Un templo donde vivos pilares

Una nota sustanciosa y exquisita del escritor Danilo Albero.

Danilo Albero
Escritor

Una palabra polisémica, la primera que pronunció el arcángel Gabriel a Mahoma cuando le dictó El Corán, es "siente" otras versiones dicen: "lee o recita"; en todos los casos estos actos están ligados a los sentidos. En una de sus primeras acepciones, sentir es percibir por medio de algunos de los cinco sentidos, de la palabra deriva sentimiento, que alude a estados de ánimo.

Correspondencias, el poema de Baudelaire, trata de sensaciones coincidentes, en su manera de ver y percibir el mundo, con las palabra iniciales de El Corán: "La naturaleza es un templo donde vívidos pilares / A veces dejan brotar palabras confusas; / El hombre pasa a través de bosques de símbolos /Que lo observan con miradas familiares. / Como ecos prolongados que en la distancia se confunden, / En una profunda y tenebrosa unidad, / vasta como la noche y como la claridad, / perfumes, sonidos y colores se responden. / Hay perfumes frescos como la carne de los niños, / Dulces como oboes, verdes como los prados; / Otros, corruptos, ricos y triunfantes. / Que tienen la expansión de cosas infinitas, / Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso, / Que cantan el éxtasis del alma y los sentidos".

La cuarentena por pandemia de covid 19 aislamiento y síntomas de los afectados: pérdida del gusto y olfato de las personas, o las vías de contagio, también estuvo ligada a los sentidos: nariz, boca y ojos, los dos últimos casos por contacto con las manos sin desinfectar, o sea, el sentido del tacto.

Las circunstancias de nuestras relaciones, accionar con el medio que nos rodea, y posibilidad de aprender e interactuar con los semejantes, están conectadas a los sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto; cuatro están ubicados en la cabeza y el último en la yema de los dedos como punto principal. La carencia de alguno de ellos forma parte de minusvalías con su propio nombre: ceguera, sordera o, muchas veces, sordomudez, anosmia y ageusia; la carencia del tacto no tiene nombre, pero, como metáfora, su ausencia está relacionada al trato social y la vida pública, por lo tanto carecer de él es síntoma de vulgaridad, mala educación o autoritarismo.

A su vez los cinco sentidos rigen las relaciones humanas; con ellos, aprendices de hombres y mujeres venimos al mundo, los más desarrollados en el bebé al momento del nacer son: olfato, tacto y gusto; el oído tarda un poco más, alrededor de cuatro meses para afianzarse y reconocer voces familiares; la vista, alrededor de seis. A medida que crecemos incorporamos, en mayor o menor medida, otros sentidos ya que otra acepción de la palabra puede ser juicio o razón; o consciencia, de allí que desmayarse pueda ser también "perder los sentidos".

Además, las correspondencias de Baudelaire se relacionan con nuestras evocaciones, déjà vusydéjàvécus, ya vistos y ya vividos que afloran en el presente frente a estímulos externos, como la magdalena y el té de tilo en los recuerdos del protagonista en el primer volumen de La búsqueda del tiempo perdido, que detona los seis restantes donde describe, todos los aspectos del arte pintura, escultura, música, literatura, teatro y arquitectura, y la experiencia existencial y subjetividad de los protagonistas rememorados.

De manera análoga, remembranzas del pasado aparecen vinculadas a experiencias sensoriales que persisten durante nuestra existencia. Desde una retrospectiva personal, tengo presente olores de la infancia y adolescencia en Mendoza; marca de primaveras y veranos, después de los fuertes y tórridos Zondas que llegaban del norte. Con el atardecer venía la respuesta del sur: frescos vientos con frecuencia huracanados, como los Zondas a veces acompañados de lluvias, preanunciadas por el fuerte aroma de la tierra y jarilla húmedas, el petricor (palabra que no registra la RAE). También permanecen en mi memoria el olor de las panaderías; y el del escobajo y orujo que, a finales del verano, terminada la molienda diaria de la uva y la primera fermentación del vino nuevo, algunas bodegas arrojaban a las calles de tierra para asentarlas y consolidarlas; el del hinojo silvestre para alimentar los conejos, que a la hora de las siesta en verano íbamos a cosechar en la orilla de los zanjones, acompañado del sedante susurro del agua.

Por sobre esos aromas uno sigue activo hasta el presente: el olor del papel de los volúmenes viejos en negocios de libros usados y anticuarios, aroma que de niño descubrí en las primeras salidas a canjear revistas en aquellos entrañables negocios de compra y venta a un valor constante: dos usadas por una usada, tres usadas por una nueva; y, mientras escribo estas líneas, el del tabaco Balkan Sobranie de mis décadas de fumador de pipa. Algunos sabores persisten y es posible conseguirlos en Buenos Aires: las empanadas sanjuaninas que mis comprovincianos me disculpen y las chilenas más abundosas en cebolla, en Buenos Aires las pizzas de El Cuartito; de los años de exilio en Brasil, las feijoadas de los sábados, acompañadas de ecos conversaciones cuando las compartíamos con amigos.

Como a The Beatles en Penny Lane, algunos sonidos están en mis oídos y ojos (Penny Lane is in my ears and in my eyes), y regresan con las evocaciones: la siringa del heladero en el verano y del vendedor de maní caliente y castañas asadas en otoño e invierno, pero en otro triciclo, éste con la forma de una pequeña locomotora, también servidos en cucuruchos como los helados, pero ahora de papel. Otros que figuran entre mis preferidos: el gárrulo alboroto de los niños en los recreos que entran por la ventana de mi estudio; sonido que me remite a otro semejante, las dos oportunidades que nos alojamos en un departamento en Coyoacán, enfrentado a un colegio, sonido este profundamente ligado a los aromas del mercado, a la vuelta de nuestro departamento, y de los churros recién hechos que vendían en un puesto, próximo al colegio.

Otro sonido que me acude algunas noches de insomnio, quizás contraveneno a los escapes abiertos de autos y motocicletas, es el crujido imperceptible que escuchaba en algunas salidas como andinista. Lo que el sol caldea, el frío de las estrellas contrae, y las rocas se estremecen levemente con los chasquidos, y la inercia de esas moles en su temblor imperceptible todavía me sacude el alma; lo que algunos arrieros supersticiosos llaman "el bramido de la sierra", arrebujado en la bolsa de dormir, escuchaba las piedras quejarse, en mi recuerdo e imaginación multiplicados por la noche como un eco y pensando que la cordillera, de Alaska a Tierra del Fuego, se cuarteaba.

Evocaciones coincidentes, en esta líneas, con séptimo y último tomo de Proust: El tiempo recobrado.

Leé mucho más de Danilo Albero, con un clic aquí

Esta nota habla de: