Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

En esta ocasión presentamos a un cuentista y docente de alma que ha sabido volcar en letras, el espacio que habita y lo rodea.

Alejandra Cicchitti

Rogelio Aguilera nació en Junín, Mendoza y actualmente vive en el departamento de San Martín, donde además se desempeña como maestro rural. Ha tenido importantes aportes en el trabajo de producción literaria en la Dirección General de Escuelas, declarándose sus libros de "Interés educativo" para la provincia. Ha realizado aportes audiovisuales en documentales relacionados con la vida en el secano mendocino, y películas situadas en ese contexto con actores nacionales y colaborado con especial énfasis con la escritora Liliana Bodoc. 

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

En 2018 participó de vendimias distritales, lo que le abrió las puertas para escribir el guion de la fiesta departamental "Vendimia de la memoria y el fuego". Actualmente se desempeña como docente rural en San Martín y Lavalle y es Secretario de Prensa del Atlético Club San Martín (otra de sus pasiones).

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

"Serie documental Lagunas", junto a Liliana Bodoc (roge laguna del rosario)

¿Cómo te iniciaste en la escritura?

Mi vida literaria ha estado ligada a la ruralidad, con especial énfasis en lo que se conoce como el desierto de Lavalle. Allí comencé a trabajar en mis primeros textos participando de certámenes literarios y talleres de escritura. En el año 2009, por intermedio del Fondo Provincial de la Cultura, concreté mi primera obra "Poemas de Arena", plasmando en cada capítulo "las vivencias de los maestros de escuelas albergues". Si bien empecé escribiendo poesía gauchesca, inmediatamente me volqué hacia la narrativa y especialmente hacia el cuento. Creo que es algo más dinámico e inmediato.

En 2013 publiqué "Penales en la Siesta y otros cuentos", que logré establecer en las escuelas de la Zona Este como propuesta didáctica y ya cuenta con su quinta edición. A partir de este libro, creé junto a Juan Azor y José Tumbarello, el show narrativo musical "Y la Mariandina se definió por penales", con la que hemos recorrido gran parte de la provincia, en diferentes escuelas y Ferias del libro centrales y regionales.

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

¿También has incursionado en la novela?

Sí escribí también "Cuando en mí vivía el sol" que habla del pueblo huarpe. Ramón Córdoba, el protagonista, es un chico que habita en el secano mendocino en una escuela albergue y para poder seguir estudiando debe ir a la facultad en la ciudad. En el relato él hace un contraste entre la vida en la universidad y su presente, entre el desarraigo y su pasado. Quise mostrar la problemática socioeducativa de una comunidad. Lo publiqué y al año siguiente fui invitado a la Feria del Libro para presentarlo. Me gustó mucho ese ejercicio de escribir y actualmente tengo otra novela en proceso que es histórica y aborda también lo rural.

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¿Cómo va tu inspiración?

Por lo general la inspiración está muy ligada al contexto en el que vivo, a la parte rural. Nunca dejé de volver al campo y al desierto, lo cual me nutre todo el tiempo. Con la escritura trato de hacer un ejercicio y sentarme al menos dos o tres veces por semana para desarrollar los proyectos que tengo. Ultimamente escribo narrativa corta, más enfocada hacia lo juvenil y eso ayuda a enriquecerme del público y de la gente que lee mis obras.

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

¿Algunos autores que te hayan interesado particularmente?

La literatura que me marcó fue la latinoamericana. He leído a Galeano, García Márquez, Isabel Allende, Julio Cortázar. Eso me ha llevado a desarrollar en la narrativa el surrealismo mágico y a poner en función mis personajes, que son solo posibles en la escritura...

¿Cómo son ellos?

La mayoría de mis personajes tienen que ver con los contextos sociales vulnerables. En la literatura futbolera que he publicado, aparecen personajes de los potreros, de los barrios. Esto se debe a mi formación y por los lugares en los que trabajo y me ha tocado trabajar. Me resulta más fácil recrearlos en función de lo que vivo día a día y de la gente que me rodea.

¿Qué nos dirías sobre tu último libro de relatos?

Apuntando siempre a la promoción de la lectura como objetivo principal, publiqué "Viajero. Historias de un mate", un compendio de 9 relatos que utiliza al "mate", como un elemento vehiculizador de la literatura y la geografía de sus recorridos. Además, presenta un mapa interactivo en el que se puede visualizar y sentir cada uno de los lugares de los relatos.

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

¿Cómo fue tu participación en la Feria del Libro de este año?

El 13 de setiembre presenté "Bestiario del Desierto" en una tarea conjunta con la Profesora Marta Castellino. Un informe de investigación que aborda un minucioso recorrido por la geografía del Desierto de Lavalle, y que propone el abordaje pedagógico de la literatura a partir de la figura de grandes recopiladores como Draghi Lucero.

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

¿Un cuento que quieras compartir con nosotros?

"Llové cielito, llové" es una tradición de la gente de San Vicente del Monte para que llueva en épocas de sequía.

¿Cuáles son tus proyectos?

Estoy esperando la publicación de mi próximo libro, "Unidos por la Piel" con Zeta Ediciones. En él abordo la literatura futbolera regional. Es un proyecto de autogestión socio comunitaria educativa que apunta a la promoción de la lectura en un año colmado de fútbol.

Rogelio Aguilera: la escritura desde lo rural

Llové cielito llové

Son las cuatro de la tarde, el zonda no ha dejado de azotar al Retiro en todo el día. Pareciera que el arenal del bordo alto se hubiese venido encima del rancho plantándose en la pobre puerta de la casa. Doña Carmen con los niños no han querido salir por nada del mundo, temen que el desierto se les meta adentro, porque entonces sus ojos se harán de tierra, su voz también y hasta las ganas se le pondrán lentas en sus manos, o miradas. Es como si la arena se los llevara médanos adentro cada día un poco más. Cuentan los que cuentan que el diablo se divierte y se figura en remolinos bailarines mientras sopla el viento de fuego.

¿Qué será de las cabras? Se pregunta la mujer para sus adentros mientras los niños se entretienen dándole leche a un chivito que ha quedado guacho en el corral.

A lo lejos un tropel de perros, la campana de la "madrina" y el balar de pobres animales moribundos que alertan a la familia de la llegada de la triste majadita.

El viento ha amainado, se dan cuenta por que han dejado de silbar las ramas espinudas del chañar que está junto a la ventana. Ni bien abre la puerta doña Carmen, los niños salen corriendo en busca de las cabras. Los perros les dan vueltas a su alrededor en señal de alegría, mientras jugando y jugando conducen a las desdichadas sedientas hasta el pequeño corral.

Allí en el medio de todo estaba Sosante, haciendo tentempié en la incertidumbre, proponiéndole equilibrio a su vida entre tanto silencio y desdicha. Sosante Mayorga, viejo cansino de aquellas soledades tranquea lento en el malacara mientras se acerca al rancho que muestra sus codos deshilachados de tiempo. Envuelto en pañuelos y ropa gruesa se ha resguardado del viento y la arena, parece su figura un fantasma del desierto trajinando la senda profunda de aquel secadal. Se apea del caballo en silencio, mientras doña Carmen le acerca una botella forrada en tela con agua fresca, donde se figuran los restos de un salitre blanquecino en el borde del pico. Saben de sobra que han tocado fondo, han perdido lo más preciado para ellos y sus hijos. Ahí se quedan mirando esa soledad, se quedan mirando porque no hay palabras cuando uno no puede hablar, cuando el hombre no puede elegir, cuando decir es fácil, pero abrazar la verdad da mucho miedo.

En la noche, sentados frente al fogón tenue que cierra cada jornada, con su mirada perdida en el humo fantasmal del bracero, don Sosante habló con tono preocupado.

-Si no llueve pronto se nos van a morir todos los animales.

Los niños lo miraban asustados, como recordando ancestralmente en su piel la mismísima sed, como si los ojos se le llenaran de arena y fuego por la sentencia de su padre. Saben de sobra el nombre propio de la sequía.

-Hasta el pozo se está secando Sosante. La arena del último viento casi que lo tapa, y para colmo lo ha enturbiado que parece que hubiese barro no más.

Cuando el calor dijo adiós, cuando los ojos ya casi no brillaban y las palabras escasas sobraban, uno a uno se fue despidiendo a descansar. Los pasos tenues de alpargatas peregrinas dibujaban las huellas agrietadas en aquel patio de tierra. El gallo trepado en el retamo gritó su sentencia misteriosa, y las estrellas tibias de nostalgias titilaron distraídas suspiros de sed y de sal.

Cuando amaneció y doña Carmen preparó el yerbeado tempranero para desayunar, notó que Sosante había salido hacía rato por la sendita del norte montado en su caballo. Pensó la mujer en la monotonía de los días, y cómo todo lo que los rodeaba dependía del agua... de la bendición de la lluvia en el desierto y sus arenas.

El hombre llegó cerca del mediodía, el sol estaba alto pero abrazaba con toda su fuerza cada rincón del campo. Todo se hacía lento y fatigoso; hasta los perros se sentían cansados. Allí echados bajo el viejo algarrobo que daba sombra al corral, ni se enteraron de la llegada del hombre.

-¿Dónde has andado Sosante? Con todo lo que hay para hacer y vos te vas como si nada a vaguear por el campo como chivato que se ha perdido -Sosante la miró con ojos brillantes, negros de alegría, profundos como el mismísimo pozo de esperanzas de su rancho. Casi con una sonrisa le respondió.

-Lo encontré mujer, lo encontré. Estaba enterrado justo donde me había dicho el Tata viejo.

-¿Qué cosa Sosante? Te ha hecho mal el sol, hombre. ¿Qué es lo que te pasa? ¡Por Dios!

-¡Mirá mujer! Acá está. Desenvolvió lentamente el bulto que llevaba atado en la cincha, mientras la mujer con impaciencia le alcanzaba un mate dulzón como les gustaba tomarlo.

Cuando por fin lo tuvieron entre sus manos, se miraron tiernamente como dándole paso a la ilusión. Una estatuilla de madera muy bien conservada era la salvación a tan mentada y empeñosa maldición. San Vicente el santito de los pobres que hace llover ilusiones, que hace crecer el chañar, la jarilla y la retama. El que con su canto de lluvia intensa llena las aguadas y los pozos. San Vicente allí en el monte del desierto Lagunero, el que hace de la seca un recuerdo y convierte en fiesta y convite la soledad de los médanos. La majada va a crecer, va a verdear el junquillo y con cada gota va humedecer el alma de los habitantes de las arenas.

La fiesta en honor al santo se programó para el sábado después de la bajada del sol. Don Sosante se acercó hasta la escuela del Retiro, y le pidió al maestro Alejandro que le pasara el mensaje por radio en el "Correo del Cielo", el único programa que anoticiaba de la vida y sus circunstancias en las comunidades del secano. "Sosante Mayorga del puesto Las Delicias invita a todas las comunidades del desierto a participar de la fiesta en honor a San Vicente..."

Horas más tardes como un preludio sagrado se escuchaba en cada puesto de aquel imaginario continente el mensaje y sus precisiones. Fue tan grande la convocatoria que Sosante y su esposa debieron carnear una de las pocas vaquillonas más o menos gordas que le quedaban. Con ella prepararon la carne a la olla, el picadillo de las empanadas y hasta las achuras ocuparon para atender a la gente que venía llegando al puesto por la picada vieja.

Al santito lo llevaron a un médano alto que estaba detrás del rancho, los niños con todo el amor del mundo, de su mundo, le hicieron un altar con un tronco de algarrobo y colmaron con flores de plástico la imagen. Ahí lo dejaron esperando en soledad a que se acercara la gente y también la lluvia. Doña Carmen previendo la situación había encargado al proveedor, Juan Ojeda, varios paquetes de velas para la procesión. Así, a cada familia que se adentraba por la tranquera, los niños de la casa le entregaban una antorcha hecha con botellas de plástico, restos de cañas viejas y los convidaban a pasar. Las mujeres se juntaron en el patio central y encendieron sus velas tenues que junto a las primeras estrellas iluminaban tímidamente aquel paraje de ensueño.

Así partieron, hombres, mujeres y niños por la sendita que va hasta el médano alto. Iban, arrastrando sus pesares, mientras don Felino Córdoba rezaba las letanías propias de aquella celebración. Detrás de ellos los guitarreros Pedro Barros, Carlos Sosa y Tito Fernández acompañaban la pequeña procesión con acordes melodiosos. Así se allegaron hasta el lugar, parecía que el santo los estuviera esperando ansioso. Entre algunas nubes caprichosas se rompía un claro y dejaba bajar a la luna para que iluminara el paisaje y a la estatuilla de madera que brillaba como en señal de milagro.

-¡Qué viva San Vicente! -gritó el dueño de casa.

Al unísono, todos los lugareños contestaron con un ¡Viva! Casi sinfónico. Hasta las voces que no se nombran, esas que habitaban las penumbras circundantes a la fiesta se oyeron aquella noche; sólo el maestro nuevo se percató del misterio y un escalofrío milenario lo atravesó de punta a punta.

Doña Nilda Morales, vieja huarpe, tejedora de junquillo dispuso don vasijas medianas a los pies de la imagen, y don Pablo Nievas encargado del vino llenó una de ellas con total alegría, mientras le daba unos traguitos en escondida a la damajuana. En la otra, doña Carmen puso agua y por recomendación del Padre Benito le echó unas gotas de agua bendita para que el santo se sintiera a gusto y cumpliera el pedido. Un cucharón de madera dispuesto para beber en forma civilizada reposaba entre los cuencos como testigo absoluto y necesario de aquella celebración.

Ni bien sonó el primer acorde, el maestro Carlos y la señorita Angelita, que no se perdían ninguna fiesta lugareña se sacaron sus calzados y rumbearon para el arenal en busca del mejor lugar para bailar. Allí nomás y sin hacerse de rogar salió también doña Paula y don Colacho dispuestos a cumplirle a San Vicente. Con cada cueca que sonaba los bailarines se apeaban ante la imagen de madera. Bebían una cucharada de vino y una de agua, aunque algunos se hacían los distraídos y bebían más de la cuenta; como encendidos salían a los saltos para el bordo alto. Allí cerquita el fogón intenso regalaba el privilegio de lo ancestral; mientras se cocinaba la carne a la olla, algunos tiraban costillas y achuras que al instante comenzaban a chirrear en las improvisadas parrillas regalando el aroma de la jarilla en las brazas. Desde el rancho, doña Carmen llegaba a los gritos con las empanadas, mientras los niños y los perros la seguían de un lado para el otro tratando de alcanzar aunque fuese una.

Nunca se supo si aquella noche el santo se enojó por lo que todos se divertían y tomaban vino sin pasarle aunque fuese una probada, o si bien fue tanta la alegría de don San Vicente que terminó por cumplirles el pedido a los lugareños. Lo cierto es que entre cuecas, gatos, velas y empanadas el único claro por donde se filtraba la luna se cerró completamente. Si bien nadie se dio cuenta de la situación y todos siguieron como si nada, algo extraño ocurrió aquella noche. Con las últimas cuecas, que ya eran las últimas porque los bailarines no podían tenerse en pie de tanto apearse en la vasija de vino, el campo empezó a enmudecer. Fue como si todas las voces del monte en total comunión hicieran silencio para dejar hablar a la inmensidad. La noche se tornó oscura con algunos nubarrones prepotentes que empezaron a amontonarse sobre aquel secadal. Ya no se escuchó el grito de la chuña llorona que merodeaba cerca del puesto y hasta los perros se marcharon lentamente denotando que algo raro iba a suceder.

Y ya sin el canto de grillos y chicharras se levantó un ventarrón repentino que no amedrentó a los lugareños, pero que fue a dar de cabeza al pobre santo dentro de la vasija del vino. Como si sediento el mañoso, y cansado de esperar que le pasaran un trago, se hubiese arrojado al vino pobre de aquella noche; sólo le quedaron las patas afuera como dando señas de que ahí estaba. Algunas parejas después de tanta algarabía se habían refugiado entre jarillas y yuyos del monte. Los tres guitarreros seguían estoicos como los músicos del Titanic, los de la parrilla repartían los últimos restos de un asado descomunal, los más tempraneros ya dormían en el médano alto donde se habían bailado las cuecas, y el santito...él seguía en su empeño de hacer llover, de cabeza en la vasija y con los pies en el cielo tal vez negociando con las nubes su destino.

La primera gota le cayó en la frente a don Sosante, y el salpicar en sus ojos fue como si un sueño de antaño se le revelara en un instante. Supo el hombre en su pecho, que se había obrado el milagro, que alguien en la inmensidad de aquel cielo lo había escuchado. Se sacó el sombrero de ala ancha, desató el pañuelo de su cuello en señal de alivio, y agradeciendo quién sabe a quién levantó sus manos hacia el firmamento completamente nublado de aquella noche.

Cuentan los que cuentan que fue tal el aguacero que no dio tiempo a nada. Fue un vendaval de viento, agua, y respiro el que cayó aquella noche. Fue tal la desbandada buscando refugio que varios fueron a parar al pobre cobertizo del corral de las cabras y se echaron a dormir con los animales como si nada. Otros, envueltos en deseos decidieron quedarse bajo la lluvia para apagar tremendo fuego contenido que llevaban dentro. Los niños fueron los únicos que se salvaron de la tormenta, ya que muchos dormían en el rancho cuando comenzó. Como si supieran de sobra de la humedad de las promesas, se amontonaron en los catres envueltos entre jergones y cobijas. Los últimos que salieron de escena fueron los guitarreros, fieles soldados de la cuyanía. Bajo un algarrobo frondoso y los vestigios de una humilde ramada, siguieron tocando las cuecas que faltaban y acompañaron con algunos gatos gustosos aquella sinfonía del agua cuando cae en el arenal. Sosante y doña Carmen se abrazaron como hacía tiempo no lo hacían, y como en plena juventud salieron a bailar la última ofrenda de aquel San Vicente. Salteadita la cueca; en el charco iban los cuerpos delineando constelaciones de ensueño y esperanza. Pensaba Sosante que, tal vez, el amor que sentía por aquella mujer había terminado con la sequía del desierto. Pensaba doña Carmen mientras abrazaba a su hombre de ojos negros profundos y sonrisa tierna, las locuras que uno hace por amor.

Del pobre San Vicente nada se supo; las vasijas se colmaron con el agua bendita y seguramente se lo llevó la corriente por algún riacho que se formó con la tormenta. Quién sabe, por ahí será que satisfecho de tanto brindar se guarde un tiempo entre los arenales melancólicos del desierto, esperando que algún paisano sediento se le dé por ofrendarle un vino y algunas cuecas cuyanas. 

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