Un vinito en el café Borges
La novela Bonarda y Malarda, en su Capítulo XXIX de Marcela Muñoz Pan, todos los capítulos los pueden encontrar en Memo.
Las calles vibraban con los ecos del Día del Tango; dentro, el murmullo de las copas y las charlas creaba su propio ritmo. El tango en la Argentina era su columna vertebral, no era un mero festejo cultural, sino la manifestación acústica de la dialéctica que no sólo los argentinos hicimos propia, sino los inmigrantes: Las hermanas se identificaban mucho con el tango y también le habían trasmitido eso a sus hijas. En realidad, con todo lo que generaron en Mendoza Este, pasaron a ser las referentes de una revolución intercultural y turística a nivel local, nacional e internacional.
Una orquesta nueva, de un grupo de amigos de Bonarda que habían venido desde Buenos Aires hacían unos años, pero decidieron vivir en el este, con el título "La Melancólica Bonarda" en honor a su amiga que tanto había hecho para difundir el tango canción, por lo que ella organizó una gran presentación en su querido Café Borges. La orquesta imponía una métrica orgánica, un tempo como límite y una liberación entre lo rígido y un poco lo caótico, lo que la hacía mucho más atractiva, atrevida y con la densidad de un vino en la copa, como una cristalización musical líquida en la tebaida sanmartiniana. Al presentarse la orquesta dijeron: Hemos venido a celebrar la nobleza de nuestra amiga Bonarda, la de los esfuerzos y silencios salientes y un espíritu siempre renovador, sean bienvenidos.
La danza de las parejas con una conjunción enológica propia de la disciplina, el abrazo indicado y fuera de toda improvisación con las luces ámbar y sombras adecuadas como si se pertenecieran realmente, un lujo verlos bailar el dos por cuatro, con cortes hasta poéticos, bravos y sensuales. Cortes y quebradas encarando un impulso lírico, esa pasión no contenida y su ruptura, un verdadero espectáculo visual y musical.
La joven Ana Eliana, la historiadora y arquitecta que veía el pasado y el futuro como material de construcción, percibía en el compás binario del dos por cuatro la misma estructura de contención que había aplicado al concebir "El Sueño del Labrador." Su sobriedad histórica encontraba eco en la sobriedad lírica de Gerónimo, el poeta, cuya tarea residía ahora en decantar el concepto del vino en una ecuación verbal. El café, con su resonancia de pianos y bandoneones, se convertía en el laboratorio lírico para otra genialidad de la joven Ana Eliana: se le ocurrió que el Café tan querido de su madre y de su tía fuera un café de cartas, sí de cartas. Es decir en su laberíntica mental, se imaginó que al haber tantas razas y nacionalidades que habían transmutado sus orígenes en el este, que ese fuera el lugar para además de tomar un café, o un vino o ir a ver un espectáculo de tango, fuera el lugar donde se pudieran escribir cartas a sus seres queridos, esos que tuvieron que dejar en busca de nuevos horizontes en Italia, en Rusia, España o en Oriente, y que se dejaran en bibliotecas especiales de cartas, que podían dividirse por países, apellidos comunes, como si fuera una memoria táctil para aquel que necesitaba escribir el desarraigo, la narrativa que le produjo dejar todo por un destino más próspero. Evidentemente el tango, "La Melancólica Bonarda" inspiró a la joven a darle un sentido más al lugar y a los habitantes, donde la presencia sensorial fuera perpetua.
El género epistolar se erigía como el vehículo idóneo para contener la compleja carga emocional de la migración y la colonización de Mendoza Este. La carta, a diferencia del diálogo efímero, exige estructura, reflexión y permanencia. Se convierte en el terroir de la memoria: un espacio físico donde el yo se destila a menudo a un pasado o a un ser querido irrecuperable. Las raíces se escriben, se sellan y se resguardan, en la más noble y duradera de las estructuras emocionales: las cartas.