Protestar con ideas: la democracia que viene
En una democracia madura, el derecho a protestar no se discute. Lo que sí merece revisión es la calidad del reclamo: pasar de la oposición automática a la propuesta inteligente, inclusiva y orientada a mejorar lo que ya existe. El análisis de Fernando Gentile.
Vivimos un momento de inflexión. No necesariamente por la intensidad del conflicto social, sino por la forma en que elegimos expresarlo. En una democracia con más de cuarenta años de continuidad institucional, la pregunta ya no es solo si se protesta, sino cómo y para qué.
Las elecciones recientes volvieron a expresar una voluntad mayoritaria y una hoja de ruta conocida. Con acuerdos o desacuerdos, ese marco fue validado dentro de las reglas del sistema democrático. Este dato no anula el derecho a reclamar, pero sí debería invitarnos a reflexionar sobre la calidad del debate público y la forma en que se canalizan las demandas sociales.
La protesta es un derecho constitucional, legítimo y necesario. Sin ella, muchas conquistas sociales no hubieran sido posibles. El problema aparece cuando ese derecho se vacía de contenido y se transforma en una reacción automática: oponerse por oponerse, rechazar porque la propuesta viene de otro, o movilizarse exclusivamente para preservar beneficios y privilegios de unos pocos, dejando fuera a grandes sectores que no están representados.
Administrar lo ajeno: la prueba moral que seguimos perdiendo como sociedad
Hoy, una parte significativa de los trabajadores vive en la informalidad. No cuenta con protección, ni derechos laborales plenos, ni representación efectiva. Sin embargo, muchas discusiones públicas continúan girando alrededor de los mismos actores, con las mismas consignas y los mismos métodos, como si el mundo del trabajo no hubiera cambiado.
Y el mundo cambió. La tecnología, el teletrabajo, los esquemas híbridos y las nuevas actividades ya forman parte de la realidad. En pocos años surgirán ocupaciones que hoy ni siquiera imaginamos. Frente a este escenario, insistir en categorías, lógicas y herramientas del pasado no solo resulta ineficaz, sino también injusto para quienes quedan sistemáticamente afuera del sistema.
Por eso, el desafío no es acallar el conflicto, sino elevarlo. Pasar de la manifestación reactiva a una forma de protesta inteligente. De la consigna al argumento. Del bloqueo a la propuesta.
Protestar con ideas implica, como mínimo, tres condiciones.
Primero, comprender en profundidad aquello que se cuestiona: leer, analizar, identificar impactos reales.
Segundo, formular alternativas: qué mejorar, qué corregir, qué hacer distinto.
Tercero, pensar en el conjunto, no solo en el sector que ya tiene voz, poder o capacidad de presión.
Este enfoque no debilita la democracia; la fortalece. Porque una democracia madura no se sostiene únicamente en mayorías circunstanciales ni en minorías ruidosas, sino en debates de calidad, en propuestas superadoras y en actores dispuestos a asumir responsabilidades.
Empresas, sindicatos, cámaras sectoriales, organizaciones sociales y dirigentes cuentan hoy con acceso a información, conocimiento técnico y asesoramiento profesional. Utilizar esos recursos para enriquecer el debate público no es una opción: es una responsabilidad.
Las manifestaciones del nuevo siglo -de esta década y de la próxima- no deberían basarse únicamente en la cantidad de personas en la calle, sino en la calidad de las ideas que se ponen sobre la mesa. En la capacidad de transformar el reclamo en propuesta y el desacuerdo en mejora concreta.
Si aspiramos a una democracia más sólida, más inclusiva y más justa, necesitamos menos oposición automática y más inteligencia colectiva. Menos ruido y más pensamiento. Menos defensa de privilegios y más construcción de futuro.
La democracia que viene no se grita: se piensa, se discute y se mejora.