Un vino para el futuro, con el corazón del pasado
La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXIX de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo.
Malarda, Bonarda y Alicia emergieron de la bodega pasada la medianoche. El aire de Los Barriales estaba fresco, pero un calor nuevo y secreto las envolvía. No habían descorchado el añejo "Mi Tebaida", sino que habían iniciado el proceso para el nacimiento de "El Sueño del Labrador", esa mezcla audaz de la Bonarda de Bonarda y la Malbec de Malarda. Era una tregua sellada en mosto.
El tiempo, en Los Barriales, no fluía como un río, sino que se coagulaba en capas geológicas: el tiempo de San Martín, el tiempo de Don Pedro, el tiempo que ahora Bonarda y Malarda intentaban forzar en una botella. La declaración de Lugar Histórico Nacional no era un final, sino el inicio de una resonancia. La historia había dejado de ser un texto para volverse una sustancia densa en la tierra.
La mezcla, iniciada con el fervor de Alicia, se concebía como una alquimia de dos olvidos: la Bonarda, cepa noble, relegada; y el Malbec, recién llegado, pero anclado en la tierra que absorbió el desiderátum de un militar-labrador. El vino naciente, "El Sueño del Labrador", era la negación de la ausencia, la presencia destilada de un hombre que jamás logró su retiro.
La casa destruida por el sismo de 1861, cuya réplica parcial se levantaba ahora, era un espejo cóncavo: lo que se había perdido, se recuperaba no en piedra, sino en el espíritu fermentado. El vino no era un producto; era una deuda telúrica saldada. En ese paisaje de quietud, donde el algarrobo viejo funcionaba como un eje inmóvil del devenir, se movía la joven Ana Eliana, hija de Malarda. Ella representaba la conciencia histórica sin sentimentalismo, la mirada que sabe que el pasado es un material de construcción, no un museo. Ana Eliana y su madre compartían esa sobriedad ante el mito: la verdad yacía en la estructura, no en el ornamento. Y en su órbita Gerónimo, el poeta, llegaba a la chacra no por la uva sino por su abuelo, amigo de Osman y Roberto. Si San Martín había soñado en prosa (el arado, la parra, el retiro), Gerónimo era el encargado de traducirlo a verso. Su poema no era una descripción del vino, era la ecuación existencial que lo justificaba.
Leé todos los capítulos de la novela de Malarda y Bonarda con un clic aquí
Gerónimo con su cuaderno en el que escribía sus poemas y muchas anécdotas, mediante la métrica y la metáfora, intentaba poetizar la síntesis que Bonarda y Malarda habían logrado con el mosto: el encuentro de la antítesis en un cuerpo orgánico y bebible. Malarda, al observar a Ana Eliana conversando con Gerónimo bajo el árbol, no veía un cortejo, sino una continuidad. Su hija, la historiadora y arquitecta del arte, unía la cepa antigua de su tía Bonarda (la tradición) con el ímpetu lírico del poeta (la proyección). La pareja era un diagrama inconsciente del vino que se gestaba: La bodega, oscura y húmeda, se convertía en la cámara donde no solo la uva moría para renacer, sino donde la leyenda entraba en su fase de transmutación, pasando de ser un recuerdo impreso en un decreto a ser un sabor que el paladar del futuro podría evocar.
El vino, al final, no sería el fruto de la vid, sino la cristalización de un concepto: el futuro que se alimenta, inexorablemente, de la raíz más profunda y soñada del pasado. Y ese concepto, ese sueño, había encontrado en Ana Eliana su reconstrucción y en Gerónimo su palabra. Es el vino que el General nunca bebió. Un acto de justicia poética, decía Ana Eliana y él le pedía que le hablara más de ese vino, porque intentaría capturar el espíritu de esa mezcla. Lo dulce, lo áspero, lo viejo y lo nuevo. Eliana le trataba de explicar que el vino no solo lleva la uva, emerge del terroir con su nobleza, mi madre y y mi tía provocaron la mezcla no por el sabor sino por su significado, la unión de las cepas, la unión del sueño sanmartiniano, la unión de las gemelas. Indiscutiblemente Ana Eliana pasó a ser la musa de Gerónimo, su cáliz y fervor por un futuro juntos.