Una señora con escoba

Publicamos aquí el primero de una serie de cuentos de Cristina Orozco Flores. Una lectura para tener un recreo de fin de semana a tanta lectura política. Si te gustó, compartilo con tus contactos.

Cristina Orozco Flores

Nunca me pude olvidar de la señora que apareció enfrente de mi casa, un sábado de octubre. Mi vecina la había encontrado afuera limpiando su vereda con una escoba. Nadie sabía cómo había llegado, pero ahí estaba, dispuesta a asearlo todo. Quizás se había alejado de su hogar porque buscaba un poco de sol o simplemente enfrentaba al destino.

Ese día, mi esposo me llamaba .Yo estaba en el quincho, en el fondo de mi casa. Vi que a través de la ventana de vidrio repartido me hacía señas, pero no le di importancia porque nos habíamos peleado. Me sorprendió que viniera corriendo y abriera la puerta con urgencia para decirme:

-¡Vení, por favor, hay una mujer perdida! Vení, apuráte! Está en la puerta. ¡Pobre mujer, dale! ¡Traéle una silla y un vaso de agua!

No entendía qué pasaba, pero igual me apuré. Como soy bastante desconfiada le llevé un banquito de madera a la desconocida porque no le iba a dar una silla de las que usamos a diario. Después saqué un vaso de metal, el de los picnic, para servirle el agua. 

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Cuando salí, encontré a la mujer junto a mi esposo y al lado de Dolly, la vecina de enfrente. Ella contó que su hija estaba mirando por la ventana cuando la descubrió barriendo su vereda. Por eso, empezó a los gritos, diciendo:

-¡Mamá, afuera hay una mujer que te está limpiando!

Dolly inmediatamente se asomó para ver qué pasaba porque no le creyó. Entonces salió a la vereda y sin dudarlo, tomó a la mujer del brazo. Cruzó hasta mi casa con ella y su escoba a cuestas. Mientras tocaba la campana con insistencia, expresaba a viva voz: ¡Soy yo la que se dedica a la limpieza!

Cuando mi esposo iba hacia la puerta, ya escuchaba sus chillidos. En cuanto abrió, le empezó a contar todo lo que había sucedido.

-Encontré a esta mujer que barría mi vereda. Levantaba polvo con su escoba y muy tranquila, limpiaba sin parar. No sabemos de dónde salió pero apareció de la nada como aparecen las brujas -explicaba y la señalaba.

La señora hacía oídos sordos y no se defendía. Parecía enajenada de la situación que estábamos viviendo. No reaccionaba, ni para bien, para ni mal. Sólo se la escuchó decir que vivía en la calle San Luis.

Como la mujer habló, los dos aprovecharon para interrogarla. Querían saber quién era y de dónde había venido. Lo único que repetía era que vivía en la calle San Luis.

- Pero queda bastante lejos, en pleno centro, nosotros estamos en El Challao - aseguró Dolly - ¿Habrá llegado caminando? Aunque no parece cansada.- Gesticulaba con la cara y blanqueaba los ojos. -A menos que haya venido volando,- dijo entre dientes, y dejó volar su imaginación.

Además no paraba de mover las cejas hacia arriba, y como si fuera poco, tampoco podía evitar que se le agrandaran los ojos.

Entre los dimes y diretes sobre la calle, me pareció acertado intervenir en la conversación. Quería comentarle a Dolly lo que alguna vez había escuchado: que las brujas con escoba aparecían durante la noche. Como me miró, poco convencida, le hice acordar que era la hora de la siesta y que faltaba mucho para la hora de las brujas.

Seguí con el mismo discurso y con ánimo de convencerla me fui por el camino de la literatura y terminé por explicarle lo que alguna vez había leído. Que a las brujas se las veía en acción durante la noche donde practicaban hechizos para volar con una escoba. También ese era el horario en que preparaban pócimas mágicas con recetas ancestrales y mucho más. Me esforcé para darle un buen argumento a mi vecina porque yo no compartía su idea.

Dolly dijo que toda la vida le había escuchado decir a su madre que las brujas no existían, pero que las hay las hay.

Entonces, después de escuchar tantos razonamientos, ella se quedó callada, no quiso seguir hablando del tema.

-¡Qué justo, hoy es treinta de octubre y mañana Halloween!- agregó mi esposo para decir algo.

Mientras tanto la mujer estaba calladita. Mantenía las manos apretadas junto a su corazón. Se la veía inofensiva. ¿Por qué le íbamos a temer? Si lo más probable era que ella nos tuviera miedo a nosotros. Estaba ensimismada. Sólo se movía para acomodarse en el banquito, parecía una viajera distraída de otro mundo y, quién sabe por qué, había llegado hasta nosotros.

Mi esposo, que se había quedado pensando en la calle San Luis, la relacionó con un negocio de aberturas, bastante conocido, ubicado en esa zona. Al mismo tiempo recordó haberla visto a ella sentada en la puerta del negocio. . Entonces con ese dato se fue, en su auto, hasta la garita del barrio para poder dar con su familia.

Dolly, muy decidida, cruzó la calle para hablar con los vecinos más cercanos. Les explicó brevemente la situación pero no tuvo éxito. El vecino de al lado dijo que no la conocía. El de la casa azul tampoco, ni el de la naranja. El visitador médico de la otra casa, quien se asomó para mirarla de costado, aseguró que nunca la había visto. Después, Dolly se dirigió a su casa, como si hubiera terminado su tarea. Se excusó diciendo que su hija estaba de visita. La joven, ya se había independizado pero, cada tanto, llegaba sin avisar a la casa de su madre. Tenía la costumbre de volver a su hogar, en busca de un buen plato de comida y de un abrazo.

Yo me quedé sola con la señora y permanecí parada a su lado. De vez en cuando la observaba disimuladamente. Ella empezó a buscar algo con la mirada. Me di cuenta que quería su escoba. La encontró apoyada en el árbol de la calle y se quedó contemplándola. Yo también empecé a mirarla, era de paja y tenía la punta levantada hacia un costado.

La mujer era alta. Tenía canas en la raíz, el resto del cabello rubio y con rulos. No se la veía muy vieja pero estaba descuidada. Quizás se había vestido con remera y pantalón de gimnasia porque el lugar donde estábamos era agreste y rodeado de montañas. Su maquillaje se parecía al de los payasos. El rubor era de color carmín. La sombra celeste combinaba con sus ojos. La boca totalmente dibujada con un rojo apagado y sobresalía de la línea de sus labios. Tenía varios anillos en las manos. Se los sacaba y se los ponía sin parar, de uno a la vez. Los conté y eran ocho. Todos grandes, de una bijouterie barata. Habían sido dorados y estaban desteñidos.

Para darle ánimo, le dije a la señora que seguro mi esposo iba a encontrar al suyo. En ese momento ella habló por segunda vez, y me respondió con claridad: "a seguro se lo llevaron preso."

Dolly ya no estaba. Se había desligado del asunto. No sólo había tenido prejuicios sobre la aparición de la señora sino que también la veía rara, porque no le había quedaba claro cómo había llegado a la puerta de su casa. Por eso se la sacó de encima tan rápido. De todos modos, siempre recurría a mi esposo ante cualquier inconveniente que le surgía. Me acordé que la semana anterior se había encontrado unos anteojos con un estuche destruido y se los había llevado a mi esposo para que se ocupara del asunto. En esa ocasión, avisó al grupo del barrio pero el dueño nunca apareció. Así que los anteojos siguen en mi casa.

Para ella, él es una persona que puede solucionarle todos los problemas. Ni hablar de cuando salvó al niño de la casa naranja que se había ahogado en la pileta, en un descuido de su madre. Desde entonces lo considera un héroe.

-¡Qué no le vaya a pasar nada al gordito!- me dice muy seguido.

Yo permanecía en el mismo lugar. Cada tanto espiaba de reojo, a la dama desconocida y lamentaba que Dolly se hubiera ido. Ella se había lavado las manos, como Pilatos.

Me tranquilicé porque vi a lo lejos que llegaba el auto de mi esposo y detrás de él una camioneta gris. Bajó un señor mayor, casi corriendo, que se acercó a la mujer y le dijo:

-¿María qué hacés acá?

Ella sólo le sonrió como una novia. Entonces él la ayudó a levantarse del banquito, con cuidado.

-¡Vamos y no te olvides de la escoba!-le indicó.

María tomó la escoba. Se fue hacia la camioneta. Abrió la puerta de atrás para guardarla. Pude ver que la acomodó sobre los asientos y después se sentó adelante.

- Mi esposa tiene Alzheimer. Fue una gran abogada y le gustaba mucho la literatura.- recodó él hombre con tristeza.

También se culpaba porque se distrajo arreglando unos cables de luz en su casa donde hubo un cortocircuito y cree que en ese momento ella pudo haber salido de allí.

-Les agradezco mucho. Nadie puede salvarse solo en este mundo si no es de la mano del prójimo. Así que gracias. ¡Qué Dios los bendiga! Les pido, por favor, que no se vayan a enterar mis hijos, porque me van a retar por el descuido de hoy- nos dijo.

En ese momento aparecieron unos niños que se acercaron para contarnos que, durante la siesta, vieron pasar a la señora con la escoba. Fue cuando jugaban a la pelota, en la mitad de la cuadra. Después e quedaron revoloteando un rato alrededor de nosotros y sin decir nada, se fueron haciendo jueguitos.

El hombre desde la camioneta se despidió.

Con mi esposo hablamos sobre lo ocurrido y coincidimos en que, tal vez, lo que vivimos, fue un mágico presagio en vísperas de Halloween.

Nos quedó una incógnita. No sabíamos qué camino había tomado María desde que salió de su casa, hasta que llegó a la casa de Dolly. Desde la manzana diecinueve hasta la cuatro. Tampoco se supo si en otro lugar se había parado a barrer.

¡Hasta nos habíamos olvidado de nuestra discusión! Mientras tanto, vimos que Dolly sacaba la manguera para regar su jardín.

El matrimonio, seguramente, ya estaba en su hogar.

Mi esposo entró en la casa y yo me acomodé en el banquito vacío. Pensé en esa señora que, sin imaginarlo, había podido hacer su propio camino, de la mano del libre albedrío.

¡Quién pudiera, como ella, hacerle un guiño al destino y desafiarlo bajo el sol!

Cristina Orozco Flores

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