masajes en el cuello.
Claudia se relajó más rápido de lo que se hubiera imaginado. Junto a su hermano evocó algunos momentos de su infancia. Como, cuando ella misma se cortaba el pelo y coincidieron en que, en aquellos tiempos le había quedado peor. Y, que era sonámbula. De noche deambulaba por la casa asustando a medio mundo.
El hermano se percató de que se le iba la mañana. Entonces preparó la pintura y pensó que su hermana tenía una nueva anécdota para contar. Pero se preocupó, cuando la vio sentada con los codos apoyados en la mesa y con las manos sostenía su cabeza.
Como él no salía de su asombro, dijo: ¡Tanto lío por un sueño! Y, sin mediar ni una palabra, le dio a Claudia una escoba para que saliera a limpiar la vereda de su casa. Ella se resistía. Estaba en desacuerdo, pero salió igual. Antes, se puso un pañuelo grueso sobre su frente. Barrió obligada y terminó amontonando las hojas sueltas en la calle. Para matar el tiempo, se puso a mirar el vecindario. Se sentía aliviada al haber hablado con su hermano.
Corría un airecito fresco y el cielo nublado anunciaba una pronta llovizna, como solía ocurrir después de cada viento zonda. Ella confiaba en que la lluvia, además de aplacar la tierra suspendida en el ambiente, sería una bendición para las ligustrinas del cerco de su casa. Cuando se acercó a verlas. Las descubrió verdes y prolijas. Las ramas rígidas, entrelazadas unas con otras dejaban ver los nuevos brotes, que prometían florcitas blancas para la primavera. Los pequeños troncos conservaban los nudos añejos y, los más gruesos mostraban cortes recientes. ¡A esa planta, a su planta, la acababan de podar!
Muy cerca algo chirriaba y no era el viento. Al lado de la casa de Claudia, había un hombre que abría y cerraba las hojas de acero de una tijera de podar. Cortaba el cerco del vecino con movimientos rápidos y seguros. Se acomodaba la gorra. Bebía agua de una botella que empinaba, como queriendo sacarle hasta la última gota y, después seguía podando las ligustrinas. Lo hacía tan rápido, que ella no le alcanzaba a ver las manos. Así, siguió el hombre con la poda del cerco de la otra casa. Hasta que, delante de sus ojos, se esfumó.