La ignorancia se está convirtiendo en algo de lo cual presumir
"¿Qué piensan los educadores de que la ignorancia se esté convirtiendo en algo de lo cual presumir?", se pregunta José Jorge Chade en esta provocación al debate
He buscado un diccionario un diccionario de la lengua española y también en uno de la lengua italiana, tratando de entender qué ha pasado, en la escuela de hoy, con las palabras 'educar" y 'enseña'. Enseñar significa literalmente 'imprimir signos en el interior', es decir, asegurarse, con palabras pero también con el ejemplo, de que el alumno pueda adquirir un conocimiento, un hábito, la capacidad de hacer algo, o incluso la manera de realizar un trabajo y ejercer una actividad.
Educar, en cambio, significa «hacer salir», es decir, promover con la enseñanza y el ejemplo, mediante el debido ejercicio, el desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales de una persona. Imprimir y hacer salir.
Muy lindo, se imprime algo dentro para que algo salga. El conocimiento se imprime en el interior y, mediante el esfuerzo puesto en aprenderlo, pueden surgir los valores. La enseñanza puede ser así el gran instrumento a través del cual los profesores podemos ayudar a los chicos y jóvenes a convertirse en verdaderas personas, es decir, en hombres y mujeres hechos y derechos (recordando palabras que decía mi padre y hoy consideradas anticuadas), maduros y bellos.
En resumen, llegar a ser un poco más ellos mismos, y florecer cada uno según su propia originalidad, es decir, según sus propias cualidades.
La educación es el agua a través de la cual las semillas dentro de cada uno puedan germinar y florecer, para que cada uno pueda descubrirse a sí mismo un poco más y llegar a ser cada vez más él mismo, pareciéndose cada vez más a lo que está llamado a ser por naturaleza. A través de la educación y la crianza, las cualidades y las predisposiciones propias de cada persona, que ya están en su naturaleza, pueden desarrollarse y crecer hacia la plena madurez.
La educación, en definitiva, es lo que humaniza al hombre, lo hace cada vez mejor: saca sus cualidades de la oscuridad y les permite emerger a la luz. Ya están en él, sólo piden emerger.
Al igual que la semilla tiene ya la posibilidad de convertirse en árbol si se la cuida y riega adecuadamente, lo mismo ocurre con el hombre: la posibilidad de llegar a ser cada vez más él mismo ya está en él, ya está ahí. Sólo falta el agua de la educación.
Por eso es vital hacer siempre bien el propio trabajo, pidiendo al alumno que lo haga con igual empeño, sin bajar nunca la guardia y el nivel de exigencia, que siempre debe ser acorde con las posibilidades.
No más, pero tampoco menos. Porque lo que está en juego es el crecimiento de las personas que tenemos delante y su autodescubrimiento, la toma de conciencia de su potencial, su maduración. Si no pedimos lo justo a los alumnos -dentro de los límites de sus posibilidades y de lo que podrían y deberían hacer-, ¿cómo pueden descubrirse a sí mismos? ¿Cómo pueden descubrir que poseen cualidades, predisposiciones, intereses -o, por el contrario, que no los poseen-, si nadie les pide nunca que intenten descubrirlos, comprometiéndose seriamente? Lo que está en juego es demasiado importante como para pensar en ser superficial.
Este es el principal motivo por el que estoy tan decepcionado -y también un poco enojado- mirando lo que fue la educación en nuestro pasado, molesto por el giro que ha tomado el sistema educativo en los últimos años. Cada vez se exige menos, y nos conformamos con menos aún.
La enseñanza, la de verdad, la del conocimiento que ha dado forma a nuestra cultura, ha ido cayendo poco a poco en el ostracismo en favor de actividades a veces improvisadas cuyo único efecto es restar tiempo a la educación. Se ha llegado a pensar que la educación no tiene realmente nada que ver con la enseñanza, que para educar basta con introducir en la escuela un montón de cursos que antes no existían y llamarlos «educación para...», y así engañarse pensando que se ha hecho algo por la educación de los niños y jóvenes. Como si se educara a niños que asisten a cursos unas cuantas veces al año. El profesor que pone malas notas se ha convertido en el «malo de la película»; el que pide práctica y estudio continuo es el «nocionista» (por no hablar del que pide tablas de multiplicar, verbos o fechas); el que pide trabajos bien hechos, realizados con esmero, el que invita a los alumnos a «perder el tiempo» en páginas para aprendérselas bien, el que considera la capacidad de sacrificio un valor que los alumnos deben aprender para vivir «como hombres», es tachado de «exigente o sin corazón». María Montessori decía que al educar, se le debe permitir al educando que llegue al cansancio, pero estar atentos que nunca llegue al sufrimiento aprendiendo.
En esencia, se ha hecho de la ignorancia el objetivo educativo a salvaguardar y promover, eliminando los obstáculos que osen interponerse en el camino. O, lo que es lo mismo, se ha decidido condenar a muerte a la sociedad y a la cultura. Y así nos encontramos con una realidad de personas con notas cada vez más altas pero cada vez menos capaces de leer, de hablar, de hacer una cuenta algo más compleja que una suma (entre números de una sola cifra). Con una cultura general mediocre. Es decir, gente incapaz de razonar, de tener poco más que un pensamiento elemental, de poseer un lenguaje que tenga la más mínima posibilidad de ser entendido. En muchos casos incluso presume de algunas propuestas, sin darse cuenta de su propia desconexión con las realidades. Incluso lo llaman «éxito educativo».
Un éxito educativo que, sin embargo, tiene toda la apariencia de un señuelo, algo que puede atraer, capaz de mostrar una realidad que en verdad no existe en absoluto salvo en esos marcadores, es decir, capaz de enterrar una situación trágica bajo una hermosa alfombra de notas verdes. Un poco como aquella orquesta que tocaba e invitaba a bailar a los pasajeros mientras se hundía el Titanic.