Tedeum: ceremonia de fingimientos y tutelajes
"Una ceremonia religiosa revestida de solemnidad que, sin embargo, no deja de ser un acto político con barniz espiritual", señala en este artículo analítico Carlos Lombardi.
Una vez más, el 25 de mayo en Argentina se celebró con un ritual vetusto que ningún artículo de la Constitución Nacional ni ley alguna exige: el Tedeum católico en la Catedral de Buenos Aires. Una ceremonia religiosa revestida de solemnidad que, sin embargo, no deja de ser un acto político con barniz espiritual. Un escenario donde se despliega una de las deformaciones más persistentes de nuestra historia republicana: el clericalismo.
El problema no es el clérigo de turno como tampoco su mensaje -empapado de buenas intenciones y metáforas bíblicas recicladas -, sino la necesidad casi infantil de una dirigencia política que parece no poder tomar contacto con el dolor del pueblo y la crisis social sin antes escuchar la homilía de un clérigo. El Tedeum se convierte así en una escenografía de fingimientos: gobernantes que hablan de unidad mientras despliegan estrategias para fracturar aún más el tejido social; jerarcas eclesiásticos que denuncian la exclusión sin mirar hacia adentro de sus propias estructuras excluyentes, misóginas y muchas veces encubridoras.
La escena fue aún más elocuente por un detalle que no pasó desapercibido: dentro del mismo templo donde se predicaba la unidad, el Presidente Javier Milei evitó saludar a la Vicepresidenta y al Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Ni siquiera el altar logró contener el desprecio político. El ritual de la reconciliación se vio opacado por gestos helados, rostros esquivos y silencios deliberados. No fue un descuido, fue un acto de simulación más, como tantos otros que se escenifican cada 25 de mayo con palabras suaves y corazones endurecidos.
No hay norma alguna que obligue al Presidente, a los ministros o a los legisladores a concurrir a ese acto. Lo hacen por inercia institucional, por temor a ser los primeros en romper con una tradición vacía, o quizás porque aún creen que necesitan un sermón para encontrar una brújula moral. Es esa sumisión simbólica - republicanos de día, creyentes obedientes al día patrio - la que permite que se perpetúe una práctica que contradice la esencia misma de una república laica y pluralista.
No se trata sólo de una incoherencia presente. La historia misma de la Iglesia Católica está plagada de condenas a todo intento de organización política autónoma y democrática. En junio de 1215, el papa Inocencio III declaró inválida la Carta Magna inglesa - símbolo temprano del constitucionalismo moderno - porque limitaba el poder absoluto del monarca sin contar con la bendición papal. En América Latina, cuando los pueblos luchaban por su independencia de la corona española, el papa Pío VII (con Etsi longissimo, 1816) y luego León XII (con Etsi iam diu, 1824) se apresuraron a condenar la emancipación, exigiendo sumisión a la monarquía católica. En 1832, Gregorio XVI publicó Mirari vos, una encíclica contra la libertad de conciencia, el pluralismo y la democracia, a las que calificó como errores perniciosos. Más allá del contexto histórico, estos antecedentes no son signos de coherencia doctrinal, sino de oportunismo y sometimiento al poder. Por eso, cuando la dirigencia política actual vuelve a pedir guía a quienes históricamente se opusieron a las libertades civiles, el infantilismo se torna más grave, más reiterado y más vergonzoso.
Por lo demás, no podemos seguir depositando expectativas morales en una institución que ha fracasado una y otra vez en sus propias responsabilidades éticas. La misma Iglesia Católica que hoy habla de fraternidad y justicia, fue la que bendijo a los genocidas de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica. Sus jerarcas se sentaron junto a los perpetradores del terrorismo de Estado, mientras miles de argentinos eran desaparecidos, torturados o entregados a través del robo sistemático de bebés. Ese prontuario histórico no ha sido debidamente asumido ni reparado por la institución, que sigue pretendiendo erigirse en conciencia moral de la Nación, mientras oculta sus propias miserias y silencios.
García Cuerva habló de un país que sangra, de una Argentina adormecida por el odio, de una necesidad urgente de abrazarnos. Tiene razón. Pero ¿no sería deseable que esos diagnósticos los hicieran quienes fueron electos democráticamente para tomar decisiones, y no quienes hablan desde púlpitos que no se someten al voto ni a la rendición de cuentas?
La homilía condenó el privilegio, la indiferencia, el odio. Pero nada se dijo de los privilegios de la Iglesia Católica en Argentina, de sus subsidios millonarios, de sus exenciones fiscales, del silencio cómplice frente a los abusos sexuales, de su resistencia a ceder poder en nombre de la igualdad. En este sentido, la hipocresía no es solo de los que escuchan en los primeros bancos. También lo es de quienes predican con parábolas mientras eluden las conversiones más difíciles, las institucionales.
El acto republicano por excelencia debería ser una sesión en el Congreso, un discurso presidencial frente al pueblo, una caminata cívica sin amuletos religiosos. El 25 de mayo no necesita de sotanas. Necesita honestidad, justicia social, y políticos adultos capaces de asumir responsabilidades sin esconderse detrás del incienso.
El Tedeum insiste en recordarnos que seguimos atrapados en un infantilismo colectivo, donde la palabra del obispo parece tener más peso que la de un maestro, una médica o una científica. Como si la voz que ordena "Argentina, levántate" no pudiera salir de nuestras propias convicciones democráticas, sino que debiera provenir de alguien que "habla con Dios".
Hace tiempo que llegó la hora de poner fin a esta liturgia de lo impostado. Si realmente queremos una Argentina de pie, empecemos por caminar sin muletas clericales.
No hay redención posible en una ceremonia plagada de gestos vacíos, rostros ensayados y discursos que no se traducen en hechos. La hipocresía clerical, que proclama paz pero convive con el privilegio y la impunidad; el infantilismo político, que aún necesita la palabra de un prelado para sentirse orientado; y una moral fracasada, incapaz de revisarse a sí misma, son hoy combustibles activos de la decadencia política y social argentina. Mientras se siga recurriendo al incienso para tapar el olor de la desigualdad, y se persista en buscar consejo en quienes niegan derechos básicos desde sus púlpitos, seguiremos celebrando la Patria en voz baja, como si no nos perteneciera.
El Tedeum no es una expresión de unidad nacional, sino el síntoma más elocuente de una democracia tutelada por símbolos que ya no dicen nada, pero que todavía mandan demasiado.