Por amor al arte

Cristina Orozco y un muy buen cuento para agilizar el "músculo" cerebral y sus sensaciones.

Cristina Orozco Flores

Colgar un cuadro o abrir un libro antes de dormir eran momentos entrañables para Lisa. No solo se dejaba llevar por lo que hacía, sino por lo que sentía. Esos instantes la rescataban de la rutina. Ella amaba a cada una de las manifestaciones del arte, pero los cuadros eran su debilidad.

Cuando Lisa se casó, llenó su nuevo hogar con pinturas de todos los tamaños. La casa tenía paredes altas. Había lugar para los cuadros. Los primeros que colgó fueron dos serigrafías que había comprado cuando era soltera. En ese entonces, la madre los había ubicado en su comedor, pero ella, después de la boda las descolgó y se las llevó sin decirle nada.

Una amiga de su hija aseguraba que esa casa parecía un museo. No solo lo decía por la cantidad de cuadros, que se veían al entrar por el living, sino por la colección de máscaras indígenas que estaban colgadas debajo de la escalera. También por los cuadritos que Lisa traía de los viajes y, que ubicaba en hileras arriba del sillón.

Ella se entristecía cuando veía las paredes vacías en las casa ajenas. Pensaba que vivían despojadas del abrigo de los colores y las formas. Como en un desierto. A la intemperie. Completamente vulnerables. En esos casos observaba la vergüenza de la desnudez.

Con los años, decidieron con su esposo cambiarse de domicilio. La casa nueva era más chica. Tenía más vidrios que paredes. Los grandes ventanales permitían ver la naturaleza en todo su despliegue. Era como un inmenso cuadro con montañas, árboles, jarillas, verbenas y algarrobos. Todo animado con pájaros y mariposas que ofrecían imágenes inéditas.

Cuando iban a la casa en construcción, Lisa conoció a la vecina de enfrente. Ella se cruzaba con el mate para hablar de cualquier cosa, pero Lisa llevaba la conversación al terreno del arte. Le contaba sobre las exposiciones de pinturas en el ECA, de los conciertos en el Independencia y de la Feria del Libro. Le expresaba su gusto por los artistas emergentes y por sus obras de arte.

En medio de la mudanza, ese día apareció la vecina con un cuadro. Llamaba a Lisa a los gritos. Nadie la escuchaba. Había entrado por el portón del garaje que estaba abierto. Muy temprano, habían dejado los muebles que bajaron de un camión. Los habían amontonado, en medio del camino, al lado de los bolsones de ropa y de las cajas con libros. Por el costado, los cuadros quedaron apoyados contra un chifonier, uno detrás del otro, y los más chicos sobre un escritorio. Ella sabía cuánto le gustaban las pinturas a Lisa, pero no sabía que tuviera tantas. Como no podía pasar, dejó al cuadro en el piso y aplaudía para que la escucharan.

El esposo de Lisa salió y reconoció a la vecina que daba vueltas por los huecos libres del garaje. No entendía por qué ella tenía un cuadro en la mano. Creía que ese era de su esposa. Por más que lo mirara, no podría reconocerlo. Nunca los había observado cuando estuvieron colgados en su casa.

-Se lo traigo a Lisa de regalo -le dijo la vecina.

-Otro más -dijo él.

-Es que apenas me lo dieron pensé en ella y me vine directo para acá -le aclaró la vecina

Él la miró. Estaba por decirle que no se le ocurriera dejarlo. Que no había lugar en ninguna pared. Pero como llegó Lisa, él volvió a ocuparse de la mudanza y se llevó la caja de las ollas para ubicarlas en la cocina. La vecina fue al encuentro de Lisa y le puso al cuadro entre sus manos. No la dejó hablar. Ni le dio tiempo a negarse. Le contó, a las apuradas, que se lo había regalado una amiga.

-Es una copia original de un cuadro del Museo del Prado -le aseguró.-Fíjate, atrás tiene el certificado y el nombre de la obra -agregó y se fue.

No le dijo que lo había rescatado de la basura, cuando una amiga de ella, lo estaba tirando le porque traía mala suerte.

Lisa quedó encantada. Leyó el nombre de la obra: La cacería del Cardenal Infante. Lo miraba por todos lados. Comprobó que detrás de la pintura estaba el certificado de autenticidad. Nunca había tenido entre sus manos una obra valiosa. Ninguna original, ninguna copia. Entonces, no sabía cómo actuar. La vecina se había ido muy rápido y ella dudaba ante la posibilidad de que esa lámina pudiera estar al lado de sus cuadros de menor valor y de artistas poco conocidos.

Pero se le iluminó el pensamiento. Recordó que su tía abuela tenía en su casa tres obras importantes al lado de otras de menor valor. Un Spilimbergo y dos acuarelas de Zurbarán junto a obras de autores poco conocidos. Entendió que su nuevo cuadro podría tener el mismo destino y detuvo sus ojos en la imagen. Había un cardenal vestido de rojo, rodeado de hombres de capa y sombrero. Ellos lo acechaban en medio de un descampado. Era su propia cacería.

No se dejó llevar por esos pensamientos. Tuvo otros. Consideró que no valía la pena dejarlo en una pared. Si lo vendía, podría hacer el viaje a Buenos Aires que tenía pendiente con su hija. La idea era disfrutar, comprarse ropa, navegar por el Delta, ir al teatro. Entonces, lo miró de nuevo.

Se encontraba parada en medio de ese laberinto de muebles apiñados. Aferrada al cuadro. En el mismo lugar en que la dejó la vecina. Como lo sintió pesado, lo dejó detrás de los suyos. Quería seguir ordenando. Esa noche iban a dormir en esa casa. El dato que le había dado la mujer sobre el valor de esa copia original la sedujo de tal manera, que ella misma se desconocía. Aunque contaba con la excusa de que no había lugar en las paredes de esa casa para ningún cuadro. Ella que de la noche a la mañana era la dueña, quería hacer negocio con él y sacarle provecho. No dijo nada, pero le gustó esa idea.

El esposo que se había asomado por la ventana, la vio rara. Pero cuando se acercó, ella estaba seleccionando unos cuadros para colgar en el pasillo. Le pidió que le llevara la escalera adentro de la casa. La vio bien. Pensó que le había parecido que estuviera rara.

Ella eligió al Dios de la cosecha de los mayas. Una obra en cuero, trabajado a mano y pintado con fibras vegetales. Estaba enmarcado con paspartú amarillo con marco de madera natural. Al paisaje de Cacheuta que había pintado su abuelo. Al retrato colorido de una mujer que había pintado su prima Eve y a la lámina de una pintora venezolana, que se llamaba Los espectadores.

Subía y bajaba de la escalera para acomodarlos de la mejor manera. Quería que esos cuadros se lucieran como los que participaban de una exposición inaugural. Hasta que, de pronto, pisó mal y la escalera se movió. Bajó de golpe todos los escalones. Lisa quedó en el piso con la escalera encima. Tenía las piernas doloridas.

Con la mano derecha resentida, casi inutilizada, hizo como pudo unos sándwiches que le pidió su esposo. No podía cortar el pan y se terminó lastimando con el cuchillo. Mientras, buscaba una curita en su cartera, olvidó que los había dejado en el fuego sobre el tostador. Se quemaron. Tuvo que hacerlos de nuevo, con el poco fiambre que había quedado. Lisa decía que se sentía agotada.

En la tarde, se tiró una hora en una reposera. Seguía convencida de que tenía que vender el cuadro porque no había lugar donde ponerlo. Miraba el paisaje y respiraba el aire puro del lugar. Era una zona agreste de montaña que no estaba tan alejada de la ciudad. Algunos pájaros negros planeaban cerca. Los horneros buscaban lombrices en el pasto recién cortado. Casi se quedó dormida, pero sintió un pinchazo en el brazo. La había picado una avispa.

-No sé qué me puede estar pasando -pensó Lisa.

El jardinero estaba ayudando a su esposo a mover los cuatro módulos de la biblioteca y las cajas con los libros. Era un hombre joven. Lo alcanzó a escuchar cuando murmuraba entre dientes: cómo les pueden gustar los libros y los cuadros. Iba y venía con las cajas. Cada tanto, revisaba de reojo los cuadros que estaban colgados en el pasillo. Se llevó un palillo a la boca y lo mismo seguía murmurando.

Lisa fue a ordenar la ropa en su dormitorio. Tenía el brazo hinchando. Le ardía la picadura y, aunque se había lavado con jabón blanco, no soportaba la picazón. Sus rodillas estaban cada vez más rojas y además, se le había sumado el dolor de un tobillo. El dedo ya no le sangraba y la cocina seguía impregnada de olor a quemado.

Cuando se cambió la remera, sintió que la miraban. Era el jardinero. Lo descubrió en el mismo momento en que apoyaba la cara contra el vidrio del ventanal. Se ayudaba con las manos para hacer sombra por el reflejo del sol. Ella salió tan rápido como pudo para llamarle la atención, pero él corrió. El hombre se fue por el garaje a la carrera. Se detuvo entre los muebles, como buscando algo. Levantó el cuadro que le había regalado la vecina y se lo llevó.

Pensó que era demasiado. Qué otra cosa le podía pasar ese día. Su esposo apareció como si nada. Había ido a la casa de un vecino para pedirle una engarilla. Quería sacar a la calle el pasto recién cortado. Ni se enteró de lo que a ella le había pasado con el jardinero.

En la noche Lisa ya no hablaba. Estaba tirada en la cama. El esposo llamó a la vecina. Necesitaba que le diera una mano. Le describió todas las situaciones desagradables que Lisa había vivido, durante el día. Mientras ella le preparaba unas compresas para la picadura, él le cambiaba los paños húmedos a Lisa, porque tenía fiebre.

Había traído de su casa: bicarbonato de sodio, vinagre de manzana y loción de calamina para aliviarle la picazón. Primero le sacó el aguijón y con los productos hizo una pasta que, después le colocó en el brazo a Lisa, que también tenía la cara hinchada.

La vecina se sintió responsable por todo lo que le había pasado a Lisa, desde que le regaló el cuadro. Sabía que había puesto la mala suerte entre sus manos. Nunca pensó que fuera para tanto, pero como estaba preocupada volvió a medianoche para ver como seguía. A esa hora Lisa ya estaba mejor. Había dormido. La compresa sobre la picadura había actuado bien y ya no tenía fiebre. Se pudo sentar en la cama y se le había bajado la hinchazón del brazo. Hablaron sobre el desafortunado destino que tuvo su regalo y sobre el jardinero. A él nadie lo conocía. Había aparecido en la mañana. El muchacho se había ofrecido para hacer changas o cortar el pasto. Se quedó merodeando por la cuadra y se acercó a la casa, cuando vio el movimiento de la mudanza.

El marido estuvo al lado de Lisa un buen rato. Le preguntó por qué en la mañana la vecina daba vueltas por el garaje con un cuadro y como ella no le contestó, le propuso que se olvidara de los malos momentos que había vivido.

-Hay días en que uno se levanta con el pie izquierdo -le dijo su esposo.

Pero ella no se olvidaba del destino fortuito que le había tocado vivir a ese cuadro, de la mano del jardinero. Pensó que cuando se sintiera mejor le iba a contar la historia a su marido. Él le propuso que se sentaran en el patio bajo la luz de la Luna para celebraran la primera noche en esa casa. Puso música suave y le estaba preparando algo de comer. Su hija estaba en la casa de una amiga y la vecina se había vuelto a su casa con el secreto bien guardado.

Lisa se sentía animada. Sin embargo, tenía cargo de conciencia. Esos pensamientos negativos le dejaron un sabor amargo. Más que nada por la actitud de avaricia que ella había mostrado. Por el hecho de haber querido ganar un poco de dinero a costa del valor de esa copia original y por la urgencia de querer hacer negocio para cumplir con un viaje pendiente. Eso la angustiaba. Movía la cabeza y volvía a pensar en que se desconocía. No solo se autocriticaba. También tuvo miedo al juicio ajeno. Por eso había pensado en ocultarlo. Ella sabía cuánto la habían desconcertado esos malos pensamientos.

-Cómo pude actuar así -se decía-. Cómo pude -repetía-.Yo, que soy feliz cuando veo las paredes de las casas colmadas de cuadros - lo decía y se emocionaba.

Entonces salió del dormitorio con su secreto bien guardado. Sabía que esa voz interior había sido negativa. Pero aprendió la lección, nada más y nada menos que, por amor al arte. Y, cuando Lisa pasó para ir al patio, dejó una estela de caricias en cada uno de los cuadros, que había colgado en el pasillo.


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