Nunca seremos iguales
Emiliana Lilloy habla en esta columna del objetivo final de "una igualdad (entre hombres y mujeres) en el acceso, un mapa igualitario que coincida con el territorio por naturaleza diverso, y no una igualdad homogenizante, que invisibilice a quien no responda a un paradigma androcéntrico".
El hecho de que los tratados y declaraciones internacionales de Derechos Humanos proclamen la igualdad entre las personas, y más específicamente entre varones y mujeres, nos brinda una sensación de tranquilidad e incluso una falsa creencia de que esa igualdad existe efectivamente en la práctica.
Pero el mapa mental que construimos no siempre coincide con la realidad. Así, uno de los grandes temas en que el mapa se agrieta, es en cuanto al debate entre la meritocracia y la postura de los derechos humanos. En el primer caso, cada persona tendría los derechos que se merece de acuerdo a su esfuerzo con su correlación en el acceso a los bienes materiales y servicios. En el segundo, todas las personas tendríamos acceso a los mismos derechos, por el sólo hecho de nacer seres humanos.
Ambos mapas o posturas, aunque pueden ser buenas, representan una verdad a medias. Esto porque las dos suponen una ficción mental: la de que somos iguales.
Y es que sabemos que no hace más de 250 años que los seres humanos hablamos de derechos. También sabemos, que cuando los inventamos, fuimos claros en establecer que no todos gozaríamos de lo mismo en este planeta, sino que existirían categorías de personas con diferente acceso a las cosas y distintas obligaciones según naciéramos con tal o cual característica.
En esta carrera de postas que comenzó con la modernidad, algunas personas partieron equipadas con todo lo necesario para triunfar, mientras que a otras se le pusieron piedras en una enorme mochila: restricción en el acceso a la propiedad privada, prohibición de heredar o de trabajar, la obligación de los cuidados y quehaceres del hogar, ideas limitantes sobre nuestra función en la vida, una educación limitada, la restricción en el acceso al gobierno de nuestras sociedades y, tantas otras que se fueron descargando en el camino, pero que fueron transmitidas de generación en generación hasta nuestros días.
Mientras tanto, en el otro equipo, las personas avanzaban libremente, estableciendo las normas y el derecho que les permitiera una mayor acumulación de bienes y poder. Porque la cruel verdad es que no hace más de 250 años, instituimos mediante la primera carta de derechos esta gran injusticia, al decir y establecer, que sólo serían ciudadanos con derechos los varones, blancos, y propietarios.
Así, definimos a través de nuestras primeras leyes y normas culturales, las tres grandes discriminaciones que hoy estratifican nuestra sociedad y que nos trajeron a las desventajas hoy existentes: la clase, la raza y el género.
Pero conquistada la igualdad formal por parte de las mujeres, ¿hemos logrado tener los derechos humanos que nos corresponderían según la segunda postura? La respuesta es rotundamente negativa. No sólo porque es evidente que no toda la población accede más allá de su género, sino porque el hecho de que se declare la igualdad de derechos de los que gozan los varones, claramente no satisface o se adapta a los derechos de los que deberíamos gozar las mujeres. En este sentido, si pensamos que hoy vivimos en un sistema de normas e instituciones creadas por y para el varón, es claro que las necesidades deseos y formas de estar en el mundo de las mujeres no está contemplado. Y es aquí donde reside nuestra revolución, que consiste en construir un mundo (y con esto un derecho e instituciones) que contemple al ser humano mujer y no que lo iguale a los varones.
Por otro lado, alcanzada esa igualdad formal con el varón ¿deberíamos las mujeres apoyar una postura meritocrática y competir en igualdad de condiciones?
La respuesta también se nos aparece negativa por dos razones evidentes. Primero porque no existe esa supuesta igualdad de condiciones y por lo tanto, no puede exigirse que tengamos los mismo méritos hasta tanto esa carrera de trecientos años en que se acumuló riqueza, acceso a los espacios de poder, educación y prejuicios culturales que favorecían y favorecen a los varones sea equilibrada, y esto último, entre otras cosas, a través de acciones positivas, la lucha colectiva y el tiempo necesario para eliminar las resistencias que permita un verdadero cambio cultural.
Y segundo, porque en un mundo pensado para los varones, no pueden exigirse los mismos requisitos y modos de actuar y pensar a las mujeres. Esto ultimo sería como si en el gobierno de la aguilas se le exigiera a un elefante que vuele. Así, cuando nos digan que debemos obtener las cosas por mérito y no "por ser mujeres", que seremos juzgadas con la misma vara que los hombres y se nos exigirá lo mismo en las mismas circunstancias y que si queremos igualdad debemos hacer las cosas igual que los varones, les diremos algo muy simple: no somos varones.
Acto seguido, invitaremos a repensar el mundo desde una perspectiva distinta, a construir y transformar las instituciones y esas supuestas condiciones de igualdad desde una mirada con enfoque en la diversidad y la inclusión. Cuando lleguemos al punto en que el derecho, las instituciones y la cultura, ya no vea a uno de los seres que habitan nuestra tierra como la norma y a los demás como algo que necesite ser considerado, y en cambio veamos un mundo de seres diversos con diferentes ideas, habilidades y formas de habitarlo, quizás estemos en condiciones de pensar en una igualdad. Una igualdad en el acceso, un mapa igualitario que coincida con el territorio por naturaleza diverso, y no una igualdad homogenizante, que invisibilice a quien no responda a un paradigma androcéntrico.