Leé un fragmento de "El loco de Dios en el fin del mundo", de Javier Cercas

Dos años después de viajar con el pontífice a Mongolia, Javier Cercas publica el libro de crónica que recoge esa experiencia. El lanzamiento de la obra prácticamente coincide con la muerte de Francisco y entrega valiosos insumos para entender quién era él y qué lo movió en su pontificado.

Un ateo, un laicista militante anticlericalista, un racionalista obstinado, un malvado riguroso. Estas son las definiciones con las que el escritor español Javier Cercas se presenta al comienzo de su nueva novela titulada "El loco de Dios en el fin del mundo", publicada en Italia por la editorial Guanda y traducida a más de treinta idiomas. 

El libro, en el que el autor relata su viaje a Mongolia del 31 de agosto al 4 de septiembre de 2023 junto al papa Francisco, se presentó en el marco de la segunda ronda de los Preestrenos del Festival Internacional de Literatura de Roma, un programa encargado por el Consejero de Cultura Massimiliano Smeriglio.

Francisco, "el loco de Dios"

Leé un fragmento de "El loco de Dios en el fin del mundo", de Javier Cercas

Durante el evento cultural, que llega a su 24ª edición, se recordó que la nueva novela de Cercas, que llegó a las librerías el 1 de abril, se publicó simultáneamente en Italia, España y países latinoamericanos. Dialogando con los periodistas Aldo Cazzullo y Sabina Minardi, el escritor Javier Cercas recorrió la génesis de esta obra, surgida a propuesta del . El libro, impregnado de una creciente nostalgia de Dios, tiene un punto de apoyo: la conversación íntima del autor, cara a cara, con el Pontífice, definido como «el loco de Dios». Una expresión utilizada también por San Francisco, el nombre elegido por Jorge Bergoglio tras su elección al trono de Pedro.

"Francisco va a Mongolia para encontrar un nuevo futuro y para ver el mundo tal como es desde el único lugar desde donde él lo ve: desde la periferia, desde el fin del mundo. Francisco va a Mongolia para seguir siendo Francisco (un pasaje del libro «El loco de Dios en el fin del mundo»)"


El escritor Javier Cercas presentó su obra ante el público que abarrotaba el Teatro Studio Borgna del Auditorio: "Este libro es único y loco y me siento un privilegiado. Es una novela policíaca porque hay un enigma. Hay muchos «personajes» en la novela". Entre ellos, algunos representantes del Dicasterio para la Comunicación que 'me propusieron escribir una novela en absoluta libertad sobre el viaje del Papa a Mongolia. El gran reto era trabajar sin prejuicios". "Para mí -dijo el escritor español- todo fue una sorpresa permanente. Y todo era diferente de lo que yo esperaba". La novela es un libro de humor. El propio Pontífice reivindica el sentido del humor'. 'El Papa Francisco -dijo- siempre ha sorprendido al mundo entero. Es un Papa anticlerical, contra el clericalismo, contra la idea de que el clero está por encima de los fieles'. El libro contiene la pregunta esencial del cristianismo: la de la vida eterna. Nadie se la había planteado al Papa". 'Después de este libro', explicó irónicamente Javier Cercas durante la presentación, "no puedo decir si he vuelto a encontrar mi fe, de lo contrario no venderé ni un ejemplar de la novela...". El centro del libro es el loco de Dios, el Papa. Otro protagonista soy yo, el loco sin Dios. La realidad me regaló un milagro para el epílogo de la novela".

Una novela sobre la resurrección

El periodista Aldo Cazzullo, amigo de Cercas, que también se ha transformado en personaje de la narración, explicó que «el libro del escritor español desemboca magistralmente en una página seca después de dar vueltas alrededor de varios personajes». Este libro, dijo, es una biografía sobre el Papa, una novela sobre la resurrección de la carne. 

Bergoglio / Francisco: dos miradas sobre un Papa para el aprecio y el desprecio

Es también una «reflexión sobre el momento de la vida en que mueren los padres». Y es el retrato, añadió Aldo Cazzullo, de un Papa que es a la vez «un hombre extraordinario y un hombre corriente». La periodista Sabina Minardi recordó, hojeando algunas páginas del libro, el «fastidio del Papa por la idolatría», su amor por «I promessi sposi» (Los prometidos), y por la poesía. En la novela se ve cómo Francisco tiene un agudo sentido del futuro, de la historia, de la memoria.

Un enigma

En una entrevista concedida a Vatican News, el escritor Javier Cercas subrayó que el libro es "un enigma" que gira en torno a una cuestión, la de la promesa de la vida eterna.

¿Ha llegado ya la eternidad?

Leé un fragmento de "El loco de Dios en el fin del mundo", de Javier Cercas

Hojear la novela El loco de Dios hasta el fin del mundo es un viaje, rico en humor, con una dimensión íntima y personal que, en última instancia, interpela el corazón de todo hombre. En su libro, Javier Cercas, que confiesa ser escritor porque ha perdido la fe, afirma que es «un loco sin Dios que persigue al loco de Dios hasta el fin del mundo». Y explica que se subió al avión rumbo a Mongolia para hacerle una pregunta concreta al Papa Francisco: «Quiero decirle que mi madre tiene noventa y dos años, que cree en Dios y está convencida de que, cuando muera, se reencontrará con mi padre». La pregunta crucial se refiere a la promesa de la vida eterna y se la plantea finalmente al Papa.La última pregunta que se hace el escritor español durante su conversación con Francisco se incrusta en una afirmación. «Así podré decirle a mi madre que cuando muera volverá a ver a mi padre». «La reacción del Papa -se lee en el libro El tonto de Dios en el fin del mundo- es fulminante: no duda ni un segundo, ni una décima de segundo, ni una milésima de milésima de segundo...».

Lo nuevo de Javier Cercas, María Dueñas y Fernando Aramburu 

Las respuestas del Papa, también filmadas, fueron escuchadas por su madre, Javier Cercas. Su reacción está bien descrita en el libro. «El rostro de mi madre es un laberinto indescifrable de arrugas; no parece complacida: parece estupefacta por el alcance o la naturaleza de lo que acaba de oír, quizá incapaz de asimilarlo con su menguante cerebro, siempre más...».

Leé abajo un fragmento del libro de Cercas:

1

Todo empezó el 21 de mayo de 2023, en Turín. Aquella tarde estaba firmando ejemplares de mis libros en el Salone del Libro que cada año se celebra en esa ciudad, tras haberme pasado una hora hablando en público sobre la maldita figura del intelectual, cuando mi editora italiana me advirtió que un representante del Vaticano estaba aguardando para hablar conmigo. «¿Del Vaticano?», pregunté, extrañado. Mi editora se encogió de hombros y señaló a un hombre que aguardaba a su espalda. De golpe recordé.

Dos semanas atrás había recibido una llamada desde un número de teléfono oculto y, llevado por mi afición a la ruleta rusa, la había contestado. Una voz cavernosa sonó en mi móvil. Dijo que llamaba desde el Vaticano, se presentó como oficial del Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, explicó que el 23 de junio iban a cumplirse cincuenta años desde la apertura de la colección de Arte Moderno y Contemporáneo en los Museos Vaticanos y que, para conmemorar la efeméride, el papa Francisco deseaba reunir a un puñado de creadores en la Capilla Sixtina. Crecí en un país católico, una familia católica y un colegio católico, de modo que, por muy descreído que sea, una invitación semejante es casi irresistible; pero, mientras la voz de ultratumba del oficial del Vaticano seguía sonando en mi móvil y yo hojeaba mi agenda, pensé que me iba a resistir a ella: me pareció excesivo viajar hasta Roma solo para escuchar unas palabras del papa Francisco. Ya tenía en la punta de la lengua la negativa cuando -¡oh, milagro!- descubrí en mi agenda que el mismísimo 23 de junio debía volar a Roma de camino a Pescara. Derrotado por la coincidencia, le aseguré al emisario del Vaticano que haría lo posible por asistir a la reunión con el papa y acto seguido escribí a mi editorial italiana para adelantar mi vuelo a Roma al día 22, de tal manera que el 23 por la mañana pudiera participar en la recepción papal y luego desplazarme hasta Pescara. Así que aquella tarde, en el Salone del Libro de Turín, pensé que el hombre del Vaticano quería hablar sobre el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina.

Error. El hombre se llamaba Lorenzo Fazzini, se presentó como responsable de la Libreria Editrice Vaticana (LEV), la editorial de la Santa Sede, y me soltó a bocajarro que el papa Francisco viajaba a finales de agosto a Mongolia y que en el Vaticano habían pensado en mí para que escribiera un libro sobre el viaje, sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano, sobre lo que yo quisiera. Por un segundo pensé que era una broma. Miré al tipo: no era una broma. Más tarde Fazzini me contaría que mi primera reacción a su propuesta fue soltarle: «Pero, oiga, ¿se han vuelto ustedes locos o qué?». La verdad: no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que, apenas conseguí reponerme de la sorpresa, le hice una pregunta parecida:

-Pero, oiga, ¿no saben ustedes que yo soy un tipo peligroso?

Fazzini sonrió. Era un hombre de mediana edad, corpulento y con gafas; no parecía sacerdote -no lo era-, pero vestía de negro total y tenía un aire atribulado de ejecutivo y un aspecto montaraz. En su sonrisa había una sombra de burla -«Menos lobos, Caperucita», decía, o: «A mí tú no me engañas, chaval»-, y al instante supe que aquel hombrón y yo podíamos entendernos.

-Esto no se lo ofreceríamos a cualquiera -me advirtió Fazzini, a modo de respuesta-. De hecho, que yo sepa sería la primera vez que alguien escribe un libro así, sobre un viaje del papa. La primera vez que el Vaticano le abre sus puertas a un escritor, para que hable con quien quiera y pregunte lo que quiera. Créame: nos hemos informado sobre usted.

Hablamos durante veinte minutos. Fazzini me explicó que en el Vaticano sabían que yo no era creyente y que precisamente por eso me proponían escribir el libro: no querían que lo escribiera uno de los suyos; se apresuró a añadir que, por supuesto, yo dispondría de libertad total, que en realidad el Vaticano no me encargaba el libro, solo me lo facilitaba, que ni siquiera pretendían publicarlo en su editorial, que podría publicarlo donde quisiese, como quisiese y cuando quisiese, que ellos se limitarían a darme todas las facilidades, que su objetivo no era ni propagandístico ni económico... Yo le escuchaba atónito, y en determinado momento le pregunté si, en el caso de que aceptase escribir el libro, podría hablar a solas con el papa. Fazzini me contestó que en aquel momento no podía asegurármelo, reconoció que el libro todavía era solo un proyecto del Dicasterio para la Comunicación, el ministerio de comunicación del Vaticano, que la idea había sido de su jefe y director de ese organismo, Paolo Ruffini, y que el papa ni siquiera había dado aún su autorización para llevarlo a cabo.

-No te preocupes -dijo Fazzini-. Si el papa acepta la idea, haremos lo posible para que puedas hablar con él.

Luego insistió en la excepcionalidad del viaje. «Francisco no ha visitado los grandes países católicos, pero viaja a Mongolia, un país budista con algo más de tres millones de habitantes y apenas mil quinientos católicos», explicó. «Este papa quiere ir a donde nadie quiere ir, al lugar más remoto y difícil». Fazzini añadió que no me sintiera presionado, pero me rogó que valorara la propuesta. Al final me emplazó a que al cabo de unos días («Sé que estarás en la alocución del papa a los artistas, en la Capilla Sixtina; yo también estaré allí») volviéramos a hablar del asunto.

Aquella noche no pegué ojo. Dando vueltas en la cama de mi hotel turinés, pensaba: «Primero el oficial del Vaticano, su voz escatológica al teléfono y la coincidencia providencial entre mi viaje a Pescara y el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina. Y ahora el enviado del Vaticano y la propuesta del libro sobre el papa». Pensaba en Bob Dylan, que se convirtió al cristianismo y, con gran escándalo de los dilanófilos, cantó para Juan Pablo II. «Si yo fuera Dylan», pensaba, «aceptaría la propuesta de inmediato». Pensaba en Juan Sebastián Bach, que solo componía para Dios y cuya música apenas puede escucharse sin sentir un deseo irreprimible de creer en Dios. «Si yo fuera Bach», pensaba, «aceptaría de inmediato». Y pensaba: «Si por mis venas corriera una sola gota de la sangre de Bach, si mi carne contuviera un solo átomo de la carne genial de Bach, sentiría que Dios me está llamando». Aquel pensamiento me devolvió una experiencia mística. Ocurrió una mañana en una estación de metro de Barcelona. Era la hora punta, en el vagón hacía un calor atroz, para evadirme de aquella tortura puse música en mi móvil y el azar eligió la celebérrima Cantata BWV 147: X, titulada «Jesús, alegría de los hombres». Entonces, apenas empezó a sonar esa música inhumana en mis auriculares, tuve la certeza de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel armatoste abarrotado de infelices mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): «¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡A tomar por culo, se acabó la farsa: todos al Paraíso! ¡Tú también, Javierito, no te escondas, repugnante sabandija comecuras! Iba a mandarte de cabeza al Infierno de los réprobos, con Walt Disney y Jack el Destripador, pero aquí mi amigo Juan Sebastián ha intercedido por ti [en este punto, Bach aparecía al lado del Redentor, obeso y con su peluca empolvada, junto a sus dos esposas y sus veinte hijos, saludándome con una manita regordeta]. ¡Has tenido una potra que te cagas!». Fue justo entonces, tras recordar esa visión salvífica, cuando me acordé de mi madre viva y de mi padre muerto, ambos católicos a machamartillo, me acordé de que, desde la muerte de mi padre, mi madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta, y me dije que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna y preguntarle si era verdad que mi madre volvería a ver a mi padre, entonces tenía todo el sentido del mundo escribir aquel libro. Desvelado por este pensamiento, me levanté para contemplar el amanecer en Turín.

2

¿Es tan excepcional que el papa viaje al fin del mundo? ¿Tan raro es que visite un país de la periferia o de eso que solemos llamar periferia? ¿Un país de nuestra periferia religiosa, porque Mongolia es una sociedad de aplastante mayoría budista y minúscula minoría católica, pero también de nuestra periferia política y geográfica, porque Mongolia es un país alejado de los grandes centros de poder y huérfano de relevancia política, económica o geoestratégica, salvo por el hecho de hallarse encajado entre dos imperios, el ruso y el chino, que durante siglos se lo disputaron?

La primera vez que el papa Francisco salió de Roma fue para visitar la isla de Lampedusa. Poco después de que resultara elegido 266.º Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a las siete y cinco de la tarde del 13 de marzo de 2013, tras un cónclave que se prolongó por espacio de algo más de veinticuatro horas y exigió cinco votaciones de los miembros del Colegio Cardenalicio, el papa leyó en un periódico que las playas de aquel pedazo de tierra italiana habían recibido muchos de los más de veinticinco mil cadáveres de emigrantes muertos durante la última década en su intento de cruzar el Mediterráneo desde las costas africanas, huyendo del hambre, la miseria y las guerras. El 8 de julio, cuatro meses después, Francisco celebró una eucaristía multitudinaria en el estadio deportivo de la isla y, dirigiéndose a los presentes tras un altar levantado con madera de una de las balsas naufragadas y sujetándose con una mano el solideo para que no se lo llevara el viento, preguntó: «¿Quién es el responsable de esta sangre?». Luego denunció lo que llamó «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos y nos hace insensibles al grito de los demás», alertó contra la «globalización de la indiferencia» y solicitó «la gracia de llorar por la crueldad del mundo, por nuestra propia crueldad y también por la crueldad de quienes, de manera anónima, toman decisiones que provocan dramas como éste».

Aquello fue una declaración de principios en toda regla: el primer papa latinoamericano, el primer papa llamado Francisco, el primer papa jesuita empezaba su mandato denunciando urbi et orbi los desmanes cometidos por los ricos y los poderosos contra los pobres y los indefensos. «No crean que he venido a traer paz a la Tierra», dijo Jesucristo, y el papa hubiera podido repetirlo en aquel viaje inaugural: además de una declaración de principios, el discurso de Lampedusa era una declaración de intenciones.

Ése fue su primer viaje; de nuevo: ¿tan raro es el último?

En mayo de 2023, tras sus diez primeros años de pontificado, Francisco había concluido cuarenta y una visitas apostólicas a cincuenta y nueve países; no es un número excepcional. Pablo VI, en la segunda mitad del siglo XX, fue el primer pontífice que salió de Italia desde 1809, pero solo visitó nueve países. Los papas ulteriores han sido papas trotamundos: durante sus veinticinco años de papado, Juan Pablo II visitó ciento veintinueve países; durante sus ocho años de papado, Benedicto XVI visitó veintitrés. En el caso de Francisco lo llamativo no es el número de países sino su nombre. Por orden cronológico: Brasil, Turquía, Francia, Albania, Corea del Sur, Jordania, Palestina e Israel, Uganda y República Centroafricana, Kenia, Cuba y Estados Unidos, Ecuador, Bolivia y Paraguay, Bosnia y Herzegovina, Sri Lanka y Filipinas, Suecia, Georgia y Azerbaiyán, Polonia, Armenia, Grecia (Lesbos), México, Myanmar y Bangladesh, Colombia, Portugal, Egipto, países bálticos, Irlanda, Suiza, Chile y Perú, Tailandia y Japón, Mozambique, Madagascar y Mauricio, Rumanía, Bulgaria y Macedonia del Norte, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Panamá, Chipre y Grecia, Hungría y Eslovaquia, Irak, Bahrein, Kazajistán, Canadá, Malta, Congo y Sudán del Sur, Hungría. Un hecho llama de inmediato la atención en este listado heteróclito: la escasez de países centrales en la cosmovisión occidental; la abundancia de países que, por razones diversas, solemos considerar periféricos.

El hecho es elocuente: el concepto de «periferia» es capital en el pensamiento de Francisco. Durante un discurso pronunciado ante los cardenales reunidos en precónclave el 9 de marzo de 2013, cuatro días antes de que lo eligieran papa, Francisco afirmó que «la Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas sino también las existenciales: las del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria». A esas dos periferias, la geográfica -los centros alejados de la metrópoli- y la religiosa -los lugares donde Dios es un Dios ausente, un Deus absconditus-, Francisco aún añadiría una tercera: la periferia social, el lugar de los desheredados de la tierra. Esa triple periferia es el núcleo de la Iglesia de Francisco. «Si la Iglesia se desentiende de los pobres», declaró en 2020, «deja de ser la Iglesia de Jesús y revive las viejas tentaciones de convertirse en una élite intelectual o moral». Así que, para Francisco, la Iglesia debe alejarse del centro, de Roma y el Vaticano y la pompa y circunstancia de la burocracia eclesiástica. Hay dos imágenes opuestas de la Iglesia, proclama este papa de intemperie y extrarradio, «la Iglesia evangelizadora que sale de sí, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí». La segunda imagen es catastrófica, piensa Francisco; la primera, redentora: por eso Francisco, que alguna vez quiso ser misionero, reivindica el ímpetu misionero de la Iglesia, su vocación de «ir al encuentro del otro en las periferias, que son lugares, pero sobre todo personas necesitadas».

No puede decirse que, al menos en este punto, Francisco no practique con el ejemplo. Justo antes de acceder al papado, cuando ejercía como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio era mucho menos conocido en el norte de la ciudad, donde prospera la clase alta y media porteña -en La Recoleta, Palermo, Belgrano u Olivos-, que en las llamadas villas miseria, los barrios menesterosos de los arrabales donde pasaba los fines de semana callejeando, dando charlas, confesando, entrando en las casas, comiendo y bebiendo y conversando aquí y allá con sus moradores; fruto de esa frecuentación, en agosto de 2009 Bergoglio creó un organismo dedicado a ayudar en los barrios pobres: la Vicaría Episcopal para la Pastoral de las Villas de Emergencia. Esto explica que, por entonces, el primer coordinador de ese organismo asistencial, el padre Di Paola, asegurara que para el futuro papa «el centro de Buenos Aires no es la plaza de Mayo, donde reside el poder, sino las periferias, las afueras de la ciudad»; también explica que, pocos meses antes de ser elegido papa, Francisco declarara que el problema de la Iglesia era que se había encerrado en sí misma, que se había vuelto comodona, autocomplaciente y mundana, y que esas facilidades la habían abocado al desencanto. «Tenemos a Jesús atado en la sacristía», proclamó Bergoglio. Hay que desatarlo, decía, hay sacarlo de ahí y llevarlo a las afueras, el único lugar que no solo permite «ver el mundo tal cual es», sino también «encontrar un futuro nuevo».[1]

Este es el discurso de renovación que en 2013 Bergoglio encarnaba en la Iglesia, el mismo que los cardenales promovieron al sentarlo a él en la silla de san Pedro: en 2013, Bergoglio era el líder de la Iglesia en América Latina, un continente periférico donde el catolicismo estaba encontrando su nuevo futuro; la prueba es que por entonces contaba con un cuarenta y uno por ciento del total de los católicos: 483 millones de mil doscientos. Tal vez nadie era más consciente de las razones de su elección como papa que el propio Bergoglio, y por eso las primeras palabras que pronunció desde el balcón de la basílica de San Pedro fueron estas: «Hermanos y hermanas, buenas tardes. Como sabéis, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo». También habría podido decir: han ido a buscarlo a la periferia.

Así que para el papa Francisco el viaje a Mongolia no es una excepción: es la norma. Francisco viaja a Mongolia para encontrar un futuro nuevo y para ver el mundo tal cual es desde el único lugar desde donde a su juicio puede verse: la periferia, el fin del mundo. Francisco viaja a Mongolia para seguir siendo Francisco.

3

Durante la semana siguiente discutí la posibilidad de escribir el libro sobre el papa con algunas personas de confianza. No lo hice porque no estuviera ya decidido o casi decidido a aprovechar aquella oportunidad inédita (siempre y cuando el papa accediese finalmente a concedérmela, claro está, y siempre y cuando yo pudiese conversar unos minutos a solas con él para hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna: para preguntarle si mi madre iba a ver a mi padre después de muerta); lo hice porque quería escuchar todas las objeciones posibles y someter mi decisión a un test de resistencia. Por su parte, Lorenzo Fazzini me dijo que, si quería aclarar cualquier extremo de la propuesta con él y con su jefe, Paolo Ruffini, podíamos organizar un encuentro por Zoom.

No fue necesario. Las personas con quienes hablé eran ateas, o agnósticas, pero todas se mostraron entusiastas con la idea; salvo un amigo. Heredero como yo de la densa tradición anticlerical española, mi amigo me preguntó: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear al papa?»; o tal vez: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear a la Iglesia católica?». Se refería, claro está, a los casos numerosos de pederastia y abusos sexuales, a las opiniones del catolicismo sobre los anticonceptivos, sobre el aborto, sobre el divorcio, sobre la eutanasia, sobre la homosexualidad en general y sobre el matrimonio entre homosexuales en particular, a su visión retrógrada del mundo. ¿Iba a blanquearla?

Es una pregunta (o una acusación) que, casi con todas las variantes posibles, me han formulado muchas veces desde que escribí mi primera novela. Me han acusado de blanquear escritores fanáticos, intelectuales autodestructivos, falangistas cínicos o creyentes, asesinos en masa, traidores heroicos, impostores desmesurados, comunistas ejemplares, policías vengativos y un etcétera no corto de personajes de catadura semejante. Así pues, ¿soy un blanqueador inveterado? ¿Es solo una tara personal o los novelistas nos dedicamos básicamente a blanquear? ¿Para eso sirven después de todo las novelas?

La literatura es un instrumento de conocimiento: sirve para comprender. «Comprenderlo todo es perdonarlo todo», dice un dicho francés. Falso. Comprender no es justificar: es darse los instrumentos para no cometer los mismos errores. A eso nos dedicamos los novelistas; por eso, contra lo que predica la superstición literaria más extendida de nuestro tiempo, la literatura es útil. Eso sí: siempre y cuando no se proponga serlo; en cuanto se propone serlo, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura -al menos, buena literatura- y deja de ser útil. Por lo demás, la Iglesia católica no es solo pederastia y abusos sexuales y opiniones ultramontanas, fruto de una visión del mundo ultramontana, sino cosas muchísimo peores: su historia abarca dos mil años de guerras santas, intolerancias asesinas y cinismos colosales. Esto no es una opinión: es un hecho; pero también es un hecho que la Iglesia católica es Jesucristo, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y miles de misioneros que ahora mismo están peleando en todo el mundo para abrigar a los muertos de frío y dar de comer a los muertos de hambre y de beber a los muertos de sed.

Eso le dije a mi amigo escéptico o reticente: que la Iglesia católica consiste en esa amalgama inextricable de maldades y bondades, de crímenes y santidad, que la cultura occidental es inseparable de ella y que ignorarla no es un lujo sino un error, porque estamos amasados con ella. También le dije que, si acababa escribiendo el libro, lo escribiría para intentar entenderla; es decir, por lo mismo que se escriben todos los libros: para intentar entendernos.

No sé si lo convencí. Pero al terminar la semana le comuniqué por teléfono a Fazzini que aceptaba su propuesta.

-Fantástico -me contestó-. Ahora ya solo falta el visto bueno del papa.

-Y que me conceda cinco minutos -le recordé-. A solas, él y yo. Si no hay entrevista, no hay libro. Con cinco minutos me basta.

Fazzini volvió a decirme que harían lo posible por que me los concediese.

4

El papa Francisco no se llama en realidad Francisco. Se llama Jorge Mario Bergoglio. Francisco es el nombre que se puso justo después de su nombramiento como papa, siguiendo una tradición onomástica que se generalizó en la Iglesia durante el siglo XI, tras el pontificado de Sergio IV: desde entonces, ningún papa se llama como se llama; se llama como elige llamarse.

Bergoglio es el primer papa que ha elegido llamarse Francisco. Francisco es, por supuesto, Francisco de Asís, el joven de buena familia que renunció a un porvenir espléndido de amoríos, poesía y milicia para consagrarse a Dios, el asceta que convivía con los pobres y los enfermos y llamaba hermanos y hermanas a los animales, al fuego y a las plantas, el precursor del ecologismo, «il poverello», como lo llamaron sus contemporáneos, la encarnación del «ideal de una Iglesia misionera y pobre, la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos», por decirlo como el propio Bergoglio, «el mínimo y dulce Francisco de Asís», como lo llamó Rubén Darío, el hombre «colosal y asombroso», como lo llamó G. K. Chesterton, el hombre «que ya escribió el poema», como lo llamó Jorge Luis Borges, el loco de Dios, como eligió llamarse a sí mismo. Ponerse un nombre no es solo ponerse un nombre: es mandar un mensaje. Bergoglio eligió el nombre de Francisco, el loco de Dios. El papa Bergoglio es el loco de Dios.

¿Quién es el loco de Dios? ¿Quién es el papa Francisco?

Conocemos los hitos esenciales de su biografía. He aquí unos pocos.

Jorge Mario Bergoglio nació el 17 de diciembre de 1936 en el barrio de Flores, Buenos Aires, en el seno de una familia católica de clase media-baja procedente del Piamonte, Italia. Era el mayor de cinco hermanos; los otros cuatro se llamaban Óscar, Marta, Alberto y María Elena: esta última vive todavía. El idioma de su casa era el español, pero sus abuelos le legaron el italiano, que siempre ha hablado con acento porteño. Fue un niño común y corriente, religioso y aplicado; también fue un adolescente ordinario, amigo de salir con sus amigos. Era un buen bailarín de tango. Tuvo varias novias. El 21 de septiembre de 1953, mientras bajaba por la avenida Rivadavia para reunirse con una de ellas y varios amigos, entró en la basílica de San José, se arrodilló ante un confesionario y se confesó. Bergoglio no recuerda de qué lo hizo, o prefiere no recordarlo; sí recuerda, en cambio, que su confesor fue un sacerdote de la ciudad de Corrientes llamado Carlos Duarte Ibarra, que vivía en el Hogar Sacerdotal, que de vez en cuando decía misa en la basílica y que murió al año siguiente, de una leucemia. Cuando terminó de confesarse, Bergoglio renunció a la cita y volvió a su casa.

Aquel día tomó la decisión de ser cura, aunque durante un año no se la comunicó ni a su familia ni a sus amigos. Por esa época cursaba estudios de química, trabajaba en un laboratorio llamado Hickethier-Bachmann y de noche se ganaba un sobresueldo como portero en bares de tango. En 1955 se diplomó en química. En 1956 ingresó en el seminario de Villa Devoto, donde se formaban los curas de la diócesis de Buenos Aires y donde lo apodaban el Gringo, por sus rasgos de yanqui y su estatura anglosajona. En 1957 hubo que extirparle un pedazo del pulmón derecho para salvarlo de una pleuresía que lo puso al borde de la muerte, una intervención quirúrgica que le dejó como secuela una voz un poco afónica y una ocasional falta de resuello (y que más tarde le impediría realizar su vocación de misionero). En 1958 solicitó el ingreso en la Compañía de Jesús. El 13 de noviembre de 1969, días antes de cumplir treinta y tres años, fue ordenado sacerdote. Cuatro años más tarde lo nombraron provincial de los jesuitas argentinos y uruguayos, cargo que ejerció hasta 1979. Para entonces hacía ya tiempo que el ejército había abolido la democracia argentina e impuesto un régimen militar. De esa época datan acusaciones con fundamento contra la Iglesia católica de connivencia con la dictadura; desde esa época persigue a Bergoglio la denuncia sin fundamento de haber facilitado o propiciado o tolerado el secuestro y tortura de dos jesuitas, Orlando Yorio y Franz Jalics, a quienes los militares relacionaban con la guerrilla montonera; es un hecho, sin embargo, que no supo proteger a sus dos compañeros, o que los desprotegió, y que siempre se ha sentido responsable de ese yerro. (También es un hecho que en aquellos años Bergoglio dio refugio y ayudó a escapar de su país a algunas personas perseguidas por la dictadura). Entre 1980 y 1986 desempeñó el cargo de rector del Colegio Máximo de San Miguel, el centro de formación de jesuitas más prestigioso de Latinoamérica, desde donde seguía desplegando su influencia en el gobierno de la provincia. En 1990, tras un período de desencuentros con sus superiores, que lo acusaban de socavar su autoridad, conspirar contra ellos y dividir a la congregación, fue alejado de Buenos Aires y condenado al ostracismo en una residencia para jesuitas en Córdoba, donde pasó dos años de expiación. De esa oscuridad lo rescató monseñor Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, que en 1992 lo nombró obispo auxiliar de su diócesis y relanzó su carrera eclesiástica: en 1997 era arzobispo; en 2001, cardenal. En marzo de 2013, tras la renuncia de Benedicto XVI al papado, víctima de su fragilidad física y su impotencia para reformar un Vaticano acorralado por la corrupción y los escándalos, Bergoglio fue elegido papa (momento en el cual se reconcilió con sus correligionarios jesuitas, de los que llevaba más de veinte años distanciado). Un papa que parece satisfacer todas las exigencias del argentino prototípico: adora el tango y es adicto al mate, al fútbol y al San Lorenzo de Almagro, el club más humilde de Buenos Aires; todas o casi todas: el 14 de marzo de 2013, al día siguiente de que Bergoglio apareciera en el balcón de la basílica de San Pedro anunciando que sus hermanos cardenales habían incurrido en la extravagancia de designar a un papa llegado del fin del mundo, un diario gratuito colombiano tituló a toda página: «Argentino, pero modesto».

Un titular imbatible. ¿Es también veraz? ¿Es Bergoglio un argentino modesto? ¿Cabe el papa en ese oxímoron genial?

Igual que cualquier persona mínimamente compleja, Bergoglio es un hombre poliédrico, huidizo, múltiple. «Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás», escribió Montaigne. La identidad individual es un concepto problemático (no digamos la colectiva, que es una fantasía); no somos uno: somos multitud. Bergoglio no constituye una excepción a esta norma: carece de sentido afirmar que el Bergoglio infantil que pegaba patadas a un balón en la calle Membrillar, donde nació, es exactamente el mismo que el cardenal que, a principios de siglo, tomaba cada semana el autobús para acercarse a las villas miseria que circundan Buenos Aires; o que el adolescente que devoraba publicaciones comunistas y leía con fruición a Leónidas Barletta, olvidado y olvidable escritor argentino de izquierdas, es idéntico al anciano de setenta y seis años que el 18 de enero de 2015 celebró en Manila una misa a la que, según el cómputo de las autoridades filipinas, asistieron seis millones y medio de fieles. El retrato que trazan de él los jesuitas argentinos de los años setenta y ochenta no es halagador: según ellos, Bergoglio era un hombre dotado de una gran vocación de poder, una notable inteligencia política y un proyecto para la Compañía de Jesús, pero también un tipo personalista, duro, soberbio, autoritario, divisivo, sinuoso, manipulador e intimidante (más de un novicio de la época asegura que inspiraba miedo). Veinte años después, sin embargo, cuando ya era arzobispo de Buenos Aires, los testimonios coinciden en presentarlo de una forma casi opuesta: para entonces era un cincuentón introvertido, melancólico y un poco atormentado, pero sobre todo un religioso que se desvivía por atender a los pobres. El papado le deparó una nueva metamorfosis: quienes lo conocieron antes y después de 2013 aseguran que, lejos de abrumarle, aquella responsabilidad máxima lo volvió un anciano cálido, exultante y en paz consigo mismo, igual que si la silla de san Pedro hubiese supuesto para él un revulsivo benéfico.

Todos estos personajes son el mismo Bergoglio, pero todos son distintos. ¿Hay cosas en común a todos ellos? Muy pocas, probablemente. Un temperamento robusto y pragmático, apenas inclinado a la especulación abstracta y reacio a las ideologías. Una prudencia que le invita a esquivar la confrontación, aunque, si la considera necesaria, ni se calla ni la rehúye, lo que le ha granjeado numerosas enemistades, sobre todo en la propia Iglesia, sobre todo en su propia congregación. Sus enemigos lo consideran astuto, rasgo de carácter que sus amigos alaban; también lo consideran (o lo consideraban) arrogante, intransigente y despótico, rasgos que sus amigos niegan o identifican con su carisma y su capacidad de liderazgo: dos cualidades que ni sus detractores más fieros le escatiman. Repulsión por el boato, por los privilegios y por lo que denomina «la mundanidad espiritual [...], infinitamente más desastrosa que cualquier otra mundanidad». Una discreción que puede derivar en hermetismo: entre los jesuitas se le conocía como «la Gioconda», por la expresión impenetrable de su rostro. Una tendencia individualista que en determinados momentos chocó contra la disciplina eclesiástica. Una pericia demostrada en el tú a tú, en la relación personal. Dotes organizativas. Capacidad de concentración y de trabajo. Pasión por la lectura y gusto por la escritura (aunque nunca se ha considerado un teólogo ni un erudito). Afición a la ópera, que solía escuchar de niño los sábados por la tarde, con su madre y sus hermanos. Sobriedad, disciplina: desde tiempo inmemorial, Bergoglio se levanta poco después de las cuatro de la mañana para rezar; se acuesta sobre las diez de la noche; duerme a diario una siesta de cuarenta y cinco minutos. Religiosidad de hierro. De hecho, este último parece el rasgo más permanente de ese hombre tornasolado y escurridizo. ¿Lo es? ¿Es la fe en Dios y la creencia en la resurrección de la carne y la vida eterna la única cosa que iguala a todos los Bergoglios de Bergoglio?

5

Una confesión obligatoria: soy escritor porque perdí la fe.

La perdí en la adolescencia, pero solo hace poco me di cuenta de que compensé esa pérdida con la literatura, o al menos no fue hasta hace poco cuando fui capaz de contarlo. Ocurrió en la embajada española en el Vaticano, en el Palazzo di Spagna, en la piazza di Spagna de Roma. Semanas atrás me habían invitado a mantener un diálogo público sobre religión y literatura con el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo de Cultura, el ministerio de Cultura del Vaticano; acepté de inmediato: porque nunca había conversado con un cardenal y porque Ravasi era un hombre aureolado por una sólida reputación de sabio, conocedor de decenas de lenguas y autor de más de ciento cincuenta libros.

El diálogo se celebró en uno de los salones del Palazzo di Spagna, donde me alojé (al llegar me advirtieron que en la mansión habitaba fray Piccolo, uno de los fantasmas más antiguos de la ciudad, y que allí se habían alojado Velázquez, Casanova o Jackie Kennedy). A la charla asistió un público abundante de curas y monjas, y la empecé realizando algunas revelaciones teológicas (tipo «comparada con la fe de mi madre, la del papa Francisco es un tanto dubitativa»), de las que nadie se rio salvo el cardenal; luego entré en materia. Expliqué que mi vocación literaria era el resultado de un doble desarraigo: un desarraigo terrenal (o geográfico) y un desarraigo espiritual (o religioso). El primero se debe a que mi familia me trasladó de niño desde un pueblo del sur de España a una ciudad del norte; el segundo ocurrió una década después. Por entonces yo tenía catorce años y era, dentro de mis posibilidades, un adolescente normal; la prueba es que aquel verano cometí un error previsible: me enamoré como un verraco. Esta fatalidad sucedió en el pueblo natal del sur y, al llegar a la ciudad adoptiva del norte, a mil kilómetros de distancia, yo solo tenía ganas de colgarme del cimborrio de la catedral. Fue un momento dramático, que intenté capear echando mano del libro más dramático que encontré, con tan mala fortuna que resultó ser San Manuel Bueno, mártir, una novela de Miguel de Unamuno donde se refiere la historia del cura de un pueblo, Valverde de Lucena, que ha perdido la fe y pese a ello continúa predicando la palabra de Dios a sus feligreses, convencido de que, sin ella, no sobrevivirán al dolor de la existencia y a la soledad del mundo. Leí ese libro con tal intensidad que, aunque no he vuelto a leerlo desde entonces, lo recuerdo como si lo hubiera leído ayer. El resultado fue un cataclismo. Hasta aquel momento yo había sido un lector alegre y confiado, además de un alumno ejemplar de los maristas: un chaval estupendo, católico, estudioso y amante de los deportes; pero me armé tal lío con la novela de Unamuno que casi de un día para otro dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno; no contento con ello, en los meses que siguieron leí todos los libros de don Miguel, lo que acabó de sumirme en una frenética etapa de confusión mental de la que todavía no he salido. Así fue como dejé de leer solo en busca de entretenimiento y empecé a leer en busca de conocimiento, o de una mezcla de entretenimiento y de conocimiento, de placer y utilidad; es decir: así fue como aprendí a leer. Y así fue también como entendí lo que quiso decir Cesare Pavese cuando escribió que la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida, y así fue como empecé a soñar con ser escritor. Así fue, en definitiva, como la literatura se convirtió para mí en un sucedáneo de la religión y como me lancé a buscar en ella un relevo de la fe perdida, de las certezas y el sosiego que la religión procura. Sobra decir que esa búsqueda era un error, porque la literatura no proporciona ni sosiego ni certezas: lo que proporciona son nuevas preguntas, inquietudes nuevas, ninguna respuesta. Pero, cuando descubrí esa evidencia, ya era tarde y no había vuelta atrás.

Esto es más o menos lo que le conté aquella tarde, en el Palazzo di Spagna, al cardenal Ravasi, mientras los curas y monjas del público me escuchaban con cara de haberse equivocado de evento. La respuesta del cardenal fue un discurso deslumbrante, empedrado de citas en todas las lenguas herméticas de los libros sagrados, donde se propuso rebatir mi afirmación de que la fe católica proporciona certezas y sosiego, y donde describió las dudas, angustias y perplejidades que asedian al creyente, un discurso tan persuasivo que al final le pregunté, un poco ansioso, no sin un punto de vehemencia mordaz, si podía seguir envidiando a mi madre tanto como la envidiaba y si ella podía quedarse tranquila y seguir creyendo en la resurrección de la carne y la vida eterna, convencida por completo como está de que, cuando fallezca, se reunirá con mi padre y ambos permanecerán juntos hasta el fin de los tiempos. «Porque eso es lo que dice el credo, ¿no?», le insistí al cardenal. «Eso es lo que significa "creo en la resurrección de la carne y la vida eterna", ¿verdad?». Hubo un tira y afloja dialéctico, algo irónico y extremadamente cordial, en el que el prelado insistió en las incertidumbres y desgarros de la fe y yo insistí en la paz que proporciona o debería proporcionar, y, antes de terminar el acto, volví a repetir mi pregunta. Finalmente, monseñor Ravasi asintió sin dejar de sonreír y, cuando nos despedimos, me pidió la dirección de mi madre, que días después recibió en su casa un rosario y una carta muy cariñosa, escrita de su puño y letra por el propio cardenal.

Aquella noche, en el Palazzo di Spagna, tampoco dormí bien. No se me apareció el fantasma de fray Piccolo, pero sí los de mi madre y tres hermanos maristas -el hermano Cecilio, el hermano Egberto, el hermano Gaudencio-, que me persiguieron a puntapiés por mi dormitorio recriminándome a gritos que me había portado peor que el mismísimo Casanova y preguntándome si no me daba vergüenza haber ido a la Santa Sede solo para contar chistecitos sacrílegos y hacerle preguntas incómodas al cardenal, con lo bueno y obediente que había sido yo siempre. Pero ahora, años después, comprendo que no dormí mal por eso, o no solo; dormí mal porque, aunque no había mentido en mi coloquio con el cardenal Ravasi, tampoco había dicho toda la verdad. No había dicho que, durante mi infancia católica, yo no había conocido la angustia, y que la había descubierto en el momento en que perdí a Dios. No había dicho que, desde entonces, la angustia me acompaña siempre, que tiene la forma de una bola alojada en la garganta, una esfera como la esfera infinita o espantosa de Pascal, aquella cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. No había dicho que ese objeto indescifrable, que a veces ocupa tanto espacio que apenas permite respirar, es el engendro que me impele a escribir, que escribo para destruirlo, para arrancármelo de la garganta y librarme de él, para disolverlo o pulverizarlo con palabras y regresar a la víspera venturosa de la angustia, cosa que solo consigo en ciertos momentos mágicos, antes de que el engendro regrese, íntimo y puntual. No había dicho que esa esfera ocupa dentro de mí un espacio tangible y que ese espacio tangible es una ausencia tangible y que esa ausencia tangible es la ausencia de Dios.

6

G. K. Chesterton, uno de los escritores favoritos del papa Francisco, escribió sin descanso sobre el loco de Dios.

Católico ortodoxo en la Inglaterra anglicana, príncipe del humor en el pesimismo de la Europa fin de siècle y emperador de la paradoja, Chesterton abominaba del orgullo, juzgaba que «todos los males del mundo proceden de algún intento de superioridad», sostenía que el pecado más dañino es la soberbia -la falta de Satanás, el «non serviam» del Ángel rebelde del Génesis y del profeta Jeremías- y no albergaba la más mínima duda sobre el hecho de que la virtud insuperable es la humildad: una virtud tan despreciada que, aseguraba, quien la reivindica «adquiere un no sé qué de depravación inexpresable». A la vista de lo anterior, se comprenderá que Francisco de Asís fuera el héroe de Chesterton: el loco de Dios es la encarnación misma de la humildad. Una humildad entendida en un sentido preciso: es la sencillez que permite, previo paso por «un proceso de ascetismo mental, por una castración de todo nuestro ser», el prodigio de sentir la bondad esencial del universo; en otras palabras: «La humildad es el arte suntuoso de reducirse a un punto, no a algo grande o pequeño, sino a una cosa que no tiene tamaño, de modo que todas las cosas del universo sean como son en realidad: de tamaño inconmensurable». Pero esto no es todo lo que enseña san Francisco, según Chesterton; de hecho, ni siquiera es lo fundamental. Hasta Francisco, escribe Chesterton, «la Iglesia había insistido, con razón, en que la humildad es una fuente de mejora moral; por decirlo brevemente: el cristianismo había enseñado a los hombres a ser humildes para que repararan en lo malos que eran. Francisco fue el primero (después del propio Cristo) en enseñar a los hombres a ser humildes para que pudiesen darse cuenta de lo buenos que eran». En definitiva, para el loco de Dios «el orgullo no solo es enemigo de la instrucción; el orgullo es enemigo de la diversión».

¿Es esto lo que vino a predicar desde el fin del mundo este papa argentino (pero modesto)? ¿Este papa que afirmó que la humildad es «la regla de oro» de un cristiano y que para un católico el progreso significa «abajarse»? ¿Este papa que detesta la soberbia y la petulancia y las sofisticaciones y exhibicionismos y fatuidades mundanas? ¿Vino Bergoglio a predicar el gozo sin condiciones de estar vivo y por eso insiste en la alegría como esencia de la vida cristiana, que debe vivirse «como una fiesta», y ha abominado de los «cristianos de entierro», cuya existencia «parece un funeral permanente», para acabar sentenciando que «el miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano»? ¿Por eso la primera exhortación apostólica que publicó Bergoglio -su primer documento papal, tal vez el más determinante de su mandato- se titula Evangelii gaudium, «La alegría del Evangelio»? ¿Aboga el papa por el arte franciscano de reducirse a un punto, a una minúscula cosa sin tamaño, y por el arte evangélico de ser los últimos para ser los primeros? ¿Es eso lo esencial que ha traído consigo desde Latinoamérica, el futuro nuevo que anuncia este papa periférico, este papa que viajaba a Roma lo mínimo posible incluso cuando era cardenal y estaba obligado a hacerlo, porque Roma representaba para él «el corazón de todo lo que la Iglesia no debería ser: lujo, ostentación, hipocresía, burocracia», como declaró Federico Wals, secretario de prensa de Bergoglio en el Arzobispado de Buenos Aires? ¿No solo ha venido a recordarnos Francisco la humildad radical de Francisco de Asís, sino también a postular la hipótesis asombrosa de nuestra propia, escondida bondad?

7

Más preguntas: ¿quiso decirme algo el cardenal Ravasi en el Palazzo di Spagna, con sus risas y sus sonrisas y sus citas en lenguas herméticas, y tal vez no se atrevió a decírmelo para no perturbar a los religiosos que nos escuchaban, para no perturbar a mi madre, para no perturbarme a mí? ¿O lo dijo, pero no lo dijo abiertamente, y yo no acerté a entenderlo? ¿Quiso decir el cardenal lo que a mí me pareció entender, y es que un católico no siempre está seguro de que después de la muerte lleguen la resurrección de la carne y la vida eterna, y que estas dudas procuran angustia y desasosiego, como se las procuraron a san Manuel Bueno, mártir? O, por el contrario, ¿quiso decir que la resurrección de la carne y la vida eterna no deben tomarse al pie de la letra, como se lo toman mi madre y millones de cristianos, sino de una manera simbólica, igual que si fueran figuras poéticas de una grandiosa composición teológica conocida como cristianismo? ¿Acaso intentó decir que, en realidad, ni el papa ni los cardenales creen en Dios, no al menos con la convicción con que cree mi madre, con la fe sin preguntas de los feligreses de Valverde de Lucena, con la fe proverbial del carbonero? ¿Fue por esa razón por la que todas las personas a quienes propuse el test de resistencia del libro sobre el papa sugirieron que, a mi pregunta por la resurrección de la carne y la vida eterna, Bergoglio respondería con una evasiva (una metáfora, un circunloquio, una cita evangélica, la glosa de un pasaje bíblico), que el papa no diría que no creía que mi madre no volvería a ver a mi padre después de muerta, porque no podía decirlo, pero tampoco que sí lo creía, porque no se atrevería a decírselo a un maldito intelectual ateo?

Que un católico dude en ocasiones de las certezas de la fe no significa que, para él, esas certezas no existan, ni que no le proporcionen el sosiego que toda certeza procura. La razón es evidente: lo que define el cristianismo es su creencia en el más allá, en la resurrección de la carne y la vida eterna; si esa creencia no existe, el católico deja de ser católico. «Y si Cristo no resucitó», escribe Pablo de Tarso a los cristianos de Corinto, «vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe». Por eso no creo que el cardenal Ravasi considere que las creencias cristianas poseen un alcance solamente simbólico: tal consideración socavaría la base misma del cristianismo y desactivaría su potencia colosal, históricamente casi invencible. En este sentido, lleva razón el científico ateo Jean Bricmont cuando escribe: «La existencia de Dios, de los ángeles, del Cielo y del Infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso». En cuanto a la afirmación de que, en realidad, ni el papa ni los cardenales creen en Dios, puede servir como chascarrillo de casino de pueblo; pero, tomada en serio, la humorada ignora el hecho fundamental de que, como escribió Spinoza, «cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser», y de que el anhelo de seguir viviendo, la fobia a la muerte y el ansia de inmortalidad se hallan grabados a fuego en lo más hondo del ser humano, sin excluir a papas y cardenales. Tal vez nadie lo haya dicho mejor que Ludwig Feuerbach, hacia 1851, en sus lecciones sobre La esencia de la religión: «Un Dios es por tanto esencialmente un ser que satisface los deseos de los hombres. Pero a los deseos del hombre -de ese hombre que no limita sus propios deseos a la necesidad natural- pertenece más que ningún otro el deseo de no morir, de vivir eternamente; este deseo es el último y sumo deseo del hombre, el deseo de todos los deseos, como la vida es el compendio de todos los bienes: un Dios que no satisface ese deseo, que no supera la muerte o al menos la compensa con la otra vida, con una nueva vida, no es un Dios, por lo menos no es un verdadero Dios, que corresponde al concepto de Dios». En palabras distintas: «El hombre no cree en la inmortalidad porque cree en Dios, sino que cree en Dios porque cree en la inmortalidad, porque sin la fe en Dios no puede aportar un fundamento a la fe en la inmortalidad. Aparentemente lo primero es la divinidad, lo segundo la inmortalidad; pero en verdad lo primero es la inmortalidad, lo segundo la divinidad».

También por eso -porque la inmortalidad es lo primero- yo quería preguntarle al papa por la resurrección de la carne y la vida eterna.

8

Es verdad: soy un ateo redomado, un impío pertinaz, no creo en Dios ni en la resurrección de la carne ni en la vida eterna, pero ¿significa eso que no soy católico? ¿Puede no ser católico un tipo nacido en un país rocosamente católico, engendrado en una familia rocosamente católica y educado en un colegio rocosamente católico?

«No podemos no llamarnos cristianos», escribió Benedetto Croce. Italiano y ateo, Croce juzgaba que el cristianismo había obrado la mayor revolución de la Historia: una metamorfosis radical que tuvo lugar «en el centro del alma, en la conciencia moral» de los seres humanos y dotó al mundo de «una virtud nueva, de una nueva cualidad espiritual que hasta entonces le había faltado a la humanidad». Definir esa revolución requiere un rodeo.

Día: 13 de marzo de 2013. Hora: siete y cinco de la tarde. Lugar: Capilla Sixtina. Noventa y cinco cardenales de los ciento quince reunidos en cónclave acaban de emitir su voto en favor de Jorge Mario Bergoglio, y el cardenal Giovanni Batista Re se acerca a él para preguntarle si acepta su nombramiento como papa; Bergoglio responde que sí, y las primeras palabras que pronuncia a continuación, en su latín impecable, son las siguientes: «Aunque soy un gran pecador».

¿Un gran pecador, el papa?

Siempre me llamó la atención que Jesucristo escogiera como fundador de su Iglesia al más débil de sus discípulos, al menos virtuoso, a aquel que renegó de él tres veces consecutivas y en el momento supremo lo traicionó. Al papa Francisco también le habrá llamado la atención este hecho; hasta donde alcanzo, sin embargo, solo lo ha comentado una vez en público. Fue en una homilía pronunciada el 2 de junio de 2017, en la Casa Santa Marta, una residencia para religiosos de paso por el Vaticano donde se aloja desde que fue elegido papa y donde dijo misa a diario para un público reducido de fieles, a las siete en punto de la mañana, hasta principios del año 2020, cuando la pandemia del coronavirus trastocó el mundo. El comentario del papa se me antoja insatisfactorio, al menos tal y como lo recoge el volumen décimo de las Homilías de la mañana, una serie de tomos donde se reúnen aquellos discursos. «Jesús escogió al más pecador de los apóstoles», recordó en aquella ocasión Francisco, glosando el diálogo entre Jesús y Pedro según el relato evangélico de san Juan propuesto para la liturgia del día. «Los otros escaparon, pero Pedro renegó de Él: "No lo conozco", dijo de Cristo. Jesús escoge al más pecador de sus discípulos. El más pecador fue escogido para dirigir al Pueblo de Dios. Eso te hace pensar». ¿Qué es lo que te hace pensar? Respuesta del papa: «No se trata de dirigir con la cabeza alzada como hacen los dominadores; no, sino de dirigir con humildad, con amor, como hizo Jesús». Y también: «No apacientes con la cabeza hacia arriba, como el gran dominador; no: apacentar con humildad, con amor, como hizo Jesús. Ésta es la misión que Jesús encomienda a Pedro. Sí, con los pecados, con las equivocaciones». Estas palabras son valiosas como llamada a la sencillez de los prelados que le escuchaban aquel día y como insistencia en el retorno al franciscanismo que Francisco predicó desde el primer instante de su papado; pero no resuelven el problema: ¿por qué eligió Jesús al discípulo menos íntegro, al más desleal, al más pusilánime? ¿Por qué no escogió por ejemplo a Juan, su discípulo preferido, que no renegó de él, que permaneció al pie de la cruz hasta el fin, junto a su madre, María de Cleofás y María Magdalena?

Mi respuesta: porque la Iglesia no está hecha para los fuertes, sino para los débiles; porque Dios es el nombre que damos a nuestra debilidad, y solo un hombre débil, un pecador inveterado como Pedro, podía convertirse en su representante legítimo en la Tierra. Si esta respuesta es válida, el 13 de marzo de 2013, a las siete y cinco de la tarde, en la Capilla Sixtina, tal vez Bergoglio se dejó traicionar por la solemnidad del momento y confundió un adverbio adversativo con una conjunción consecutiva: no hubiera debido decir que aceptaba el cargo de papa «aunque soy un gran pecador»; hubiera debido aceptarlo «porque soy un gran pecador». O mejor aún: «precisamente porque soy un gran pecador».

Yo creí comprender que la Iglesia está hecha para los débiles cuando todavía era un adolescente. Entonces, justo después de perder la fe leyendo a Miguel de Unamuno, rematé la faena leyendo a Friedrich Nietzsche y Bertrand Russell, dos de los críticos más lúcidos del cristianismo. No es refutable con facilidad el principal argumento de Nietzsche contra la doctrina cristiana: si, como ésta postula, la vida verdadera es la vida eterna y nuestra vida terrenal es solo un tránsito, un pasaje obligado para acceder a la otra -además del valle de lágrimas de los Salmos y el Salve Regina-, el cristianismo entraña un descrédito de la vida terrenal: una vida que, comparada con la ultraterrenal, no es que no sea valiosa o no merezca la pena vivirse, sino que simplemente pertenece a una categoría inferior, accesoria o subalterna. Por eso escribe Nietzsche, en Ecce Homo, que el cristianismo representa «la negación de la voluntad de vida hecha religión», o, en El ocaso de los ídolos, que hay en Dios «una declaración de guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida» y que la concepción cristiana de Dios «es una de las más corruptas alcanzadas sobre la Tierra»; por eso añade en El Anticristo que, como el cristianismo «se ha erigido en defensor de todos los débiles, bajos y malogrados», esa religión transforma en ideal el «repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica» y considera «al hombre pletórico como hombre típicamente reprobable, como "réprobo"». Una vez que abandoné la fe cristiana, yo soñaba con transformarme en uno de esos hombres fuertes de Nietzsche, réprobos y reprobables, uno de esos insumisos que no se resignan a su propia debilidad ni aceptan servidumbre ni mentira alguna -empezando por la mentira de la religión-, uno de esos superhombres veraces y aspirantes a la autonomía individual que copian el gesto soberbio del ángel caído y su grito rebelde de guerra («¡Non serviam!»), uno de esos espíritus libres poseídos, como se lee en La voluntad de poder, «por la voluntad incondicional de decir no allí donde el no es peligroso».

No conseguí nada de eso, por supuesto: lo intenté, pero no lo conseguí. Lo que sí imaginé en cambio es que, si en vez de tener discípulos tan débiles como Pedro, Jesús hubiera tenido discípulos fuertes -si simplemente todos sus discípulos hubieran sido tan leales como Juan o tan veraces como los espíritus libres de Nietzsche-, si todos hubieran permanecido a su lado y lo hubieran protegido de sus enemigos, tal vez no habría muerto en la cruz y el cristianismo no habría existido y seguiríamos venerando a los fuertes dioses de Roma, a quienes Cristo mató en diferido con su muerte en la cruz. ¿Cómo sería nuestro mundo ahora, sin Cristo, o más bien sin Cristo en la cruz y sin cristianismo? ¿Sería un mundo mejor que el nuestro?

Nietzsche respondería que sí, por supuesto, y también Bertrand Russell. Hacia 1930, el filósofo inglés tal vez pecó de optimismo cuando escribió que los seres humanos poseemos conocimientos suficientes para asegurar la dicha universal y que «el principal obstáculo para su utilización a tal fin es la enseñanza de la religión». Pero incluso un detractor tan acerbo del cristianismo como Russell le reconocía sin querer una virtud (aunque la interpretaba como un vicio): el hecho de que la doctrina de Cristo proclama la dignidad fundamental de los seres humanos. «Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no está compuesta por lamentables gusanos, como parece», escribe el pensador. «El hombre interesa al Creador del universo, que se molesta en complacerse cuando el hombre se porta bien y en disgustarse cuando se porta mal. Eso es un gran halago». La ironía (o el sarcasmo) delata un malentendido: Russell confundía la vanidad con el amor propio; este error -y su justa inquina contra el cristianismo de su época- le impidió identificar la aportación esencial del cristianismo a Occidente: en un momento en que la esclavitud dominaba el mundo, la insurrección conceptual de Cristo consistió en postular que todos los seres humanos merecían respeto y afecto, y que, por mucho que a algunos se les tratase como a gusanos, ninguno de ellos lo era.

Ésa es la gran mutación de la que hablaba Croce. Ése es el cambio irreversible del que todos somos herederos y que permite sostener con razón que, aunque no creamos en el Dios del cristianismo, «no podemos no llamarnos cristianos»: ni los humanistas, ni los ilustrados, ni los liberales, ni por supuesto los marxistas (ni siquiera Nietzsche y Russell). El propio Nietzsche admitiría este hecho y por eso él, que tan implacable fue con el cristianismo, no lo fue tanto con Cristo, o no siempre: incluso en El Anticristo enalteció su figura. «Este portador de la buena nueva», escribe, «murió como había vivido y predicado: no "para redimir a los pobres", sino para enseñar cómo hay que vivir. La práctica es el legado que dejó a la humanidad: su conducta ante los jueces, ante los soldados, ante los acusadores y ante toda clase de difamación y escarnio. Su conducta es la cruz. No se resiste, no defiende su derecho. Y ruega, sufre y ama a la par de los que le hacen mal, en los que le hacen mal... No resistir, no odiar, no responsabilizar... No resistir tampoco al malo - amarlo...».

Para el Anticristo, la revolución del cristianismo consiste en el ejemplo de Cristo.

9

El 22 de junio por la tarde, la víspera del encuentro en la Capilla Sixtina, tomé un avión hacia Roma. Al llegar allí debía dirigirme al Vaticano para encontrarme con Lorenzo Fazzini, que me presentaría a sus superiores: Paolo Ruffini y Andrea Tornielli, respectivamente jefe y director editorial del Dicasterio para la Comunicación del Vaticano. Querían hablar conmigo del viaje a Mongolia y del libro que había aceptado escribir sobre él; por mi parte daba por hecho que ellos estaban de acuerdo con las condiciones que le había expuesto a Fazzini, así que, para mí, solo se trataba de averiguar si habían obtenido el visto bueno del papa y si yo dispondría de unos minutos para hablar a solas con él. Por lo demás, el día anterior Fazzini me había dado una buena noticia: sus jefes habían accedido a que me acompañara a Mongolia. «Podríamos ir antes que el papa», sugirió. «Así, cuando él llegue, ya habrás visto un poco el país y habrás podido hablar con gente». Dijo también que nunca había hecho un viaje con el papa, pero añadió que, antes de que emprendiésemos el nuestro, se informaría sobre todos los pormenores. «No te preocupes», dijo, aunque yo no estaba preocupado. «Todo irá sobre ruedas».

El vuelo hacia Roma partió con retraso de Barcelona, y hubo que posponer la reunión con sus jefes hasta el día siguiente, una vez concluida la audiencia papal.

Tras aterrizar en el aeropuerto de Fiumicino tomé un coche que me condujo hasta el hotel Santa Chiara, junto al Panteón. El chófer era un romano de pura cepa, y durante el trayecto le pregunté qué opinión tenían los romanos del papa Francisco.

-Buena -contestó-. Es mejor que Benedicto. Más humano. Más popular. Más próximo. -Mirándome por el retrovisor, añadió-: A los romanos nos gusta la gente así: «Al pan, pan, y al vino, vino». Comprende, ¿verdad? Por eso nos gusta este papa.

En el vestíbulo del hotel Santa Chiara me aguardaba mi amigo Aldo Cazzullo, periodista estrella del Corriere della Sera, el diario más leído de Italia. Aldo es un piamontés de Alba, en Le Langhe, un quincuagenario calvo, brillante, agnóstico e hipercrítico, que me ha entrevistado en numerosas ocasiones; aquella noche, sin embargo, era yo quien le había convocado a él: ardía en deseos de conocer su opinión sobre el papa. Me llevó a cenar a una trattoria ubicada junto a la plaza del Panteón, nos sentamos en la terraza y pidió comida para tres o cuatro personas: varios entrantes, entre ellos un trozo de mozzarella, y varios segundos platos, entre ellos unos rigatoni alla pajata y unos espaguetis con cacio e pepe. A Aldo le gusta presentarse como «el nieto del carnicero de Alba»: tratándose de comer, no hace prisioneros.

El camarero nos estaba sirviendo los entrantes cuando le anuncié a Aldo que esa noche iba a ser yo quien lo entrevistase. La curiosidad le arqueó las cejas.

-Sobre el papa Francisco -aclaré-. Me han propuesto escribir un libro sobre él.

La reacción de Aldo fue fulminante.

-Magnífica idea -dijo.

-¿Estás seguro? -pregunté.

-Completamente -respondió, pasándose una mano por el cráneo rasurado-. Francisco es un papa extraordinario. No un papa de transición, como Benedicto. Yo creo que será recordado como uno de los grandes papas de la Historia reciente. Como Juan XXIII. Como el papa Wojtila.

Mientras empezábamos a comer, le dije que estaba leyendo una biografía de Austen Ivereigh titulada El gran reformador; le pregunté si creía que Francisco había cambiado de verdad la Iglesia.

-No tanto como le hubiera gustado -contestó-. De todos modos, la ha cambiado, por lo menos en la forma. Y tú sabes que, en la Iglesia como en todas partes, a menudo la forma es el fondo.

Le pregunté qué quería decir. 

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