Vamos a morir todos (menos Ava)
Recomendamos aquí la lectura de una revista imprescindible: Jot Down. Y lo hacemos, con la introducción y el acceso a un artículo de Jorge Galindo.
Recomendamos leer la revista Jot Down, de España, que tiene su versión online y física. Siempre de altísimo nivel en sus artículos, hemos escogido la introducción a esta nota de Jorge Galindo, para seguirla leyendo en su medio original:
Isabel I de Inglaterra fue una de las mujeres más extraordinarias del pasado milenio. Vio morir ejecutada a su madre, Ana Bolena, cuando solo tenía tres años. Sustituyó a María, sangrienta católica militante, y aun así consolidó la Iglesia anglicana para separarla del entonces amenazador Vaticano, siempre manteniendo un equilibrio que constituyó un asombroso ejercicio de pragmatismo para la época. Derrotó de manera inmisericorde a la Armada española. Mantuvo una guerra de nueve años con rebeldes irlandeses que solo se rindieron pocos días después de la muerte de la reina. Decidió, por cierto, vivir y morir virgen. Y, sin embargo, se asustó ante una cosa tan aparentemente inocua como un telar.
Stocking frame, se le llama en el idioma de su inventor. William Lee era un clérigo anglicano enamorado de una mujer que, según cuentan en Nottinghamshire, prefería coser a amar. Harto de que no le hiciese caso, Lee decidió inventar algo que llamase su atención y de paso le ahorrase el tiempo suficiente como para que pudiese ser cortejada por él. No está muy claro si el pastor logró sus objetivos sentimentales, pero desde luego se dio cuenta de que tenía entre manos algo más que un simple juguete doméstico. Así que se dirigió a su reina para solicitar la patente que necesitaba cualquier invento para ser utilizado en Inglaterra. Pero la última de la dinastía Tudor rechazó la solicitud con las siguientes palabras:
Thou aimest high, Master Lee. Consider thou what the invention could do to my poor subjects. It would assuredly bring to them ruin by depriving them of employment, thus making them beggars.
En definitiva, Isabel temía que la tecnología quitase el trabajo a sus súbditos. Era, parece necesario subrayarlo, 1589. Lee tuvo que mudarse a Francia a principios del siglo XVII para conseguir una patente del rey Enrique IV, nueve trabajadores, otros tantos telares y un taller en Rouen, mirando a las costas de su patria natal.
Más de dos siglos después, los luditas destrozaban telares (ahora debidamente aprobados y patentados) en un Notthinghamshire inmerso en la Revolución Industrial. Nadie sabe a ciencia cierta si existió alguien que se llamase realmente Ned Ludd; el nombre se le atribuye a un ciudadano de Leicestershire que destrozó dos telares en 1779, supuestamente tras ser despedido porque, sencillamente, «sobraba». Al menos esa fue la historia preferida por los luditas, quienes tomarían su nombre como líder fantasma, respondiendo con sorna que «el Rey Ludd lo hizo» ante la sorpresa de sus conciudadanos cuando los talleres amanecían asaltados. La verdad es que los luditas eran casi más efectivos en branding que en acciones reales, como alguna vez ha sugerido el escritor Richard Conniff. Firmaban manifiestos con un «desde la oficina de Ned Ludd, bosque de Sherwood» (sí, el de Robin Hood, y no por casualidad). Utilizaban para destrozar los telares las mismas herramientas con las que habían sido construidos, abusando alegre y conscientemente de la ironía de emplear tecnología para destruir tecnología. Incluso llegaron a marchar travestidos en mujeres, parodiando las manifestaciones de esposas que apoyaban a sus maridos en lucha, bajo el emblema de las «General Ludd's Wives». Como dice Conniff: el ludismo primigenio era protesta con swag. Hasta que el Gobierno inglés decidió aplastarlos con toda la fuerza de su monopolio de la violencia, claro, muertos en protestas incluidos.
La idea de ludismo se ha quedado entre nosotros como un concepto relativamente vago, asociado con quien odia o teme los avances tecnológicos. Pero en realidad la mayoría de los obreros que protestaban en la Inglaterra de principios del XIX no pedía exactamente el fin del progreso, sino simplemente que las máquinas fueran incorporadas de una manera apropiada, asociadas con un empleo de mayor calidad y formación. «More skills» era su lema, más que «less machines». Tal vez se alegrarían de ver que algo así sucedió finalmente en su país, aunque no sin muertos de por medio provocados por la convulsa lucha obrera hasta la II Guerra Mundial. Y la reina Isabel se sentiría un tanto avergonzada de su torpe decisión. Porque hay motivos de sobra para pensar que el demonio del trabajo no estaba en la tecnología. O tal vez sí. Podés seguir leyendo haciendo clic aquí.