La ilusión meritocrática

Réplica al artículo de opinión de Marcelo Puertas denominado "Mérito", por parte de su colega abogado Juan Rodrigo Zelaya.

Juan R. Zelaya

A modo de aporte a una discusión que abrió el presidente Alberto Fernández en torno al valor de la meritocracia, y al comentario que recibió por parte de Marcelo Puertas, introduzco este breve comentario al respecto para aportar al debate sobre el tema. La discusión viene así: el Presidente afirmó que "la meritocracia y el sálvese quien pueda están muertos", y Puertas le replicó -si yo he comprendido bien- que la meritocracia es un valor a abrazar, en tanto supone una asignación de premios y castigos basado exclusivamente en el merecimiento.

Celebro que Marcelo haya abierto una discusión pública en nuestro espacio local sobre el asunto, y que Memo permita que esta discusión ocurra. Aquí criticaré los dos comentarios: el del Presidente y el de su comentarista. El primero, en un sentido descriptivo, y el segundo en términos prescriptivos. En resumen, creo que (1) la meritocracia no ha muerto porque nunca existió; y (2) la meritocracia es imposible de alcanzar, por lo que cualquier sistema de reparto de elogios y críticas, premios y castigos, que pretenda apoyarse exclusivamente en mérito, es ilusorio y está destinado a invisibilizar diferencias estructurales que le subyacen. Lo explico.

Como bien destacó Marcelo, la meritocracia defiende que el reparto de premios y castigos en una comunidad debe adecuarse a lo que cada uno merece. Lo que uno merece, a su vez, es la consecuencia de sus acciones. Esta idea deriva de la premisa de que las personas racionales controlan sus acciones y lo que les ocurre. Así, dado que nuestras (buenas o malas) acciones son el resultado de nuestras intenciones, es adecuado que seamos responsabilizados por ellas. También por ello, nos parece injusto premiar o castigar a quien no realice una acción que lo merezca.

Contra esta idea, sin embargo, existen abundantes investigaciones filosóficas que resaltan el valor de la suerte en aquello que nos ocurre y en los juicios que emitimos sobre ciertas conductas. Trabajos como los de Thomas Nagel, Bernard Williams, Gustavo Beade o Jaime Malamud Goti muestran no solo que no controlamos todo lo que nos ocurre, sino que la presencia permanente de la suerte en diversos ámbitos de nuestra vida hace imposible que seamos juzgados exclusivamente por lo que merecemos.

En este sentido, Nagel describe tres tipos de suerte que influye en toda persona en mayor o menor medida. La primera, suerte constitutiva, tiene que ver con los eventos y situaciones que definen nuestra personalidad. Así, dice Malamud Goti que "nacemos en determinado momento de la historia, equipados con ciertos talentos y aptitudes físicas y mentales sobre las que no tuvimos voz ni voto". La segunda, llamada suerte situacional, y se refiere a los hechos y experiencias que nos suceden, no dependen de nosotros, y aun así afectan nuestra identidad. Por último, está la suerte en los resultados, asociada no ya a la falta de control de nuestras conductas sino de muchas consecuencias de ellas.

La presencia de esos factores no dependientes de nosotros muestra que es ilusorio pensar en un sistema de premios y castigos basado exclusivamente en el mérito. Una meritocracia como la que proponen los libertarios, para ser coherente, debería suprimir de nuestros juicios morales todos los factores ligados a la suerte. Sin embargo, parece difícil poder emitir un juicio que "separe" lo que merecemos de lo que es fortuito. Nuestro sistema social está lleno de institutos que aceptan el rol de la suerte. La institución hereditaria permite que alguien nazca con propiedades sin esforzarse, que un productor de alimentos se beneficie o perjudique por el clima, y que un alumno que estudió tan sólo dos bolillas apruebe su examen si le tocan justo esas. Pienso también que mi trabajo se debe en parte a la suerte de que en el concurso público no intervinieron personas que podrían haberme ganado, o que alguien del jurado simpatizó con mi forma de escribir o con mis ideas, o que simplemente me tocó resolver un caso donde me siento más cómodo que con otros. El punto es que la suerte está presente en todo lo que nos rodea, por lo que pensar en un sistema que reparta premios y castigos apoyado exclusivamente en el merecimiento no puede ser más que ilusorio.

Pero aún si ello fuera posible, todavía deberíamos acordar qué es lo meritorio. Marcelo Puertas menciona el esfuerzo, el deber y el estar calificado para algo. Pero ello no es suficientemente preciso: supongamos que somos técnicos de un equipo de fútbol y tenemos que elegir entre alguien que superó muchos obstáculos para estar allí (esfuerzo), el más cumplidor de los entrenamientos (deber) o el más talentoso (capacidad). ¿Quién reúne más méritos? Creo que cualquier elección tendrá en cuenta factores no asociados al mérito, donde influirá cualquiera de -o todos- los tipos de suerte.

Por ello, aunque entiendo el mensaje de Alberto, debo disentir en cuanto a la muerte de la meritocracia, simplemente porque nunca estuvo viva. Pero ojo: negar la meritocracia no implica -como algunos podrían comprender- negar que nuestros juicios morales deban considerar el mérito, sino solo que es imposible establecer un sistema donde todos nuestros juicios se basen exclusivamente en él. Claro que parte de los reconocimientos y castigos dependen de lo que hacemos, pero también mucho de lo que hacemos depende de circunstancias que nos exceden. Aceptar esos factores, creo, nos ayudarían, por un lado, a ser más humildes en nuestros juicios sobre nuestros propios éxitos y fracasos, pero también a ser más comprensivos con los juicios que emitimos sobre los demás.

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utor de una serie de cuatro volúmenes sobre la historia de las divisiones políticas y culturales de los Estados Unidos, y el auge del conservadurismo, desde la década de 1950 hasta la elección de Ronald Reagan. Radicado en Chicago, fue columnista de Rolling Stone y es una de las firmas habituales de la revista The American Prospect.

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