A propósito de la revolución industrial y el Día del Trabajador
Escribe Matías Edgardo Pascualotto, máster en Historia de las Ideas Políticas Argentinas.
La reciente conmemoración por el Día del trabajador, amerita retrotraernos aproximadamente dos siglos y medio hacia atrás y retomar algunos hilos de la historia.
La llamada revolución industrial, con nacimiento en el occidente europeo en la segunda mitad del siglo XVIII, y prontamente extendida a todos los rincones del globo, aparejó la ruptura con un mundo altamente representado por lo sacro, inserto en un tempo vital regido por las estaciones y el transcurrir de los días, y constituido por grupos humanos cuya red de sociabilidad se concentraba alrededor de medianas o pequeñas comunidades.
El resquebrajamiento del viejo orden llamo Robert Nisbet a la ruptura, y el vocablo es elocuente: un mundo, una cosmovisión de la existencia se iba en andas del maquinismo, se corroía, y por sus grietas, asomaba la luz estridente de uno nuevo, agresivo, avasallante, y cuya representación clásica está dada por la máquina de vapor, y su aplicación a la nueva forma de producción. El estampido del silbato, rompiendo el silencio reinante.
El hombre, en manos de la vorágine del pretenso progreso iluminista, verá su grupos de referencia desintegrados bajo nuevas formas de existencia, transformada su cotidianeidad, que lo colocará frente a nuevos artilugios de la técnica obrera, y lo arrojará a la maratónica tarea del trabajo a destajo. El bucolismo perdido frente al frío metal del humo de las chimeneas. El sistema de producción manchesteriano, frente a un artesanado que pronto nada tiene para hacer contra la competencia de la producción seriada y las ventajas comparativas de un nuevo modelo de intercambio global.
Desde la teoría, muchos pensadores elevarán sus críticas a esta estética existencial, pasando por las posturas más reaccionarias que levantarán plegarias por la vuelta al pasado, las emergentes del socialismo utópico, y las producidas desde la segunda mitad del siglo XIX, desde las entrañas del mismo régimen capitalista, como la de Carlos Marx (mal que les pese a los posteriores ismos), las elucubraciones que quitarán el sueño a Durkheim, obsesionado por la potencial desintegración social, y la explicación sobre la tendencia a la racionalización y burocratización del mundo sostenida por Weber, por citar algunos ejemplos paradigmáticos de la sociología clásica.
Por otra parte, en el llano, el horror hecho modo de subsistencia. Seres pauperizados, dueños sólo su prole: proletarios. La alienación en la silla de oficina, en el taburete de la fábrica, en la mina de carbón descripta con maestría por Emile Zola, el completo desarraigo familiar y social reflejado en la pluma de Víctor Hugo y sus Miserables, o en las imágenes de Crimen y Castigo de Dostoievski. La crítica al estado de situación reinante será unánime, y acaparará a radicales, conservadores y socialistas.
Resulta aleccionador destacar estas estampas del pasado. Son la hoja de ruta de una gota que rebalsará el vaso, finalmente, en el siglo XX, el siglo del constitucionalismo social, y que en sus preludios, de la mano de los movimientos obreros, dará lugar a sucesos como los de Chicago que fundamentan la reciente conmemoración de primero de mayo, o los devenidos en nuestro país, que dejarán consecuencias como las de la célebre, por trágica, semana, tras las huelgas de los talleres Vasena, acciones todas y en cada una de las cuales se pedía a gritos un poco de humanidad.
Por: Matías Edgardo Pascualotto. Máster en Historia de las Ideas Políticas Argentinas