Análisis

Educar para progresar: por qué modernizar el sistema educativo debe convertirse en la máxima prioridad nacional

Una mirada sobre qué educación necesita la Argentina, a cargo de Fernando Gentile.

Fernando Gentile
FG & Co.Consultor y Mentor. Estrategia y Liderazgo.

Argentina se acostumbró a repetir una idea profundamente instalada en su identidad: somos un país rico. Esa creencia se sostuvo durante décadas sobre tres pilares culturales -la agricultura que "alimenta al mundo", la ganadería como símbolo de excelencia exportadora y los recursos naturales como promesa permanente de prosperidad-. Sin embargo, en la economía del siglo XXI, esa visión es insuficiente. Tener recursos naturales no define la riqueza de un país: define, en el mejor de los casos, su punto de partida. La riqueza moderna no está en la tierra, sino en la capacidad de su gente para aprender, innovar y adaptarse a un mundo que cambia más rápido que nuestra forma de entenderlo.

Los países que más crecieron en las últimas décadas no fueron los más extensos ni los que tenían más petróleo o minerales. Fueron los que entendieron algo decisivo: la ventaja competitiva del siglo XXI es cognitiva, no geológica. Singapur es el ejemplo más contundente. En 1965, tras su independencia, era un territorio sin recursos naturales, con desempleo masivo, infraestructura precaria y una densidad poblacional extrema. Nada indicaba que podía convertirse en una potencia. Pero tomó una decisión estratégica que cambiaría su destino: construir un sistema educativo de excelencia, acompañado de planificación estatal de largo plazo, disciplina institucional y una visión rigurosa de futuro. Hoy es líder mundial en educación, un centro financiero y tecnológico global, y un modelo de innovación urbana, gestión del agua, vivienda y agricultura vertical. No tenía tierra, energía ni alimentos. Pero sí tuvo la determinación de formar el talento que no tenía.

Argentina, en cambio, no progresa como podría considerando el enorme potencial que tiene. Mientras el mundo mide su competitividad en habilidades, ciencia, tecnología, productividad e investigación aplicada, nosotros seguimos midiendo nuestro desarrollo en hectáreas, toneladas y barriles. Incluso los casos más brillantes del país -startups, unicornios, empresas tecnológicas- surgieron de la iniciativa privada, del talento individual y del aprendizaje autodidacta, no como un resultado estructural de nuestro sistema educativo. Argentina tiene gente talentosa y reconocida a nivel internacional, pero esa excelencia representa una porción pequeña de la población. La mayoría de los jóvenes no accede a las competencias que hoy exige la economía global. Esta brecha -entre el potencial individual y la capacidad colectiva para multiplicarlo- es el verdadero límite de nuestro desarrollo.

Los datos educativos refuerzan esta realidad. En PISA 2022, Argentina quedó por debajo del promedio internacional en lectura, matemática y ciencias. Más del 40% de los estudiantes no alcanza niveles adecuados de comprensión lectora. Menos de la mitad finaliza la secundaria en tiempo teórico. La formación digital es desigual, la educación técnica está desalineada de las industrias emergentes y la integración tecnológica rara vez acompaña procesos pedagógicos efectivos. No se trata de señalar culpables, sino de reconocer un hecho evidente: nuestro sistema educativo no está preparando a la próxima generación para competir en el presente, mucho menos en el futuro.

En este contexto, es imprescindible hacer una aclaración. Los docentes no son responsables del rezago educativo: son aliados estratégicos para superarlo. Miles de maestros y profesores sostienen escuelas en condiciones difíciles, con compromiso, vocación y profesionalismo. La modernización educativa no debe recaer sobre ellos, sino ser una plataforma que los potencie: mejor formación, mejores herramientas, más reconocimiento, más acompañamiento. Ningún país se desarrolló sin docentes fuertes, respetados y con la capacidad de enseñar competencias del siglo XXI.

El caso de Singapur, presentado en distintos contenidos de National Geographic, muestra lo que ocurre cuando un país convierte la educación en política de Estado, planifica con horizontes de 40 años, integra tecnología a toda su economía, desarrolla infraestructura al servicio del desarrollo y orienta todas sus decisiones al talento humano. La lección es clara: los países sin recursos ya encontraron cómo reemplazarlos; Argentina, teniendo recursos, aún no encontró cómo potenciarlos. Y esto demanda una advertencia estratégica: el mundo no demandará eternamente lo que Argentina cree que "siempre tendrá para vender". La agricultura vertical, la biotecnología alimentaria, los sistemas de autosuficiencia hídrica y energética y la producción en entornos controlados están reduciendo la dependencia global de los grandes productores tradicionales. Si no anticipamos este cambio, llegaremos tarde.

La modernización educativa no compite con los sectores productivos: los potencia. Esto vale para toda la economía, incluida la vitivinicultura -emblema de Mendoza-, que ya es reconocida globalmente por su calidad y su capacidad de innovación. Con mayor integración de ciencia aplicada, análisis de datos, tecnología, perfiles técnicos especializados y competencias avanzadas, este sector puede multiplicar su valor agregado y consolidarse aún más en mercados que cada año elevan sus exigencias. La educación moderna no reemplaza lo que somos: nos permite hacer mejor lo que ya hacemos bien, y avanzar hacia lo que todavía no hacemos.

Y frente a la pregunta inevitable -"¿con qué presupuesto?"-, conviene recordar cómo piensa cualquier empresa seria. Primero se define el proyecto correcto. Después se busca financiamiento. Nunca al revés. Una reforma educativa integral debe planificarse a partir de lo que el país necesita, no de lo que coyunturalmente puede pagar. El financiamiento puede provenir de fondos internos, externos, multilaterales o mixtos, pero el foco debe estar en diseñar un sistema moderno, riguroso y orientado a las próximas décadas. Los países que progresan no esperan el presupuesto perfecto: priorizan, planifican y ejecutan. Y hoy, la prioridad es inequívoca: la educación.

Argentina no será un país desarrollado por lo que tiene bajo su tierra, sino por lo que logre desarrollar dentro de la cabeza de su gente. La riqueza real no se exporta en barcos: se forma en escuelas, colegios, universidades y centros de formación. El siglo XXI no premia al que tiene más recursos, sino al que tiene más talento. Ese es el desafío que debemos asumir sin demora. No porque sea fácil, sino porque es necesario. Y porque nuestro futuro depende de ello.

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