Es mejor tener el pelo libre...

Como portadoras de algún mensaje y de una manera de romantizar el poco esfuerzo, hay muchas que vamos por la vida despeinadas. Un estilo que adoptamos sin que se nos mueva un pelo.

Laura Romboli

Cuando era niña, definitivamente los inviernos eran más crudos y crueles que ahora. El frío penetraba en los zapatos y no sentíamos los pies cuando caminábamos. Tal vez, en el pueblo donde crecí, el frío era mucho más impetuoso. Con solo mencionar el pueblo, uno podía imaginar y hasta sentir la escarcha que dejaban los largos inviernos. Las noches sí que eran largas y cuando amanecía el humo que salía por la boca indicaba que la casa se había enfriado mientras dormíamos, pero también que un nuevo día estaba listo para disfrutar.

Lo cierto es que -como una cuestión práctica en tiempos en los que no vivíamos con prisa- para levantarnos un poco más tarde con lo justo y necesario para ir a la escuela, mi madre me peinaba la noche anterior antes de ir a dormir. La trenza que me hacía era tan ajustada que ni los sueños ni las pesadillas se atrevían a despeinarme mientras dormía.

Impecablemente peinada, emprendía el camino a la escuela. A la maestra le gustaba mi pelo largo tan prolijamente entrelazado. Lo destacaba, especialmente delante de otra compañera que, con un pelo muy rubio y dorado al sol, era objeto de burla de todos porque tenía la particularidad de llevarlo enmarañado. "Mechas meadas" le decían en el grado mientras las maestras comentaban en voz baja que Miriam, esa era su nombre, casi que vivía sola.

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Yo siempre pasaba por su casa cuando volvía de la escuela. Las ventanas sin cortinas dejaban ver que las habitaciones tenían pocos muebles. El padre apostaba en las carreras de caballos y cada semana se llevaba algo. De la madre nadie sabía nada.

Toda la historia de su vida parecía reflejarse en esa cabellera.

La chica no hablaba con nadie y tampoco le importaba hacer amigos. Ella me parecía la libertad y la rebeldía absoluta. Pero éramos muy jóvenes para ser tan libres y rebeldes. A nadie en su casa le importaba si iba a la escuela y mucho menos si se peinaba para ir. La noche anterior, ella no dormía cuidando que el pelo no se desacomodara y eso me parecía fantástico.

No era miedo, era respeto lo que le tenía a la rubia. Pero no nos acercábamos simplemente porque su pelo no lucía prolijo.

Hace un tiempo, cuando vi mi foto en las columnas de Memo, noté que salía despeinada y pensé que quienes me conocen saben que es uno de mis rasgos particulares. Una manera de homenajear y no olvidar a esa niña que una vez conocí y que para mí fue el mejor y primer acto de rebeldía y libertad.