El vino argentino: tradición que nos representa, diversidad que nos proyecta

"Probar nuevas cosas amplía nuestro paladar y nos enriquece como consumidores, pero los vinos que se convirtieron en clásicos o en iconos no lo hicieron por casualidad: se ganaron ese lugar con historia, consistencia y calidad. Y ese legado merece ser respetado", escribe Ignacio Borrás.

Ignacio Borrás

Argentina se abre camino en el mundo del vino con nuevas variedades y estilos que enriquecen su propuesta. Sin embargo, el Malbec sigue siendo la brújula de nuestra identidad. Una mirada personal sobre cómo la diversidad puede convivir con la tradición.

El vino argentino está viviendo una revolución silenciosa. Hay un instante mágico cuando uno se detiene frente a un viñedo en plena maduración. Los racimos colgando, el sol golpeando distinto según la hora del día, el aire cargado de aromas que anticipan la cosecha. Ese paisaje, que parece tan cotidiano para quienes vivimos el mundo del vino, es también la metáfora perfecta de lo que ocurre hoy en la vitivinicultura argentina: una diversidad creciente que se abre camino, sin perder nunca de vista el norte.

Durante mucho tiempo, hablar de vinos argentinos era hablar casi exclusivamente de Malbec. Y qué bien lo hicimos: logramos que el mundo identificara a nuestro país con una cepa que, aunque de origen francés, encontró en nuestra tierra su mejor expresión. El Malbec es, de alguna manera, la voz principal de un coro: potente, clara, inconfundible. Pero mientras tanto, en las filas de ese coro, empezaron a sonar otras voces, más sutiles al principio, pero hoy más firmes que nunca.

En ferias de vinos, en restaurantes, en las cartas de bares especializados, aparecen nombres que antes apenas figuraban. El Cabernet Franc se convirtió en una de las sorpresas más celebradas de la última década, con vinos que transmiten elegancia y un carácter casi confidencial, como si invitaran a una charla íntima entre copa y copa. La Garnacha, fresca y liviana, se instaló como una opción ideal para las mesas de verano, mientras que el Petit Verdot sorprende con su fuerza y profundidad, ideal para quienes buscan intensidad. Y cómo olvidar el regreso de nuestras Criollas, esas uvas históricas que durante años quedaron relegadas, pero que hoy vuelven a mostrar que lo sencillo también puede ser memorable.

Pero la diversidad no se limita a los tintos. El Semillón, por ejemplo, vive una verdadera resurrección. Durante mucho tiempo fue visto casi como un recuerdo de otras épocas, pero en los últimos años reapareció con una fuerza inesperada. Fresco, versátil, capaz de envejecer con gracia, se convirtió en una de las cepas blancas que más entusiasman a sommeliers y consumidores. Probar un buen Semillón argentino es reencontrarse con una parte de nuestra historia y, al mismo tiempo, con un futuro lleno de posibilidades.

Y si hablamos de futuro, no se puede dejar afuera al sur del país, donde el Pinot Noir encontró un terreno privilegiado. En la Patagonia, con sus climas más fríos y sus paisajes abiertos al viento, esta cepa tan difícil de trabajar se expresa con delicadeza y pureza. Los Pinot Noir patagónicos tienen algo de poesía: son vinos que invitan a la contemplación, que no buscan gritar sino susurrar con elegancia. En cada copa hay una identidad distinta a la de Mendoza o Salta, pero igualmente Argentina.

También los rosados y espumosos argentinos ganan terreno, ofreciendo alternativas frescas que antes no solían valorarse tanto dentro de nuestras fronteras.

Todo esto no es casualidad ni capricho: responde a la búsqueda de una identidad más amplia, más compleja. Los enólogos y bodegas entendieron que Argentina no podía quedar atrapada en un único relato, por más exitoso que fuera. Y entonces se animaron a experimentar. En las visitas a bodegas uno lo percibe: vas de una sala a otra y encontrás tinajas de barro recuperando un método ancestral, tanques de acero brillando con vinificaciones sin paso por madera, ánforas que guardan vinos naranjos que descolocan a quien los prueba por primera vez. La tradición convive con la innovación, y el resultado es un abanico que invita al descubrimiento.

Sin embargo, en cada feria, en cada degustación, hay un momento que me devuelve siempre al mismo lugar. Puede haber Garnachas vibrantes, Cabernet Franc de altura, Criollas honestas, Pinot delicados o Semillones llenos de frescura. Pero cuando aparece un Malbec bien hecho, equilibrado, profundo, se produce un silencio especial. Es como si todo volviera a su eje. El Malbec tiene esa capacidad de recordarnos quiénes somos y de dónde venimos. Es, a la vez, el punto de partida y el refugio al que siempre volvemos.

La diversidad no borra nuestra identidad, la amplía. Nos permite mostrarle al mundo que somos mucho más que una etiqueta. Que tenemos un país entero por descubrir en cada botella, con suelos y climas que regalan matices infinitos. Pero esa apertura no significa abandonar lo que nos dio identidad. El Malbec seguirá siendo nuestro faro: el vino que nos hizo visibles, el que nos da orgullo, el que sostiene la bandera mientras otras variedades levantan la voz a su alrededor.

También es importante recordar que no existe una única forma de elaborar ni una sola cepa "mejor que otra". Lo que para algunos será un hallazgo revolucionario, para otros puede resultar extraño, y viceversa. Al final del día, el mejor vino siempre será el que nos guste a nosotros, el que nos emocione en un momento particular. Probar nuevas cosas amplía nuestro paladar y nos enriquece como consumidores, pero los vinos que se convirtieron en clásicos o en iconos no lo hicieron por casualidad: se ganaron ese lugar con historia, consistencia y calidad. Y ese legado merece ser respetado.

El vino, como la vida, se trata de explorar caminos, de animarse a descubrir, de abrirse a lo distinto, pero también de volver siempre a esos refugios que nos hacen sentir en casa. Y en mi caso, esa casa seguirá teniendo aroma y sabor a un buen Malbec argentino.

Porque cada copa cuenta una historia distinta, ¡salud!




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