De copas con Michel

El periodista Luis Ábrego cuenta aquí la maravillosa experiencia de haber podido departir durante horas con el máximo influencer de la vitivinicultura.

Luis Ábrego

Michel Rolland es todo un caballero francés, que sin embargo, por momentos parece un argentino con acento. Su fascinación por este país, pero en especial por los paisajes, la gente y la cultura (y dentro de ella, el vino y la gastronomía) pueden inducir al error sobre su origen. "Argentina es mi vida..." dice con convicción, como si acaso fuera necesario justificar esa coincidencia del destino que hoy toda la industria celebra, pero en especial, la entronización del malbec como cepa nacional insigne.

Algo similar puede decirse de su humor, afable en el trato, irónico en las respuestas, aunque admite que tiene un carácter "malo, malísimo de vez en cuando" que no condice con su predisposición a la charla y el encuentro. Aunque pese a ello, asegura que termina siendo "amado"; casi como una parábola del rigor que pone en la tarea y en la exigencia de lo pretende sean los productos que llevan su nombre.

Descree de la "creatividad" que se le achaca, o en todo caso de la fama que lo precede en todo mundo, donde es considerado algo así como una leyenda o un mito viviente de esos capaces de paralizar convocatorias globales como la Feria de Burdeos donde es toda una celebrity.

Abrego junto a Michel Rolland.

Abrego junto a Michel Rolland.

Frente a los ansiosos que siempre le preguntan sobre si está trabajando en "algo nuevo", su respuesta es siempre la misma: "estoy haciendo vino...", casi como una manera de desbaratar los artificios con los que suelen adornarse (y trastocar) un producto tan genuino que mientras las condiciones naturales y la mano del hombre lo permitan podrá seguir existiendo y deleitándonos.

No reniega del negocio, pero deja claro que hacer vinos de calidad es otra cosa. Y que en esa senda, Argentina recién es "un bebé" porque su presencia y reconocimiento internacional apenas tiene 25 años. No sólo es presente, alienta que también hay más futuro.

Próximo a cumplir 78 años se jacta que su impecable presencia y su salud son posibles al haber disfrutado del vino "desde muy pequeño", producto de la tradición familiar en Pommerol, pero también de su profesión de enólogo y el declarado amor por una bebida a la que advierte, siempre hay que dejarse seducir "responsablemente".

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No se cansa de recordar su desembarco en el país "hace 37 años" y su posterior descubrimiento de Mendoza, donde junto a amigos e inversores franceses crearon en Vista Flores el Clos de los Siete, una de las joyas más preciadas de la vitivinicultura argentina.

Se ríe de las crisis recurrentes del país a las que ha sabido acomodarse como un argentino más, porque entiende -filosofía latina mediante- "que una vida sin problemas es algo muy aburrido...".

Dice justificar sus largas estancias en el país, en especial en esta época, por la razón que prefiere "el sol" antes que el intenso frío europeo, un motivo más que lo hace retozar por estas zonas del planeta donde maduran las uvas que -magia mediante- luego despiertan pasiones como las que Michel encarna y todos los que estamos a su alrededor, por gentileza de la familia Barbera en ese reducto de placer que es su restorán Francesco, escuchamos con la atención que merecen los hechiceros o los genios.

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Algo así como intercambiar unos pases con Messi, o disfrutar una proyección con Scorsese, una visita guiada con Picasso, un acústico con Charly García o que Borges nos enrede en sus ficciones tras una lectura distendida. Compartir unas copas con Michel es algo más que un privilegio, un goce, tal vez una lección irreverente de hacer lo que uno quiere para que los demás (y él mismo) sean felices.

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