La morbosidad tras la pandemia

"Hoy hay una batalla política campal y desembozada, para intentar cada uno llevar agua su molino, sin interesarles, salvo excepciones, lo más mínimo el devenir de la virosis", escribe Eduardo Da Viá en su columna.

Eduardo Da Viá

Imaginemos por un instante, aunque sólo sea por una cuestión lúdica, que brusca, inesperada y universalmente, la pandemia cesa.

Primero la incredulidad, luego la triste realidad.

Efectivamente, desde las cero horas de ayer de, no se ha registrado un solo caso más de coronavirus en el mundo.

No contento con ello y al solo efecto de complejizar el juego, resulta que tampoco se ha registrado ningún nuevo deceso y por si fuera poco, los actuales pacientes portadores del virus y con enfermedad declarada, han comenzado a mejorar a ojos vistas.

Que ocurriría me pregunto, si tal hipotética situación se diera de verdad. Creo tener la primera y más abarcadora respuesta.

El mundo caería en un cuadro de abstinencia, tal como el que sufren los alcohólicos cuando de un momento para otro dejan de tener acceso a la ingesta de alcohol. La humanidad se detendría en el mismo lugar donde recibió la terrible noticia, mirando con ojos azorados e incrédulos las miles de pantallas que repiten la misma noticia.

No puede ser, vociferarían muchos pensando por ejemplo, en los millones de mascarillas que tienen comprados de contrabando y atesorados en algún búnker con altísimo nivel de seguridad.

¿Qué hago con el contrato firmado con el laboratorio X y que me da la exclusividad de la comercialización de la vacuna o del medicamento para todo el mundo?

Recién ahora, leyendo desesperado en búsqueda de algún artilugio legal que lo libere, paradojalmente, del fabuloso negocio al que le había estampado su prepotente firma, recién ahora presta atención a uno de las últimas cláusulas en la que claramente se especifica, que las condiciones del arreglo son independientes de la evolución de la pandemia y de la efectividad real a largo plazo del medicamento o vacuna de marras.

¿De qué hablarían a partir del día siguiente los locutores televisivos o radiales, acostumbrados a bombardearnos desde el amanecer y hasta el ocaso, con el tema pandemia, leit motiv desde hace seis meses?

¿Y los estadígrafos? Con sus ábacos digitales sus curvas y sus vaticinios, sus coincidencias excepcionales y sus más que frecuentes disensos.

¿Qué haría la repugnante y multimillonaria industria de la muerte? Ahora que desgraciadamente vuelve a morir el número promedio habitual para cada país o ciudad.

Qué hacer con las trescientas retroexcavadores compradas por un país por debajo de la línea de pobreza y negocio mediante con algún potentado de la industria de maquinarias pesadas, perteneciente a una de las grandes potencias industriales del mundo, tan asesinos como el que más, destinadas a agujerear la superficie terrestre y asegurarle al finado un inicuo pozo donde esperar paciente la llegada de sus comensales dilectos, los gusanos.

¿Y qué del negocio de los guantes, vendidos hasta ayer a valores varias veces superiores a los pre pandemia?

El guante nació para proteger las manos de los pobres obreros que se las destruían manejando sustancias agresivas para la piel o bien elementos pesado e irregulares como troncos de árbol.

Pero la historia del guante tipo quirúrgico como se lo conoce hoy, es muy diferente. Fue el resultado del amor y de la ciencia que mancomunados, hicieron posible a dos personas seguir trabajando y salvar a miles de pacientes.

El desarrollo de los guantes quirúrgicos fue por amor y debido al cariño de un médico estadounidense por una enfermera que padecía dermatitis.

El sujeto en cuestión fue William Stewart Halsted (1852-1922), un médico estadounidense al que se considera como uno de los principales precursores de la cirugía moderna. Pero esta historia no sería contada si no fuese por Carolina Hampton, la compañera de quirófano del doctor que había robado su corazón.

William defendía la asepsia en las salas de operación, aplicando anestesia con morfina y un líquido antiséptico creado por Joseph Lawrence Lister. Un día, su ayudante de quirófano, la aristócrata Carolina Hampton, quedó incapacitada debido a que padecía una dermatitis, la cual se veía incrementada por estos antisépticos que se utilizaban antiguamente.

Por ello, Halsted pidió a una conocida firma que fabricaba artículos de caucho y neumáticos para vehículos, que diseñaran unos guantes de goma, a partir del molde de las manos de la enfermera, que fueran lo bastante finos para permitirle hacer un trabajo preciso en el interior del quirófano. Poco después ambos sanitarios se casaban.

Este fue el comienzo del uso de los guantes de goma. Siendo, para finales del siglo XIX, su uso obligatorio para todos los médicos cirujanos y personal de enfermería. Actualmente, el uso de guantes quirúrgicos constituye un gran elemento común y casi obligatorio en la asepsia quirúrgica, garantizando una elevada seguridad para el paciente y el médico cirujano.

La pandemia, hombre mediante, transformó el guante en un desvergonzado negocio.

La industria del alcohol en gel jamás tendrá otra oportunidad de medrar con la ha tenido ahora, de la misma manera que los cientos de antisépticos que llegan a asegurar una efectividad del 99.9 por cierto en la eliminación de gérmenes de superficies domésticas, lo cual es simplemente mentira, y si la pandemia implotara y ya nada de estos se requirieran, que harían los acaparadores de insumos médicos, que hoy se rasgan las vestiduras lamentando no poder conseguir la cantidad necesaria que la población reclama, azuzada por ellos mismos a través del otro cáncer que carcome silenciosamente llamado televisión.

La televisión miente descaradamente y va acomodando la temática según hacia donde sople el viento.

Jamás en la historia de la TV ha habido un tema que permita repetir información hasta el cansancio, dichas de diferentes maneras y a todos los horarios; teniendo siempre la dañina habilidad para asegurarse la continuidad de las informaciones a primera hora del día siguiente. Todos los medios periodísticos repitiendo o contradiciéndose, a veces honestamente, otras ex profeso.

Y toda esta parafernalia bruscamente finiquitada, como si los millones de segundos de televisión se les escapara por un agujero negro, con millones de interesados arriesgando sus vidas al borde del mismo orificio tratando vanamente de quedarse con algo, siendo que nada existe por cuanto todo es virtual, inasible, impalpable, imperceptible por los sentidos fuera de la millonésima de segundo en que aparece en pantalla.

Está demostrado al cansancio que el ser humano necesita de las grandes tragedias que azotan periódicamente a la tierra, cuanto más dañinas mejor, naturales o fabricadas por el hombre. Si naturales tipo seísmo, huracán, tsunami, incendios, calentamiento global, inundaciones, epidemias y pandemias.

Esos fenómenos de destrucción masiva y habitualmente sin discriminar el nivel socioeconómico de las víctimas, aunque naturalmente los más desposeídos son también los más vulnerables; pero no los hay inmunes; para muestra el caso Presidente Trump.

La tragedia suele despertar acciones de solidaridad a veces cercanas a la inmolación; es causa también de aunar esfuerzos y recursos, incluso con la participación de países extranjeros.

Solidaridad a cuyo llamado hacemos oídos sordos aun cuando el clamor por ayuda sea de nuestros propios compatriotas.

Solidaridad a la que apelan como fórmula política los dirigentes para que de una vez por todas el país resurja y el bienestar general se reinstale. Saben que no ocurrirá, pero si en miles de palabras pronunciadas en cientos de conferencias, no apareciera el famosos estribillo "ENTRE TODOS, SOLIDARIAMENTE, PODEMOS", quedaría como lo que en realidad es, un fanático de sus propias ideas, secundadas por sus acólitos ávidos de medrar ni bien se encaramen en el poder.

En principio la pandemia pareció limar asperezas políticas entre oficialismo y oposiciones, pero si uno mira por debajo del agua, en realidad cada uno quería o bien reforzar, caso del poder gobernante o achicar diferencias caso de los minoritarios.

Hoy hay una batalla política campal y desembozada, para intentar cada uno llevar agua su molino, sin interesarles, salvo excepciones, lo más mínimo el devenir de la virosis.

Los parlamentarios argentinos son opinadores antes que pensadores, porque pensar demanda tiempo y requiere encontrar fundamentos para la sentencia que luego se expondrá; en cambio opinar es instantáneo y sobre todo frente a una baza bien colocada por el adversario, urge desmentirla o desvirtuarla, aunque sea beneficiosa; total siempre se puede se puede pedir disculpas.

En los países del orbe donde la pandemia se mezcló con la política, con la variedad mezquina de la misma, casi siempre ganó la enfermedad.

No niego el derecho a disentir, legítimo y necesario, por parte de la clase política; pero me pregunto si cada vez que hacen público esa disparidad de opinión, se preguntan si será útil tanto para la gente que los votó como para gobierno responsable de la conducción del país.

Sin dudas este tema de las mezquindades e intereses ocultos detrás de la tremenda tragedia mundial de la pandemia, da para muchísimo más y no quiero extenderme inútilmente; pero sí no puedo dejar de mencionar otra epidemia en este caso, cual es el de los llamados "influencers".

Traducido literalmente influencer es ni más ni menos que un influenciador, que, a través de sus expresiones e imagen sobre todo en TV procura orientar el accionar de los escuchas y televidentes hacia una determinada dirección, señalando riesgos y beneficios de las actitudes que adopten. Está íntimamente vinculado a la mercadotecnia.

Pero me referiré específicamente al los influencers del área de a la salud, que constituyen al menos por su número y frecuencia de aparición una verdadera novedad.

Reconozco el papel pionero en el tema de ese maestro de la sonrisa y la aparente bonhomía que ha sido y lo sigue siendo el Dr. Cormillot.

Los médicos influencers de hoy, aquí en Mendoza, son por lo general profesionales idóneos en la materia, conocidos o no previamente, que aceptan de buen grado exponer su cara, siempre sonriente y su pulido y casi eclesial lenguaje, en beneficio del pueblo lego.

La información científica seria carece de rostros. Solo información clara y entendible, de preferencia en sencillas infografías, sin direcciones ni, correos electrónicos ni guasaps para comunicarse con el supuesto poseedor de la verdad.

De lo contrario es pura y simple mercadotecnia, o "marketing" para los que prefieren los anglicismos.

¡Qué será de ellos cuando termine la pandemia!






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