Himno a la identidad profunda

La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXV, de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo

Marcela Muñoz Pan

La leyenda de Bonarda y Malarda en su incansable lucha por el agua y cultivo de la vid que se había transmitido de generación en generación, conociendo la historia del chileno Herrera que junto al Gral. San Martín se encargó de dirigir la construcción de canales de riego, conocidos como "las acequias de la patria" para la zona este, forjaron tributos a las raíces profundas que terminaron de definir los saberes ancestrales de la tierra desierta y el agua con la identidad gaucha. Tanto Osmán como Elena, Roberto y Adriana y sus amigos en común como los Gerónimos, transmitieron esas identidades, con una visión y un espíritu comunitario.

La tradición del sabor perfectamente ancladas en la tenacidad de cada habitante, como con Doña Irene en María Paz, Doña Marcela en Santos Lugares, Don Sharbel Morcos, Doña Lorena en Lancellotti, Doña Silvia Bodiglio con sus bodas y eventos, el espacio de Tía Don Claudio en Rivadavia y sus generosos aportes a la cultura y el turismo como al mundo de la cultura del trabajo con Gargantini, la casa de Zia Arola, Los Franciscos, Finca Musse, Doña Emma, esa criolla de pura cepa, Doña Elizabeth con su casa del bosque, El Alado protagonista de tantas historias de amor, los fotógrafos, los arquitectos, las y los artistas plásticas, los ingenieros, los enólogos, los trabajadores de la vid para honrar a las cepas de los nuevos encuentros y también de despedidas. Las ventanas que se abrían los en Divendres, moldearon un acervo de aromas, cantos rodados, de tradición que alimentaban los milagros en el oasis y alegría en el terruño.

La transmisión de estos valores tan identitarios que fueron creando una trama salpicada de vinos, barriles y bordalesas, vinagres, aceitunas, asados, chivito asado, mazamorra, bifes a la criolla, pan casero, arroz con leche, alfajores de batatas y canela, sin olvidar lo que más les gustaba a las gemelas: dulce de zapallo en cascos y el de membrillo con crema y el arrope de uva y el infaltable mate. El verdadero arte culinario del este era una certeza de encontrar un rumbo. Ese rumbo que había comenzado a descarrilarse, con la llegada de Don Gerónimo al encontrar la carta de Osmán, vino también a multiplicar una red de posibilidades para poder latir y vibrar en Roberto una sintonía nueva. Es por eso que Roberto le propuso, al acercarse el día de la tradición el 10 de noviembre, a Don Oscar de Cabaña El Molle festejar en su campo junto a los caballos y sus enormes mesones familiares con sus sillas de paja, celebrar ahí el día más esperado para seguir cultivando sus tradiciones. Oscar inmediatamente dijo que sí y comenzó a buscar a los artistas del folclore, a los bailarines de tonadas y chacareras, a los niños con su atuendo de gaucho que hacían obras de teatro montados en sus caballos, un verdadero espectáculo familiar. Los que recitaban o declamaban poemas a la patria, a la tradición, no podían estar ausentes, como tampoco los payadores.

Cuando Roberto les hizo esta propuesta a las gemelas les encantó, pero ellas pusieron una condición: todos tenían que ir vestidos con atuendos tradicionales y por supuesto los feriantes no podían faltar, que todos tuvieran su momento y su oportunidad de mostrar sus productos, artesanías, destrezas. Tenía que ser la mejor fiesta de la tradición. Malarda recordó que el nieto de Gerónimo era poeta así es que lo buscó inmediatamente para que pudiera participar recitando sus poemas, además de saber que yan había un amorío con una de sus trillizas. Oscar y Roberto se miraron, la misión de volver a unir un rompecabezas familiar comunitario estaba siendo realidad.

Llegó el día, las tonadas, valsecitos cuyanos se escuchaban a lo lejos, no solo era música, eran acequia, lamento del cuyano enamorado en los acordes ancestrales del agua y el vino. Los vecinos iban llegando en sus autos, algunos, otros en Sulky y carretas como alineándose a una estampa que se negaba a ceder el paso del tiempo, con una sonrisa cómplice de ser puentes entre el pasado heroico y la esperanza de continuar con estas costumbres tan suyas, tan nuestras. Las mesas largas, larguísimas, acompañaban perfectamente limpias ese aire matinal y sus manteles de arpillera salpicadas con los colores del vino, terrosos y vibrantes, se notaba que el festín ya era épico. Los altares de la cocina salada en los hornos de barro, sacaban las empanadas jugosas y en los fogoneros el asado criollo humeante con el ineludible chivito asado de aroma a leña, el perfume ideal para la peregrinación a la raíz. Las dulzuras de las abuelas, como consuelos azucarados espolvoreaban las ilusiones de los jóvenes enamorados, y el tesoro de las gemelas de los zapallos en cubo decoraban la atmósfera como besos en el desierto casero.

Gerónimo hijo y padre se habían encargado del centro del campo transformando el lugar en arte y destreza, donde los feriantes no solo recibían a la gente, también enseñaban contando la historia detrás de cada botella, de las artesanías de cuero que mostraban con orgullo, los payadores se trenzaron en duelo de versos y metáforas, con rimas afiladas para seguir provocando la atracción. En este ruedo de sol y guitarra pura, se trenza el canto que al este le da altura. ¡Viva la cepa que forjó esta tierra ingrata, y viva el gaucho que al pasado rescata!

Gerónimo abuelo estaba feliz porque de alguna manera se acompañaron con Roberto para fortalecer lo que se vendría, Elena y Adriana veían a sus hijas tan felices y realizadas, con sus hijas y un entorno que las protegerían cuando lleguen sus partidas, mujeres que iluminaron Mendoza Este con sus corazones limpios, más allá que sus rumbos fueron un poco distintos, pero un rumbo que las encontró y magnificó. Ese día de la tradición fue un milagro compartido en las mesas, en la llama gaucha que ardía como un himno a la identidad profunda.

Cuando la noche comenzó a tejer su terciopelo azul y el lucero apareció, la fiesta alcanzó su punto más álgido, Roberto tomó la mano de Elena uniéndose a la ronda de la emoción y de un pasado que, si bien era nostalgia, también le abrió la puerta a no callar más ese secreto. Todo los que estaban se sumaban al baile de Roberto y Elena, Adriana lo entendió y la noche de estallido de tradiciones y amor, descorchaba las emociones desbordas, las lágrimas contendidas. No había sombras más que las de la noche.

Himno a la identidad profunda

La llama de la tradición no solo se honró, sino que se reavivó en Roberto, en las gemelas, y en cada uno de los presentes, multiplicando la red de posibilidades que había comenzado con la carta de Osmán. Gerónimo con sus vinos Domino de Uyata facilitó que allí, en la tierra bendita y con el sabor de la vid y la historia en los labios, se sellara un pacto: el de seguir cultivando el oasis con las manos labriegas de tantos inmigrantes que hicieron de nuestra patria, su patria. Las costumbres no debían perderse, el rumbo no solo se busca o sigue buscando, sino que se encuentra construyendo un futuro compartido, ebrio de vida, poesía y arraigo.



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