Angélica: una estrella Michelin con los pies en el terroir y el alma en la copa
Para que nazca un gran vino se necesita un terroir con identidad, pero también alguien que sepa escucharlo, interpretarlo y transformarlo en emoción líquida. Un testeo particular de Ignacio Borrás.
Para que una estrella Michelin sea otorgada no alcanza con fuegos bien encendidos, vajilla impecable o maridajes sofisticados. Se necesita algo más difícil de definir: coherencia, alma, verdad.
En Angélica Cocina Maestra, el restaurante de la bodega Catena Zapata, esa conjunción se dio de forma natural. No como resultado de una estrategia, sino como la consecuencia lógica de un trabajo profundamente arraigado al territorio, al vino, a las personas y a una forma de entender la hospitalidad sin estridencias.Llegar a Angélica es entrar en un paisaje imponente. Rodeado de viñedos que respiran historia y trabajo, el restaurante se alza con una arquitectura elegante y silenciosa, que no compite con la montaña ni con la tierra: acompaña. Todo está pensado con una sensibilidad especial, desde la luz natural que se cuela por los ventanales hasta los tonos cálidos de los materiales que invitan a quedarse, a observar, a bajar el ritmo.
Comer en un restaurante con una estrella Michelin no es algo que ocurra todos los días. Y mucho menos en Mendoza. Pero cuando esa estrella está bien otorgada -cuando realmente responde a una propuesta con identidad, oficio y emoción- lo que sucede en la mesa no es solo gastronomía: es una experiencia única. Una que no se grita, no se sobreactúa, pero se queda adentro.
El recorrido sensorial
Desde el primer bocado sentí que no iba a ser un almuerzo más. El menú de doce pasos no se presenta como una sucesión de platos, sino como una historia contada en fragmentos, donde cada uno tiene su ritmo, su intensidad y su propósito.
El inicio fue casi un susurro: snacks delicados, etéreos, donde una sopaipilla de olivas cremosísima abría el juego con un Saint Felicien Brut Nature que equilibraba sin distraer. Era como si el restaurante te invitara a bajar un cambio y empezar a escuchar con atención.
La sopa de liláceas del segundo paso fue una sorpresa. Presentada como espuma, con carpaccio de papín andino y una palmerita glaseada que sorprendía con su dulzura sutil. El Angélica Zapata Chardonnay 2022 no solo acompañaba: elevaba el conjunto con una elegancia silenciosa. Ahí entendí que en Angélica, todo está puesto para construir una emoción, no solo un sabor.
El tercer paso fue de esos que uno recuerda después de mucho tiempo. Una trucha curada, con escamas de tomate seco, caviar de trucha y emulsión de zanahorias. Pero lo que lo volvía inolvidable era el contraste con el DV Catena Garnacha: cada sorbo limpiaba el paladar y hacía que redescubrieras el plato una y otra vez. Como un loop placentero del que no querés salir.
Después, una pasta de sesos. Sí, sesos. No es algo que suelo elegir, pero en esta versión, con fondo de pollo, espuma y avellanas, me encontré disfrutando sin culpa ni prejuicio. El Nebbiolo de Saint Felicien estuvo a la altura: fresco, elegante y con la complejidad justa para levantar todo el conjunto.
El quinto paso fue otra joya. Berenjena cocida y ahumada en kamado, con salsa sedosa y suave de maní. El maridaje fue doble: un Pera Grau que potenciaba las notas de los frutos secos y el mani, y un dashi andino - un caldo de Estilo japones- que intensificaba los sabores ahumados como si el plato respirara a través del vino. Magistral.
El sexto paso llegó como un respiro. Lechuga, radicchio rosso acompañado de un sorbete de vinagre con polen de hinojo. Refrescante, vegetal, necesario. El espumante Domaine Elena de Mendoza N°7 Uco Stone sumaba ligereza y dulzor natural sin romper la armonía. Un momento casi meditativo.
En el séptimo paso se desplegaron técnicas, pero sin pretensión. Una reducción de una emulsión de vino blanco, puré de remolachas, mollejas asadas al limón y velo de vinagres. Todo equilibrado, todo con sentido. El Adrianna Vineyard White Bones 2022 se lució con su mineralidad y tensión. Un vino que marca la diferencia que cada vez que se lo prueba deja huella.
El octavo y noveno paso se sirvieron juntos. Carne (ceja de ternera), cocida con paciencia, con demiglace y emulsión de boniato. Y al lado, pan de masa madre con manteca artesanal. Acompañaban dos vinos que parecían conversar: el Malbec Argentino 2022 (vibrante, joven, con fruta fresca) y el Nicolás Catena Zapata 2016 (elegante, profundo, sin perder frescura). Fue un momento de hondura. De territorio servido en plato y copa.
Antes de los postres, llegó una selección de quesos. Elegí los patagónicos: azul, tipo parmesano y camembert. Con miel en panal y dulce de tomates. Los maridajes -White Bones 2022, White Stones 2015 y Saint Felicien Doux- aportaron matices distintos y perfectos. Fue una pausa de disfrute puro, sin apuros y en la cual personalmente podría haber alargado mil horas mas.
El décimo paso trajo un sorbete de manzana verde con vinagre y manzanilla. Refrescante, delicado, con perfume a despedida. Un bocado que no decía mucho, pero lo decía todo y cumplía a la perfección su rol de limpiar el paladar
El primer postre fue preciso: helado de lima y romero, merengue, confitado. Dulzura con acidez, frescura con perfume. El Saint Felicien Doux cerraba con amabilidad esa escena.
Y el último paso un helado de avellanas, una salsa de caramelo y una especie de budin de pan. Pero lo que me quedó no fue la receta lo que quedó, sino la emoción que dejó: la de haber sido parte de algo muy bien pensado, muy bien ejecutado, sofisticado pero casero y profundamente humano.
Una estrella con alma
Lograr una estrella Michelin no es solamente cocinar bien. No alcanza con una carta impecable, ni con una cava excepcional, ni con una presentación cuidada al detalle. Todo eso importa, claro. Pero no es suficiente.Lo que viví en Angélica Cocina Maestra va más allá de la técnica o del maridaje perfecto. Es el resultado de un equipo humano que trabaja con un nivel de dedicación silenciosa que emociona. Desde quien recibe, hasta quien sirve, explica, acompaña y está atento a cada gesto del comensal.Porque cuando la cocina es excelente, y los vinos son de los mejores del país, el factor humano no decora la experiencia: la sostiene, la completa, la enriquece.Y es ahí donde esta estrella brilla distinto. Porque no está vacía, ni impuesta. Está habitada por personas que creen en lo que hacen, que conocen su tierra, su vino, su historia. Y que saben que no se trata solo de servir, sino de contar algo, emocionar, dejar huella.Una estrella así no está colgada en el aire. Está arraigada en el terroir, y en la gente que lo hace possible y tengo la certeza de que cuando el oficio, la tierra y la emoción se encuentran, lo que sucede no se olvida.
No fui a buscar una estrella. Fui a escuchar una historia. Y la encontré en cada plato, en cada copa, en cada mirada y hasta me animo a decir que una estrella le queda corta a esta experiencia