La odisea anual del arbolito

Un mapa emocional lleno de nudos, amores perdidos y luces que fallan por solidaridad gremial.

Marcela Muñoz Pan

Ha llegado el 8 de diciembre, este momento del año, donde el calendario marca la fecha y una fuerza invisible nos empuja hacia el lugar más oscuro y recóndito de la casa: la parte de arriba del placar (o ese rincón del garaje donde habitan las arañas y los sueños rotos).

Armar el arbolito no es simplemente decorar, es una excavación arqueológica emocional, es como despertar a la bestia, sacamos la caja, esa caja de cartón que ha sobrevivido a tres mudanzas, tres tormentones con relámpagos y piedras, el ataque pánico del gato y después el nuestro. Al abrirla, el olor a "Navidad guardada" te golpea: una mezcla de plástico viejo, purpurina rancia y polvo del año o los años pasados. El árbol sale aplastado, como si hubiera viajado en clase turista en un vuelo low-cost de 11 meses, sumados a los paros aeronáuticos y la reprogramación de los vuelos. Comenzamos abriendo las ramas una por una, esponjarlo, convencernos que es un pino frondoso del bosque y no una escoba con crisis de identidad.

Ya más o menos armado, comenzamos aplicar la teoría del caos (las luces). Aquí es donde la física cuántica falla, no importa con cuánto cuidado hayas guardado las luces el año pasado, aunque la hubiéramos enrollado con la precisión de un ingeniero de la NASA y haberlas sellado al vacío, no importa, porque durante los meses de oscuridad, las luces cobran vida, hacen fiestas y se aparean entre ellas, formando nudos que desafían la lógica humana. Pasaremos unos 40 minutos desenredando cables y buscando ese único foquito quemado que, por solidaridad gremial, ha decidido que, si él no brilla, no brilla nadie.

El arbolito de Navidad, historia y tradiciones

Llega el momento de colgar los adornos, es un sistema de castas brutal, esas castas que los argentinos ya sabemos bastante. Las bolas brillantes y nuevas van al frente, a la altura de los ojos, son las influencers del árbol. Las bolas rojas clásicas, las que tienen un rayón, pero "todavía sirven", van de relleno, serían algo así como la clase media y las bolas desterradas, esas de adorno de macilla que hizo tu sobrino en el jardín en 2008, que parecen un muñeco vudú deforme, y la bola que perdió el ganchito y ahora se sostiene con un clip oxidado. Estos van al fondo, contra la pared, a la parte oscura del árbol, donde nadie mira. Aunque según el Feng Shui hay que poner todos los años unas nuevas, algunas nuevas, una nueva, al final son las privilegiadas, porque hasta el más pobre de los pobres, compra una en pos de una esperanza: que el próximo año sea mejor.

Cuando finalmente llegamos a la punta, coronamos la obra con la estrella (o el "coso" con punta), nos alejamos para admirar nuestro trabajo: el árbol está chueco. Se inclina peligrosamente hacia la izquierda o derecha según la edad, como si hubiera empezado a brindar con sidra antes de tiempo. Pero ahí está. Brillando intermitentemente, lleno de huecos que intentamos tapar estratégicamente con guirnaldas. Es imperfecto, es un lío, una mezcla de sueños dorados y nostalgia suprema, un reflejo de uno mismo.

Ya está, el mapa emocional de nuestra historia familiar en nuestro pinito, con las luces intermitentes y cálidas, con los huecos que tratamos de esconder en el año y las promesas de todo lo que vamos a cambiar en el próximo. Los líos de cables son tediosos, pero son nuestros, las pelotitas nuestros seres cercanos más queridos, los que los tenemos bajo sospecha y a lo que ni nos acercaremos.

Armar el arbolito es como hacer una larga terapia, porque materializamos de alguna manera el amor, el amor familiar, el amor fraternal, el rito que año tras año nos devuelve a casa. Al llegar la noche vamos a querer prender las luces, al apagar la luz y dejar que el árbol hable por sí mismo, que la nostalgia nos abrigue. No dejemos de recordar: la verdadera magia de la Navidad no está en la perfección, sino en el profundo e inmutable amor con el que, año tras año, nos volvemos a enredar.

Feliz comienzo navideño a todos, que la paciencia nos acompañe y que el gato no lo tire al suelo esta misma noche. Al fin y al cabo armar el arbolito es Requete Lindo



Esta nota habla de: