La contrarrevolución

En la semana de mayo, un cuento sobre logros revolucionarios y postreros desatinos, por Matías Edgardo Pascualotto, autor de "Las políticas hídricas y el proceso constitucional de Mendoza".

Matías Pascualotto

Clareaba levemente, dibujando el alba la silueta rechoncha y maciza del campanario de la iglesia. Tras él, se divisaba rosácea la luz matinal, presagiando una jornada de fuego en ese verano caluroso, agobiante y sin aire. Sólo el canto de algún gallo lejano y el aleteo de una que otra paloma sobre los tejados de empolvadas y vetustas tejas rojas, caparazón del caserío, quebraban aquel silencio.

La foto serena, contrastaba con el nerviosismo de su observador, que enfrentaba el escenario en el otro extremo del caserío blanco y bajo, forzando el ojo por entre los resquicios del postigo de la ventana del cuarto, refugio que, desperezándose de la penumbra de la noche, mantenía restos de su levísimo frescor nocturno. En mangas de camisa, con el pantalón y las botas puestas y ajustadas, y la faja a la cintura, afiebrado de expectativa, sentía el olor a pólvora mezclado al aroma metálico del pistolón que yacía presto arriba de la mesa, mientras su mente no podía dejar de vagar por los acontecimientos que lo llevaran a esa matutina velada de suspenso.

Las órdenes habían sido precisas y en las últimas horas todo se había precipitado. No había ya vuelta atrás. A estas alturas el fuerte estaría tomado, y la señal era cuestión de minutos, quizás segundos. Poco había durado la paz. Años y años de sangre y miseria, y meses de negociaciones tensas, tirados al fango de la desgracia por los desatinos. Esas fiebres que obnubilaron la cabeza de los que creían que se renovaba todo de golpe, así, como por magia, y que el rancho cuasi miserable con pomposo nombre de ciudad, se convertiría, mágico, en un abundante palacio de mandarines orientales.

Primero aquel señorito, el abogado, desatinado en sus ambiciones, al cual no le bastó el puesto administrativo del que había sido proveído pasada la revolución, a instancias de su antiguo profesor de primeras letras -viejo criollo contemporizador si los había- cuando los cargos del antiguo cabildo habían sido mandados al mazo y repartidos de nuevo, bajo la forma de puestos republicanos.

En el alumbramiento pueril de su afiebramiento igualitario, y llevado de su estupidez repentina, nutrida en el repetir de diez mil discursos, se le quemó el seso como al famoso Hidalgo de La Mancha, no teniendo peor idea que cortejar a una de las hijas de Don Pedro, el antiguo alcalde mayor.

El escándalo no logró ser conjurado ni por la desesperación de los ruegos, bañados en cocodriles lágrimas, que lanzara desaforada la niña de sus desvelos. El alboroto corrió como reguero de pólvora, suspendido en ancas de la mismísima guardia de la casa de la moza, cuadrilla de bravucones que molió literalmente a golpes al Don Juan, a escasos metros de la ventana trasera de la colonial construcción, frente a la que consumaba el cortejo, a hurtadillas susurrantes y con dejos de ternura de Cyrano rioplatense.

Seguramente no salvara el pellejo de la proverbial paliza, si no se hubiera hecho el chancho rengo, revolcado en el lodazal de barro, rebencazos sanguinolentos, y girones de mugre del que fuera su traje dominguero, de dónde pasó a sobarse su letrada existencia a la incomodidad del calabozo del antiguo cabildo, cuyos fríos adobones vigilaban hoy sus magullados huesos de picaflor incipiente.

Después, la frutilla del postre, Don Carlos, el antiguo despensero, que no esperó ni un día el enfriamiento de las ambiciones de los antiguos jefes desposeídos de sus negocios ancestrales, los cuáles quiso comenzar por sí mismo, o mejor dicho, continuar en idéntica forma, tomando la rienda de la herencia aparentemente yacente. La misma, desde antaño, se materializaba en la pillería de los depósitos de mercaderías disimulados en las márgenes del caudaloso y ancho río, en dónde, tanto se despachaban como se ingresaban, los bultos que barqueros y carreros trajinaban, furtivos y acompañados por la complicidad de la luna, desde la mismísima creación de la aduana virreinal, de la cual parecía su sucursal más activa.

-Una cosa eran los cargos, los conchabos, y otra muy distinta la estirpe y la bolsa familiar ¡carajo! - exclamó Don Pedro, escupiendo su vozarrón oliente a vino carlón, en la cara del vocero familiar que lo miraba como un búho asustado, cuadrado en su oscuro traje, con las misivas de las malas nuevas aún en mano, frente a la mesa con el interrumpido almuerzo, esparcido a media máquina sobre el escritorio patronal, allá en la estancia remota, y a cuyo fondo del tenso cuadro humano trazaba sus líneas el escribiente, armando las misivas destinada a las casa monárquicas del norte, rémoras del antiguo régimen.

De ahí en más todo se lo había llevado el mismísimo demonio. El mal tino de las pasiones nuevas, que no tardaron en hacer bandera por el romántico mártir encarcelado y por el novel hombre de negocios platense, por un lado, y la herida al honor hidalgo (pero, ante todo, el peligro de la sisa a las ganancias de viejos, pero solapados buhoneros), por el otro, borraron con el codo lo que unas semanas antes se había escrito con la mano en los despachos oficiales después de las noticias de la capital. Atrás quedaban los fuegos artificiales, los circunspectos y medidos brindis, y los tejes y manejes, en el que, como demostraban ahora los hechos, se había cambiado todo, para que nada cambiara.

Por dichas remembranzas vagaba nuestro observador, con el ojo siempre atento a través de los resquicios de la ventana del cuarto, que poco a poco clareaba, haciendo retrospectiva mental de los sucesos que sacudían al pueblo el ostracismo crónico.

-En la que de balde estoy metido- pensaba, frunciendo inconscientemente el entrecejo, frente al arma, silencioso en sus meditaciones, tras el postigo. No le quedaba otra. Había tomado partido revolucionario en los rancios claustros universitarios, entre folletines y estudios de letras. De allí en más, su condición de hombre de modernas ideas le vedaba las puertas a las tutorías de los párvulos de las antiguas familias, único lugar adonde podría haber ido a parar la olla si todo se venía abajo. Puertas que, a no dudarlo, se había blindado él solo, quedándose del lado de afuera y tirando la llave, el día que eligió las nuevas banderías.

Sólo le cabía esperar que todo esto no pasara de una leve escaramuza, y se solucionara con unos cuantos y estrepitosos fogonazos, insultos, y uno que otro lisiado (rogaba que ningún mal contuso), que salvaran los honores heridos y dejaran incólumes los erarios múltiplemente centenarios.

Entonces sucedió. La polvareda esparció de manera atroz una lluvia picante y caliza de polvillo blanco en el momento que el caballo rayó, urgido, atenaceado por el jinete, que, simultáneamente, saltaba de la monta, ágil, elástico, con la mano diestra apretada en la empuñadura de la daga morisca, en el playón de la plaza, seguido a la distancia por el armado y vociferante grupo en el cual relucían las heráldicas y los leones, al tiempo que se batía, en contrapunto, la señal de alarma, clara y vibrante, en el tañido de la campana que brillaba radiante bajo el, ahora, alto sol.

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