Leé un capítulo de "Padre Mugica ¿Quién mató al primer cura villero?", de Reato

A medio siglo de su asesinato, dos cosas sobre el padre Carlos Mugica se mantienen inalterables: su condición de protagonista central de la convulsión social y política de los años setenta y el desacuerdo acerca de quién ordenó su homicidio, si Montoneros o la Triple A.

La vida, la muerte y los usos políticos del asesinato del Padre Mugica

Ceferino Reato vuelve con un libro de documentación histórica sobre los años del terrorismo cruzado en la Argentina.

A medio siglo de su asesinato, dos cosas sobre el padre Carlos Mugica se mantienen inalterables: su condición de protagonista central de la convulsión social y política de los años setenta y el desacuerdo acerca de quién ordenó su homicidio, si Montoneros o la Triple A. 

Con el rigor que lo caracteriza, Ceferino Reato disecciona la vida, la muerte, los usos políticos y hasta los hilos que mueven la leyenda del primer cura villero, en un libro caleidoscópico e imposible de abandonar. 

Carlos Mugica fue un personaje al que el término "fascinante" le queda chico. De la elite porteña a la villa de Retiro, del antiperonismo al peronismo, del orden conservador a la revolución guerrillera, del capitalismo al socialismo. Cincuenta años después de aquel atentado terrible que se cobró su vida -fue acribillado, indefenso, a la salida de la parroquia en la que terminaba de celebrar la santa misa-, Mugica sigue siendo un personaje tan moderno, seductor y polémico como lo fue en la época en la que le tocó vivir y morir.

Un fragmento del nuevo libro de Ceferino Reato

De la elite porteña a la villa de Retiro; del antiperonismo al peronismo; del orden conservador a la revolución guerrillera; del capitalismo al socialismo; de la derecha a la izquierda, el padre Carlos Mugica fue protagonista estelar y víctima emblemática de los cambios políticos, sociales y culturales que alimentaron tantos sueños e ideales, pero que derivaron en la tragedia de los años setenta.

Este es un libro sobre la vida, la muerte y los usos políticos del asesinato de Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe. Y dado que «los hombres hacen su propia historia, pero bajo aquellas circunstancias con las que se encuentran», como indicaba Carlos Marx, el contexto es clave.

Cincuenta años después de aquel atentado terrible -fue acribillado, indefenso, a la salida de la iglesia en la que ter- minaba de celebrar la santa misa-, Mugica sigue siendo un personaje tan moderno, seductor y polémico como lo era en la época en la que le tocó vivir y morir.

Exponente de la década del sesenta, moldeado por el masivo deseo juvenil de un cambio súbito, no muy bien definido, para archivar una sociedad tradicional y pecadora, fue, por encima de todo, un cura comprometido con la opción preferencial por los pobres del Concilio Vaticano II, que adaptó la Iglesia católica a los nuevos tiempos.

Tanto fue así que integró la primera camada de «curas villeros», de sacerdotes que a partir de 1965 dejaron la comodidad de sus parroquias y fueron a instalarse en las villas de emergencia de Buenos Aires para vivir como lo hacían esos feligreses. Hace mucho tiempo -quizás en el mismo momento en que era derribado por las balas asesinas- que Mugica ingresó a la historia como el ícono de los curas dedicados a los ciudadanos más pobres del área metropolitana, quienes, aun en el infortunio, siguen encontrando en Cristo, la Virgen María y un seleccionado de santos formales e informales, como el Gauchito Gil y San La Muerte, el último refugio para sus sueños y esperanzas.

La villa de Retiro, a la que convirtió en el centro de su prolífica actividad pastoral y social, se llama ahora Barrio Padre Carlos Mugica por decisión de los propios vecinos, y la calle Carlos Mugica es su arteria principal. Murales, pintadas y hasta algunos monumentos que repiten bustos lustrosos lo convierten en una querida presencia cotidiana. Su rostro luminoso ilustra por ejemplo el frente del Comedor Padre Mugica, fundado por Teófilo Tapia, «Johnny», que supo ser amigo del cura; allí funcionaba la filial del Colegio Mallinckrodt, que fue su puerta de entrada a la villa. «Carlos era un santo», afirmó Johnny Tapia.

A unas cuadras de distancia, la entrada de la muy sencilla capilla que él levantó, Cristo Obrero, en la que descansan sus restos, que el 7 de octubre de 1999, fecha en la que hubiese cumplido 69 años, fueron trasladados a pulso desde el cementerio de la Recoleta por una emocionada columna de villeros y sacerdotes que llenaba cuatro cuadras, en una ceremonia encabezada por el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Bergoglio.

«Oremos por los asesinos materiales, por los ideólogos del crimen del padre Carlos y por los silencios cómplices de gran parte de la sociedad y de la Iglesia», pidió aquel día el futuro papa Francisco.

Claro que su energía desbordante y su pasión a toda prueba y en todos los campos, desde la plegaria y la ayuda social hasta el fútbol y la política, muchas veces lo hicieron olvidar ese carácter «preferencial» por los pobres, en especial cuando el descubrimiento de ese mundo ajeno lo condujo al peronismo, otra novedad para quien había nacido en cuna de oro y pertenecía a una familia refractaria al general Juan Perón y sus seguidores.

Tenía la palabra tan fácil y un rostro tan televisivo que se volvió una figura popular y controversial por sus elogios desmesurados a Perón, los pobres, el socialismo y China, y sus diatribas exageradas contra los antiperonistas, los ricos, el capitalismo y Estados Unidos. También por su postura sobre la lucha armada y la guerrilla, favorable, o al menos indulgente, hasta que el peronismo volvió al gobierno, en 1973; decididamente en contra luego.

Elegante, rubio y de ojos celestes, deportista dedicado, rebelde aunque mundano, atraía a hermosas mujeres que lo ayudaban en las múltiples tareas de promoción social que se había impuesto en la villa de Retiro. Una de ellas, Lucía Cullen -otro retoño del patriciado porteño-, fue el amor de su vida, aunque al parecer platónico porque aseguraba que no estaba dispuesto a dejar la Iglesia y era un enérgico defensor del celibato.

Un dato curioso: aquel amor imposible derivó en el nombre compuesto elegido para un moderno polideportivo inaugurado en 2022 en Retiro, no muy lejos de la capilla Cristo Obrero, que ahora se llama Lucía Cullen - Padre Mugica.

La muerte de Mugica -ocurrida el sábado 11 de mayo de 1974 en la parroquia San Francisco Solano, en el barrio de Villa Luro- puede ser vista como una muestra de las dificultades del peronismo para digerir sus peleas internas en forma pacífica, civilizada.

La historia oficial indica que fue asesinado por la Triple A, el escuadrón paraestatal de derecha con vértice en el ministro de Bienestar Social, José López Rega, también secretario privado presidencial, primero de Perón y luego de su sucesora, María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabel o Isabelita.

Así lo estableció el polémico juez Norberto Oyarbide en 2012, cuando el presunto autor material, un expolicía, ya había fallecido tres años antes. Pero su insólita «declaración» judicial presenta varios puntos débiles, y no solo en su intento de culpar a la Triple A por un crimen que muchos siguen atribuyendo, dentro y fuera del peronismo, a la cúpula de Montoneros que en aquel momento disputaba salvajemente con Perón la conducción de esa fuerza política, el gobierno y el país.

Mugica defendía a Perón en esa pelea y, por ese motivo, estaba duramente enfrentado con sus exdiscípulos de Montoneros.

Lógicamente, la «declaración» de Oyarbide -siempre bien dispuesto a agradar al oficialismo de turno- fue recibida con satisfacción por el gobierno de Cristina Kirchner, el kirchnerismo y los organismos de derechos humanos que reivindican a los montoneros y a la militancia armada de los setenta.

Oyarbide excluyó a Perón de cualquier responsabilidad en el crimen, aunque intentó culpar y extraditar desde España a Isabel Perón. El «detalle» que vuelve inexplicable esas decisiones -al menos desde el punto de vista del derecho- es que Mugica fue asesinado cuando el presidente era Perón y no su esposa.

Hay quienes consideran que en aquel momento Perón estaba tan anciano y enfermo que no pudo impedir que la

muerte de Mugica fuera ordenada por López Rega, con quien también se había peleado. Otros, como el periodista y exmontonero Miguel Bonasso, van más allá y afirman que el mandan- te del asesinato fue, lisa y llanamente, Juan Domingo Perón. En todo caso, podría tratarse de una interpretación polí- tica o histórica sobre el verdadero rol de cada cual en aquel gobierno, pero, desde el punto de vista del derecho que, se supone, debía ser aplicado por Oyarbide, Perón era el presidente y, como tal, el responsable último de un escuadrón paraestatal.

Claro que no se entiende bien por qué Perón buscaría la muerte de Mugica, que era uno de sus defensores más férreos, tanto en los medios de comunicación -allí se movía como pez en el agua- como en encuentros y actos políticos en los que criticaba duramente a Mario Firmenich, el jefe de Montoneros y su exdiscípulo en la Acción Católica.

Por esas críticas y por impulsar la ruptura de Montoneros a través de la creación de la Juventud Peronista Lealtad, el cura venía recibiendo amenazas de muerte que él atribuyó a Montoneros en conversaciones con distintas personas, entre ellos el periodista Jacobo Timerman, el dirigente Antonio Cafiero y sus alumnos de la Universidad del Salvador.

Una aclaración metodológica: no solo doy cuenta de todos los hechos vinculados a la muerte de la víctima sino que también registro en forma precisa las fechas en que ocurrieron. Parece una advertencia innecesaria, pero los periodistas e historiadores militantes de la hipótesis adoptada por Oyarbide acostumbran a diluir las fechas cuando no sirven a la causa que defienden.

Ocurre, por ejemplo, con la pelea de Mugica con López Rega. Esos colegas omiten situarla ocho meses y medio antes

del asesinato, el 26 de agosto de 1973; del mismo modo, «olvidan» que en los días y semanas previas al atentado la disputa del cura era con los montoneros y no con la derecha peronista, con la cual en aquel preciso momento estaba tácticamente de acuerdo en la defensa de Perón.

En la misma línea, destacan un duro editorial contra Mugica del 7 de diciembre de 1973 de El Caudillo, la revista de derecha afín al ministro y secretario privado presidencial, pero no recuerdan tanto una columna muy crítica del 28 de marzo de 1974 del semanario Militancia Peronista para la Liberación, en su tan expresiva sección «Cárcel del Pueblo», que reflejaba los puntos de vista de Montoneros y la izquierda peronista.

Si relativizan las fechas para ocultar con qué sector estaba peleado Mugica al momento mismo del asesinato, ¿qué se puede esperar de su actitud con los testimonios y las fuentes que señalan a Montoneros y no a la Triple A? Los ignoran o, en el mejor de los casos, los cuestionan. Hasta omiten que en la última etapa de su vida el cura cambió de idea y pasó a respaldar la iniciativa de Perón, ejecutada por López Rega, para trasladar a los vecinos de Retiro a departamentos construidos en Lugano y La Matanza; en cambio, continúan afirmando que él siempre estuvo en contra de la erradicación de la villa. Los periodistas e historiadores militantes recortan de la in- tensa vida de Mugica los cambios que lo fueron alejando de los montoneros, y la reducen y congelan en la caricatura que necesitan el kirchnerismo y los organismos de derechos humanos para seguir alimentando su relato maniqueo sobre los setenta.

¿Quién lo mató, finalmente? ¿Quién convirtió a Mugica en el primer sacerdote asesinado en aquellos años de plomo?

Una cosa es segura: también sus asesinos se consideraban peronistas auténticos, legítimos, hayan sido de la Triple A o de Montoneros; de la derecha o la izquierda armadas, los extremos de una fuerza política en la cual parecía que cabía casi todo.

Peronistas fueron la víctima y los victimarios de esta tragedia: el muerto y sus homicidas. Y es probable que Mugica haya fallecido sin saber bien de dónde venían las balas que le abrían el pecho y el abdomen, y le destrozaban el antebrazo izquierdo.

Perón lo decía siempre: el peronismo no es un partido po- lítico sino un movimiento que «jamás ha sido ni excluyente ni sectario». Él se reservaba el lugar del conductor, el director de una orquesta en la que hacía sonar a todos los instrumentos. En su estrategia para volver al país y al poder, Juan Do- mingo Perón utilizó distintos elementos, a Montoneros en primer lugar y a partir de su fundación, en 1970. También al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo cuya cara más visible era Mugica.

El problema surgió cuando el conductor llegó al gobierno pero no pudo lograr que los grupos guerrilleros abandonaran las armas. Los montoneros se habían enamorado de la partitura revolucionaria: pensaban que esa música los llevaría a la liberación nacional y al socialismo.

Sin embargo, el asesinato excedió las tensiones dentro del peronismo; reflejó también las contradicciones en la Iglesia y en la sociedad. Porque los montoneros no solo desbordaron a Perón sino también a Mugica y a tantos curas que los habían educado en el catolicismo.

Es que ese grupo guerrillero nació en las sacristías, los campamentos de la Juventud de la Acción Católica, las misiones rurales a las zonas más pobres del país y las tareas de promoción social en villas miseria y barrios carenciados.

Lo expresaba muy bien uno de los cantos guerrilleros en las manifestaciones: «San José era radical, San José era radical. Y la Virgen, socialista, y la Virgen, socialista. Y tuvieron un hijito: ¡montonero y peronista!».

Aunque a la Iglesia local le sigue costando abordar esa realidad histórica, en el comienzo de su papado, el 28 de febrero de 2014, Francisco realizó una autocrítica sobre la «mala educación de la utopía» de tantos jóvenes, en una charla con los miembros de la Comisión Pontifica para Amé- rica Latina: «Nosotros en América Latina hemos tenido experiencia de un manejo no del todo equilibrado de la utopía, y que, en algunos lugares, no en todos, en algún momento nos desbordó, y al menos en el caso de Argentina podemos decir: cuántos muchachos de la Acción Católica, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años setenta».

En su mayoría, los curas progresistas intentaron que los guerrilleros se integraran a la vida democrática luego del retorno del peronismo al gobierno. Creían que los jóvenes que habían decidido morir pero también matar dejarían las armas. No se dieron cuenta de que «la muerte lleva a la muer- te», como diría luego monseñor Jorge Casaretto, obispo emérito de San Isidro.

«La década de 1970 fue una década de muerte. En ella se recogió lo que quedaba de ideologías perimidas que, sin embargo, todavía pudieron encender algunos fuegos, cierta- mente artificiales», señaló Casaretto.

En simultáneo, en el otro extremo de la Iglesia, una legión de sacerdotes apoyó al gobierno de facto del muy ortodoxa- mente católico general Juan Carlos Onganía.

Mugica pagó con su vida esas contradicciones que fueron mucho más allá de él y de la Iglesia porque pertenecieron a una época en la que tantos creyeron, no solamente en la Argentina, que la violencia podía ser la partera de una sociedad de iguales, sin pobres ni explotados.

Luego de un coqueteo con la lucha armada, Mugica se expresó claramente en contra de la posibilidad de matar, aunque estaba dispuesto a morir, en especial por los pobres. El monje benedictino Mamerto Menapace, que lo conocía muy bien, sostuvo que, si en algún momento pudo haber te- nido una postura «un poco ambigua» sobre la violencia, «en los últimos meses de su vida su actitud había quedado bien clara, y con su asesinato pagó largamente todos los errores que pudo haber cometido en el pasado. Su muerte vino a con- firmar el compromiso que verdaderamente había asumido: estaba dispuesto a morir, pero no a matar».

A pesar de que Mugica terminó enfrentado duramente con los montoneros, quienes en el presente se consideran los legítimos herederos de aquella «generación diezma- da» ahora lo reivindican y conmemoran, en una muestra más de la astuta versatilidad del peronismo para reescribir la historia.

«Nosotros entendemos al peronismo como un hecho cultural», me dijo Gabriel Mariotto, periodista, profesor universitario, ex vicegobernador de la provincia de Buenos Aires y codirector del documental Padre Mugica.

Fue a partir de la cultura, de ese documental, que los sectores de izquierda del peronismo comenzaron, en 1999, a amigar a Mugica con sus exdiscípulos de Montoneros, con Firmenich en primer lugar, reconvertido en esa obra en testigo estrella de la pasión y muerte del sacerdote.

Según el documental, los autores del asesinato fueron, lógicamente, la Triple A, la «tristemente célebre» banda crea- da por López Rega, «un oscuro personaje dado a prácticas esotéricas», un marginal de derecha sin peso político propio en el Movimiento.

Una victoria a todo campo para Firmenich, que apenas cinco años atrás había sido echado de un homenaje a Mugica

por una de sus hermanas, Marta, que hasta le negó el título de discípulo del sacerdote con el que se le presentó.

Esa recuperación de Mugica por parte del ala izquierda del peronismo fue protagonizada por tantos exmilitantes setentistas y simpatizantes del presente, entre ellos varios curas villeros, que contribuyeron a la creación de un relato que borra las sonoras diferencias finales entre el sacerdote y Montoneros.

«Fue una calentura del momento», me aseguró un exmilitante montonero sobre la fuerte discusión con Mugica el 1º de mayo de 1974 por la noche en la capilla Cristo Obrero, luego de que el cura se quedara en el acto en la Plaza de Mayo, junto a Perón, mientras mi interlocutor se iba con las columnas de la guerrilla, enojado con el General.

El momento culminante de la reescritura de aquella historia fue la «declaración» de Oyarbide en base un puñado de testimonios que editó para apuntalar la hipótesis que interesaba al kirchnerismo, que desde su nacimiento en 2003 se dio cuenta de que podía utilizar los setenta para demoler a sus adversarios sin ningún costo.

La figura del testigo que decía aquello que convenía a la postura del gobierno adquirió una gran relevancia, sin importar si para ello debía desdecirse drásticamente de lo que había afirmado ante la justicia treinta y siete años atrás o si daba lugar a relatos amañados, conspirativos o de una excesiva imaginación.

En su libro El impostor, el español Javier Cercas analizó el rol del testigo en casos históricos de relevancia política: «No siempre tiene razón; la razón del testigo es su memoria, y la memoria es frágil y, a menudo, interesada: no siempre se recuerda bien; no siempre se acierta a separar el recuerdo de la invención; no siempre se recuerda lo que ocurrió, sino lo que otros testigos han dicho que ocurrió, o simplemente lo que nos conviene recordar que ocurrió».

«De esto, desde luego -agregó-, el testigo no tiene la culpa (o no siempre): al fin y al cabo, él solo responde ante sus recuerdos; el historiador, en cambio, responde ante la verdad. Y, como responde ante la verdad, no puede aceptar el chantaje del testigo; llegado el caso, debe tener el coraje de negarle la razón. En tiempo de memoria, la historia para los historiadores».

Claro que Cercas se refiere a los historiadores honestos, que están animados por la verdad, y no a ciertos profesionales de la historia que, al menos en la Argentina, forman parte de la patrulla kirchnerista que busca reescribir el pasado según un interés político manifiesto.

El no peronismo asistió en silencio a la construcción de Mugica como el nuevo ídolo del progresismo peronista, como si esa operación cultural no tuviera importancia en la acción política ni los afectara a ellos, en el supuesto de que se hubiera dado cuenta de la jugada.

Es que al no peronismo -al PRO y a los radicales, sus ex- presiones más orgánicas- le cuesta, en general, comprender la importancia de la cultura en la política; la construcción de mitos, héroes y villanos para visibilizar y transmitir valores, ideas, actitudes y conductas en la lucha por el poder es una tarea que le resulta extraña.

No se dan cuenta de que esos mitos también los incluyen porque tienen un alcance siempre público; no se refieren solo a un sector sino a toda la sociedad.

La Argentina se bambolea entre unos que abusan de los relatos y otros que se resignan a ser relatados.

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