Leé un fragmento de "Psicódromo", el último libro de Federico Andahazi

Una pregunta sobrevuela la novela mientras deambulamos con sus protagonistas: ¿es posible escaparse de uno mismo? ¿Podemos dejar de girar en falso en torno a nuestro sufrimiento y librarnos de aquello que nos perturba?

Eliseo Fainzilber es psicoanalista y una mañana se despierta en un banco de la estación Coghlan. Durmió con un libro de Aristóteles y otro de Diógenes Laercio a modo de almohada. Su esposa lo echó de la casa al enterarse de que había fundido el negocio familiar a sus espaldas. De pronto se quedó sin nada. Deambula por la ciudad y conversa con un pordiosero. El destino lo reencuentra con Eleonora, una antigua paciente que insiste en retomar las sesiones con él, pero Eliseo se había alejado hacía años de su profesión a causa de una experiencia traumática. Y aunque quisiera, tampoco dispone de un consultorio donde atenderla. El pordiosero, que tiene más de sabio que de vagabundo, le sugiere que utilice la calle, que caminen como lo hubiera hecho Diógenes de Sínope. Así, Fainzilber regresa a su profesión e inaugura el "psicódromo", un tratamiento que consiste en conversar mientras recorren la ciudad. Una serie de personas se cruzarán en su camino y a medida que él se compromete a desentrañar el origen de sus problemas y resolverlos, irá creando, poco a poco, su propia salvación. 

En un escenario real signado por la inestabilidad y la frustración, Psicódromo resulta también una metáfora que va más allá de cada personaje para hablar, en mayor o menor medida, de todos nosotros. 

Una pregunta sobrevuela la novela mientras deambulamos con sus protagonistas: ¿es posible escaparse de uno mismo? ¿Podemos dejar de girar en falso en torno a nuestro sufrimiento y librarnos de aquello que nos perturba? 

Con la destreza narrativa con la que cautivó a infinidad de lectores, Federico Andahazi propone un derrotero bajo el cielo urbano que es una fuga hacia adentro; el viaje emocional, sensorial y reflexivo de un personaje que parece decirnos que solo manteniéndonos en movimiento es posible encontrar una salida. 

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Leé un fragmento de "Psicódromo"


-He venido a darte mi pésame -le dijo Diógenes de Sínope a Aristóteles.

-¿Quién ha muerto?

-Tú, Aristóteles. Hace tiempo que eres un cadáver apoltronado y bien alimentado. Desde que erigiste este palacio has dejado de caminar y te has vuelto gordo, estúpido y codicioso.

El tono cáustico de Diógenes de Sínope resonaba contra los mármoles del Liceo de Atenas. Su fundador permanecía reclinado en su sillón con fingida indiferencia. Nunca nadie se había atrevido a hablarle de ese modo. Diógenes no había llegado solo, lo seguían tres perros mugrientos que olisqueaban los pedestales de las esculturas y orinaban los fustes de las columnas.

El vagabundo más célebre de Atenas se rascaba la barba enmarañada con la misma fruición con que sus perros intentaban quitarse las pulgas. Aristóteles, sin abandonar el papel de anfitrión, lo miraba impávido. Diógenes tenía los pies sarmentosos, sucios y llagados. Los de Aristóteles, en cambio, eran redondos, pequeños y limpios. Los llevaba envueltos en unas sandalias de piel de cordero tan delicadas que no parecían hechas para entrar en contacto con el suelo.

-¿A eso viniste, Diógenes, a hablar de mi aspecto?

-No, no he dicho solo eso. Dije, además, que te has vuelto estúpido y avaro.

Uno de los perros había descubierto una patena con restos de comida sobre un trapezóforo y, parado en dos patas, intentaba llegar a ella con la lengua. Diógenes vio la escena, se acercó, tomó una pata de pavo de la bandeja, arrancó con los dientes la carne que estaba pegada al hueso, se la quitó de la boca, la repartió entre los perros y se reservó los huesos para sí. Los quebraba ruidosamente entre las muelas y extraía la médula.

-Diógenes, te has convertido en un perro...

-No, te equivocas; siempre lo he sido. Pero mejor preocúpate por ti que te has convertido en un cerdo.

-Veo que has venido a insultarme. Hazlo, date el gusto, no te prives. Al menos no viniste a masturbarte como alguna vez lo hiciste en el ágora.

-Si fuese tan fácil saciar el hambre como el apetito sexual, no haría otra cosa más que frotarme el vientre y más abajo también. De hecho, no estaría comiendo los restos fríos de tu banquete. Ya quisieras tener el honor de que volviera a ungir los mosaicos de tu Liceo. Pero no vine a eso. Como he dicho, estoy aquí para lamentar tu muerte.

Aristóteles sacudió la cabeza, resignado a soportar la interpretación teatral del más cruel y acaso el más sabio de los hijos de Grecia.

-Estás muerto. Alguna vez, en la época en la que todavía caminabas, llegué a guardarte algún respeto.

Diógenes se acercó al gran sillón en el que reposaba el fundador y director del Liceo y sin dejar de masticar le preguntó:

-¿Por qué, Aristóteles, por qué dejaste de caminar?

Algunos años antes Aristóteles había fundado la escuela peripatética, un maravilloso foro ambulante en el que no existían los límites de las paredes ni el escollo de las puertas. No existían las intrigas palaciegas ni los recintos privados. Ni siquiera había techos que impidieran ver el cielo para estudiar los astros. Los más valiosos conocimientos surgieron durante aquellas caminatas grupales a la sombra de los olivares o bajo la luz de la luna. Las páginas más célebres habían nacido con el saludable impulso de la marcha, el diálogo, el contacto con la gente simple, la observación del mundo real y la vida cotidiana. Caminar, conversar y conocer era una forma de concebir la existencia e intentar comprender el universo. La Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles eran, a juicio de Diógenes, lujosos mausoleos donde yacía el cadáver de la filosofía.

-Nunca dejé de caminar. Solo que ahora lo hago sin necesidad de mover las piernas -dijo sereno Aristóteles.

Diógenes dio una vuelta sobre sí mismo dejando una estela de perros hediondos y, luego de escupir un cartílago que se disputaron los animales entre gruñidos antes de que llegara al suelo, le espetó:

-Estupideces. Platónicas estupideces. Mírate, Aristóteles, estás irreconocible.

Aristóteles, que en el pasado había sabido cultivar un cuerpo apolíneo, no quiso mirarse el vientre abundante debajo de cuyas adiposidades había quedado sepultada la musculatura que solía exhibir orgulloso en el pasado.

-Escúchate, Aristóteles, dices puras tonterías.

Aristóteles guardó un cauto silencio que, según se considerara, podía interpretarse como un acto de indiferencia o como una rendición.

-Contempla tu alrededor, Aristóteles; te has vuelto avaro y codicioso.

Diógenes vivía en la calle y dormía dentro de una tinaja volcada cerca del Estadio. El Liceo era una monumental construcción de mármol presidida por un frontispicio sostenido sobre seis columnas dóricas. Por sus claustros había pasado Alejandro Magno, el mismo que, en su época de mayor esplendor, fue a conocer a Diógenes a su cántaro. Por todo recibimiento, el sabio pordiosero le pidió que se hiciera a un lado porque le estaba tapando el sol. Si así se había dirigido al emperador de Macedonia, qué trato podía esperar Aristóteles. Mientras Alejandro marchó a la conquista del mundo, su maestro se quedó cómodamente acobijado en ese palacio consagrado a Apolo Licio, el Apolo quieto y abatido que descansaba sobre un tronco. Así se veía Aristóteles. Para reforzar la imagen, uno de los perros orinó hasta vaciar la vejiga en los pies de la estatua, a la vez que miraba impasible al anfitrión. La opulencia de las pinturas, los frisos y los cortinados contrastaba con la túnica harapienta de Diógenes.

-Desde que vives en este palacio, te has resignado a esta pobre vida de lujos y abandonaste todo cuanto eras. Si has decidido traicionarte, allá tú. En lo que a mí concierne, Aristóteles, te puedes pudrir en tu Liceo y convertirte en piedra como Apolo Licio -dijo señalando la escultura del dios cansado que ahora tenía los pies sumergidos en una laguna tibia y amarillenta, ofrenda de los perros.

-Estamos viejos para esto, Diógenes. No nos queda mucho camino por delante. ¿No crees que ya nos hemos ganado el merecido descanso?

-Solo a un pésimo corredor o a un idiota como tú se le podría ocurrir la idea de detenerse a tan pocos pasos de la meta.

Diógenes hizo un silencio y describió un círculo en torno al sillón del viejo maestro como si quedarse quieto significara una refutación de sus propias palabras.

-Vine a despedirme, Aristóteles. No volveremos a vernos. Me iré de este mausoleo y jamás me detendré. Caminaré hasta atravesar la muerte. Caminaré por toda la eternidad. Me sucederé a mí mismo mientras camine y en tanto camine seré inmortal. Caminaré a través de pueblos, ciudades, fronteras y naciones. Tú, Aristóteles, habrás de agusanarte aquí, en tu Liceo, entre tus mármoles fríos como tumbas. Púdrete, Aristóteles, ponte más gordo, más idiota y más codicioso. Muérete. Yo caminaré sobre tu sepulcro. Seguí leyendo desde aquí.

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