La inclusión educativa, ¿sí o no?: Historias reales

Isabel Bohorquez advierte, en este artículo de fondo, sobre la "inclusión educativa forzada". Para leer y debatir.

Isabel Bohorquez

Voy a acudir a mi memoria para reflexionar sobre inclusión educativa y para ello retrocederé con el pensamiento unos cuarenta años atrás (los nombres son ficticios, las historias son reales).

Rosalinda tiene 5 años, es menudita, sus ojos marrones inmensos miran con atención y temor, tímida al extremo de que se esconde debajo de la mesa y se niega al acercamiento ni toma contacto visual con las personas que intentan trabajar con ella en el CEMDA (Centro Municipal Discapacitados Auditivos), es sorda profunda, no está equipada con audífonos, tiene supuraciones olorosas en los oídos por cuadros infecciosos a repetición, su lenguaje tanto gestual como oral es muy reducido, proviene de una familia muy humilde, que con tesón y voluntad aspiran a ofrecerle los tratamientos necesarios y la educación que le permita desarrollarse.

Rosalinda es un desafío para cualquier profesional, especialmente por su negativa a vincularse y su actitud defensiva que la aísla del resto de los niños y de cualquier adulto. Apenas llega al CEMDA se esconde y se queda en su lugar seguro. No va dispuesta ni a aprender ni a comunicarse.

Recuerdo que llevó mucho tiempo y paciencia de parte de todos, lograr que Rosalinda saliera de abajo de la mesa. Poco a poco, cada actividad, cada gesto de acercamiento, permitir que la abracen o le tomen de la mano, fue un proceso cara a cara, personalizado, a su medida.

Aprender a beber de la taza su merienda, a asir un lápiz, a jugar al dominó de animales, a dibujar y colorear, a jugar con todo el cuerpo... fue una conquista inmensa cada vez. Paso a paso, a su ritmo, Rosalinda fue abriéndose al mundo. Y la vimos sonreír.

Otro recuerdo de la misma época en el CEMDA:

Aurora tiene 5 años, es una niña alegre, siempre atenta a leer los labios de las otras personas, muy cariñosa, se vincula sin inconvenientes con el resto de los niños, también es sorda profunda, está equipada con audífonos, hija única, su mamá es profesora de Lengua y Literatura y está abocada al cuidado de su hija, ha puesto cartelitos por toda la casa con el nombre de los objetos de uso cotidiano, la estimula y promueve en todas las actividades diarias. El desarrollo del lenguaje es una prioridad dentro de las rutinas de la familia.

Recuerdo que tuve la oportunidad, única y atesorada para mí, de enseñarle a leer y a escribir en el contexto de un pequeño grupo de niños, todos muy estimulados desde el hogar así que, a su vez, estaba el grupo de madres que tenían una participación muy activa en la institución.

Yo era muy joven, ya me había recibido en la carrera que entonces se llamaba Educación Diferenciada y Reeducación y cursaba mi último año de la carrera de Psicopedagogía. Estaba convencida férreamente en aquélla época de que la evolución psicogenética en el aprendizaje de la lectura y la escritura era la misma para niños sordos que para normo-oyentes y a pesar de que en aquél entonces las didácticas que se aplicaban habían asimilado estrategias afines al abordaje de las afasias infantiles (de origen neurológico), desafiamos las reglas impuestas y nos volcamos a elaborar un método mixto que contemplara la evolución normal de cualquier niño en el descubrimiento de la lecto-escritura y las dificultades intrínsecas a la pérdida auditiva.

Todo ello, con el desafío de no poder sostener las actividades áulicas en el sonido de las letras. Había que sentirlas en el pecho, en las mejillas, en la garganta, con la vibración y mucho énfasis en las praxias orofaciales, o sea, las posiciones de la lengua, dientes, labios, para pronunciar cada letra, sílaba, palabras en un mundo de silencio obligado que debía poblarse de matices que pudieran reemplazar de alguna forma la ausencia del arcoíris fonético que tanta importancia tiene, aunque en un aula normo oyente quizá pase desapercibido.

Aprendieron. Maravillosamente aprendieron, siguiendo los procesos de cualquier niño normo-oyente, a lo que agregamos muchos recursos provenientes de las especialidades profesionales del Centro.

Aprendí. Maravillosamente aprendí, de la mano de esos niños preciosos que confiaban absolutamente en su maestra (con la carga emocional y ética que eso supuso para mí) mientras sus mamás dudaban por las innovaciones que abordábamos con sus hijos.

Sin embargo, no hay mejor indicio que un buen resultado y cuando comenzaron los logros y cada uno de ellos empezó a leer y a escribir fluidamente, incluso mejor que con el método llamado "oralista" -en realidad para afásicos- todos estuvimos felices.

Lograr la imagen mental de cada sonido (fonema) que además tiene su representación gráfica o dibujo (grafema), alcanzar el dominio sobre cada letra y sus combinaciones, pronunciarlas en voz alta como un triunfo cada vez, escribir o leer de corrido primero palabras cortas, frases, combinarlas poco a poco favoreciendo así el desarrollo cognitivo ya que el lenguaje y el pensamiento son parte de un mismo crecimiento vital, asombrarme junto con ellos de esa habilidad cada vez más enriquecida...fueron los logros más inmensos que pude contemplar en mi juventud.

Vuelvo a Aurora (mientras mi mente viaja por todos los rostros).

Había que decidir la escolaridad de Aurora.

Cuestión muy compleja porque en ese tiempo (le llamábamos integración escolar y no inclusión educativa con el matiz de diferencia semántica e ideológica que más adelante comentaré) las escuelas recibían a niños con discapacidad como una excepción.

Personalmente, como maestra de aula, salí a golpear las puertas de las pocas escuelas que en ese tiempo podían llegar a matricular a un niño sordo. Siempre con la duda y el interrogante de ¿cómo habrían de manejarse?

La duda constante en las instituciones educativas en aquel momento, era si tenían los recursos para abordar la educación de un niño diferente al resto, con barreras específicas, con particularidades que pusieran al docente en una situación impotente o que frustrara la tarea, que no pudiera ese mismo docente contener al niño, desarrollar las actividades de modo de acompañarlo especialmente y que no pudiera además, en su desconocimiento o falta de formación especializada, actuar de manera oportuna frente a ese niño y al resto del grupo áulico.

La única certeza que podíamos ofrecer a las escuelas y a las familias (ilusionadas y temerosas) era nuestra propia tarea de seguimiento y acompañamiento tanto a los docentes como a nuestros niños y adolescentes que empezaban a estar "listos" para la escolaridad tan desafiante.

Nuestros alumnos, a medida que se iban incorporando a las escuelas (permítanme llamarles como corresponde al aún vigente régimen) comunes asistían en una especie de doble escolaridad a nuestro centro, allí trabajaban con los profesionales que se requería en cada caso y a su vez, recibían apoyo escolar. Nuestros alumnos no estaban solos para afrontar las dificultades, tenían su propio lugar seguro donde ser contenidos, fortalecidos, que pudieran resolver cualquier dificultad tanto escolar como las referidas a su discapacidad auditiva y fueron en su gran mayoría, historias de éxito en la inclusión educativa y en la vida.

Aurora (y en ella recuerdo a todos los rostros) fue una de esas historias exitosas. Cursó su escolaridad primaria, secundaria, universitaria y se dedicó a su profesión con total desenvoltura. Formó su familia y hasta donde supe tuvo un hermoso bebé que conocí cuando me encontré en la calle a su mamá (ya abuela) en la ciudad de Córdoba (lo que relaté sucedió en Río Cuarto) muchos años después. Nos reconocimos, me contó sobre su hija y al despedirnos con un abrazo, muy emocionadas, le dije y pensar que yo le enseñé a leer y a escribir...

Hay tanto por discutir sobre inclusión educativa...tanto por defender en nombre de cada historia real, cada niño, cada familia...

Yo estoy recordando hechos que sucedieron, historias de inclusión que fueron positivas, muy laboriosas, de mucho esfuerzo para cada niño, para cada familia y que tuvieron un horizonte, una base de confianza en que había una manera de resolver cada paso que se daba en ese proceso que de lo contrario es a veces tan solitario y tan incierto...

Recuerdo incluso que por esa época escribí mi primer artículo sobre la integración escolar en las escuelas comunes. Fuimos pioneras en el tema integración escolar, organizamos jornadas, congresos...tal era nuestro convencimiento...pero siempre desde esta mirada: nuestros niños y adolescentes nunca solos.

Esa presencia institucional del CEMDA en cada biografía, en cada historia, en cada familia, posibilitó que nuestros niños y adolescentes tuvieran el respaldo necesario para ir dando pasos no solamente en la escuela común sino en todos aquellos aspectos de su desarrollo que pudieran requerir un acompañamiento sin que eso supusiera una agenda y un derrotero extenuante en tantos casos que deben ir durante la semana a sesiones de fonoaudiología, de psicomotricidad, de psicoterapia, etc., etc., eso en el mejor de los casos que la obra social o la posibilidad económica de la familia lo permita.

CEMDA cerró sus puertas hace muchos años. Fue parte de una decisión política desafortunada y lo que luego reemplazó el papel que esa institución ocupó en la vida de tantas familias, fue un pálido reflejo de lo que puede desenvolver una institución especial.

Y lo quiero decir sin eufemismos, escuela especial, centro especializado, es algo bueno, necesario, indispensable incluso en la vida de muchas personas. Lo que no implica negar o soslayar la importancia de la inclusión educativa. Todo lo contrario, lo especial, lo especializado, es focalizado y es atinado a cada historia si se hacen bien las cosas y luego viene el momento de salir al mundo y caminarlo con cierta firmeza en el alma.

Cada niño que hoy es impuesto forzadamente a una inclusión que lo desborda en su condición de ese momento, puede resultar en una historia más perjudicial que otra cosa. Imaginemos a Rosalinda escondida debajo de la mesa de su sala de 5 años y una docente quizá inexperta o asustada tratando de llevar adelante su clase. Rosalinda puedo abrirse porque encontró el contexto adecuado y las personas equipadas con las herramientas para acompañarla.

¿Aurora podría haber resuelto sola la escuela común? ¿Con la mamá y el papá formidables que tuvo? ¿Con los recursos que podía ya tener desde su casa? Es probable. Es muy probable, así como también es muy probable que su sordera profunda le hubiera significado un peso mucho mayor si no hubiera aprendido a leer y a escribir de acuerdo a sus barreras auditivas y lingüísticas antes de ir a primer grado en la escuela común. Creo firmemente aún, cuarenta años después, que sus barreras se equilibraron con sus ventajas adquiridas y acompañadas en un centro que hacía su tarea a su medida.

Además, en estas historias de inclusión también cuenta la familia entera y las escuelas comunes no pueden hacer el trabajo de todo un equipo interdisciplinario especializado. Los padres necesitan, en la mayoría de los casos, acompañamiento y convicciones sólidas respecto a lo que se puede y se requiere abordar en el proceso educativo de sus hijos. Y esas certezas a nivel institucional deben constituirse en un método de trabajo, en un modo, un estilo de hacer las cosas.

Hoy, a pura convicción ideológica de que los niños deben ser incluidos a cualquier costo (esa es la parte que más me aflige), asistimos a un montón de historias donde el estancamiento, el como si y la frustración son parte de lo que sucede en cada aula donde se hace de cuenta que se ha incluido, pero en realidad se "hace sapitos" en la superficie de la escena educativa. A eso lo llamo inclusión educativa forzada y creo que hace daño. Mucho daño.

¿Cómo resolverlo?

En principio, atendiendo a cada historia, a cada biografía, hay muchísimos niños con una fuerza y una determinación para luchar, para vencer sus dificultades, las barreras que las circunstancias de la vida le han presentado, que pueden hacerlo sin que medie demasiada ayuda, hay niños que requieren otra cosa y es indispensable poder distinguir la diferencia.

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