Cuando el voto ya no ilusiona la política se queda sola

La abstención como síntoma del desencanto político y la fatiga democrática. Escribe Rubén Zavi.

Rubén Zavi
Politólogo y especialista en Comunicación Política

En las legislativas de 2025, la gran ganadora en la Ciudad de Buenos Aires no fue una fuerza política. Fue la desilusión. El desinterés. Ese vacío sordo que no se expresa con gritos, sino con ausencias. Ausencias en las urnas, en el debate público, en la conversación cotidiana. La gente no se pasó a otro partido. Se bajó. Literalmente.

El mapa no miente: Retiro votó con un 37,5% del padrón, y barrios como Constitución, Barracas o La Boca siguieron esa misma línea. Es como si gran parte del electorado, especialmente en las zonas más postergadas, dijera: "Que sigan jugando, yo ya no creo en este juego".

En el otro extremo, barrios como Villa Pueyrredón, Villa del Parque o Palermo votaron con más del 60%. Lugares donde todavía hay una mínima estabilidad, o donde al menos la política no parece tan lejana. Ahí el PRO se sostuvo, aunque más por inercia que por entusiasmo. Más por rutina que por convicción.

Porque si hay algo que definió esta campaña fue la falta de ideas nuevas. Silvia Lospennato encabezó una propuesta que sonaba conocida, reciclada, agotada. El jefe de Gobierno, Jorge Macri, no logró consolidar una gestión visible o entusiasta. Y Mauricio Macri, el gran referente histórico del espacio, ya no tiene herramientas para disputar la agenda: sus banderas -la lucha contra la "casta", la seguridad, el orden económico- se las llevó Milei. Literalmente. Con ellas, también se fueron varios de sus dirigentes más fuertes, como Patricia Bullrich.

Así, el PRO quedó atrapado en un limbo discursivo, sin épica ni propuesta. Ni rebeldía ni gestión. Apenas un decorado prolijo para una ciudad que, por momentos, parece ir en piloto automático.

¿Y La Libertad Avanza? A pesar de las internas, sus votantes estuvieron. Con menos volumen que en 2023, pero con fidelidad. Es un fenómeno curioso: la fuerza parece dividida entre "todo el resto" y dos nombres, siempre orbitando a Milei. Uno es el vocero Manuel Adorni, convertido en símbolo de comunicación directa, eficaz y emocional. El otro, paradójicamente, es Patricia Bullrich, ahora ya completamente "adornificada". En esta elección, fueron las dos figuras que sostuvieron la presencia de Milei en la Ciudad. Si otro nombre hubiera encabezado, quizás el resultado no era el mismo. Es un liderazgo más simbólico que programático, más emocional que estructural.

Mientras tanto, Leandro Santoro intentó una campaña mesurada, educada, con tono institucional. Pero su electorado ya no está ahí. No migró a Milei. Simplemente se apagó. No conectó. El progresismo tradicional no supo o no quiso leer el cambio de época.

Y es ahí donde se enciende la alarma. Porque lo que está en juego no es solo el reparto de bancas, sino el vínculo emocional con la democracia. Si el voto ya no se percibe como una herramienta para cambiar, sino como un trámite sin sentido, ganan los extremos. O peor: gana la indiferencia.

En este escenario, el silencio se convierte en un actor político, tan potente como cualquier partido. Y si nadie se hace cargo de ese vacío, la crisis política no será de representación, sino de sentido.

El resultado final refuerza este diagnóstico. Con el 99,8% de las mesas escrutadas, la concurrencia en la Ciudad de Buenos Aires fue apenas del 53,4%. Esto significa que casi la mitad del padrón decidió no votar. Manuel Adorni, el candidato de La Libertad Avanza, obtuvo el 30,08% de los votos; Leandro Santoro, del espacio progresista Es Ahora Bs. As., alcanzó el 27,41%; y Silvia Lospennato, de Bs. As. Primero, quedó tercera con el 15,91%. El resto se diluyó entre expresiones menores, votos en blanco (1,9%) y observados (0,1%). En total, se emitieron 1.645.043 votos, pero si tomamos en cuenta el total del padrón, Adorni representa apenas al 16% de los electores habilitados. Es decir: la mayoría no lo eligió. Ni a él ni a nadie.

Cuando casi la mitad de la ciudad decide no participar, lo que tenemos no es solo una elección más. Es una especie de señal de auxilio, un reflejo de algo más profundo que no se arregla con slogans ni promesas recicladas. La verdad es que la abstención, lejos de ser indiferencia, se parece cada vez más a una forma de decir "basta" sin romper nada. Un grito callado. Un gesto cansado. Como quien elige no discutir porque ya perdió la fe en que alguien escuche. En estas elecciones, más que ganadores, lo que hubo fue un electorado que se corrió, que miró de lejos. No fue una derrota de tal o cual partido: fue un cachetazo a todos. Porque cuando el voto ya no ilusiona, cuando ya no moviliza ni siquiera por bronca, la política se queda sola.

Y una democracia sin gente... no es democracia. Es apenas su sombra. Además, no podemos perder de vista que la participación electoral suele caer cuando la ciudadanía siente que los problemas están resueltos -como cierta estabilidad económica aparente- o, en el extremo opuesto, cuando se instala una sensación de que nada de lo que se vote va a cambiar la realidad. En ambos casos, la desconexión con la política se hace más profunda. En esta elección, pareciera que convivieron las dos cosas: indiferencia y hartazgo. Una mezcla letal para cualquier sistema democrático que aspire a representar algo más que a sí mismo.

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